– ¿Encantador? -gruñó Darley y, dándose cuenta al instante de que su pregunta parecía la de un pretendiente celoso, rectificó-. Perdóname. He hablado fuera de lugar. He tomado una copa o dos esta mañana.

– Espero que no quieras dar media vuelta cuando te hayas despejado -le dijo Elspeth con los pies en la tierra. Después de terciar durante meses con las borracheras de su marido, no se molestó por el carácter de Darley, limitándose a comentar temas más pertinentes-. Me retrasaría inútilmente si tuviéramos que volver a Londres, y también pondría en peligro la vida de mi hermano.

Darley le puso buena nota en compostura. Elspeth no se estremecía fácilmente.

– No tienes que preocuparte -le previno Darley con una voz deliberadamente suave-. No haré que te retrases. Necesito un cambio de aires y Tánger es un sitio igual de bueno que cualquier otro.

– Pensé que alguien te estaba persiguiendo -dijo Elspeth. Su precipitada aparición le recordaba la famosa ilustración de Rowlandson [5], en la que Darley aparecía acosado por un grupo de mujeres. Se había ganado fama de huir cuando una amante se encariñaba demasiado de él.

– He saldado todas mis deudas -contestó Darley con suavidad, haciendo ver que no entendía su comentario. No iba a admitir que él era el perseguidor-. Creo que por el momento estoy a salvo.

Como si un hombre de la fortuna de Darley pudiera tener acreedores. Pero ella no insistió en ese punto.

– Una última advertencia, si me permites -dijo Elspeth, temerosa de que pudiera comprometer sus planes cuando estuviera más sobrio-. No quiero que te despiertes mañana y cambies de parecer…

– No soy tu marido -le interrumpió Darley bruscamente-. Sé lo que me hago.

– Ahora soy yo quien tiene que pedirte disculpas. No quise ofenderte.

– No podrías -le respondió, afable-. No hay nada que pueda ser ofensivo en ti -añadió, moviéndose hacia el sillón y colocando su cuerpo con elegancia en una postura más relajada, como si se acomodara para el largo viaje que tenían por delante-. Eres mi cielo -le sonrió él desde la corta distancia que les separaba-, la criatura más perfecta que hay sobre la tierra.

– Ahora sí me queda claro que estás borracho -su voz era risueña- después de escuchar esta exagerada adulación.

Un hombre atento a la moda como él -bien vestido, educado, capaz del engatusamiento más fino- había participado en ese juego mil veces.

– Si lo deseas, puedo ser despiadadamente honesto en mis valoraciones -le ofreció Darley, con una mirada divertida-. Podría empezar con el austero vestido que llevas puesto.

Ella sonrió.

– Tal vez prefiera la exageración, después de todo.

– ¿Te das cuenta de que estás en mi barco, con mi capitán y tripulación? -le dijo Darley alargando las palabras-. Puede que sea irrelevante, lo que prefieras o no.

– Me alegra que sonrías mientras dices esto.

– Y yo me alegro de tenerte para mí sólo unos cuantos días. Todavía sería más feliz si te apartaras de la entrada de la puerta y te acercaras.

– ¿Cómo de cerca?

– ¿Necesitas preguntarlo? -le murmuró con voz ronca.

Ella sintió que un escalofrío le recorría la espalda. La invitación que escondía su voz le recordaba a otros días y a otras noches, cuando ella había oído hablarle de ese modo. Y ahora, pensó Elspeth temblando un poco, era por así decirlo su prisionera en ese barco lustroso durante unos cuantos días.

Darley, dándose cuenta de la agitación que la turbaba, tentado por el rubor creciente en sus mejillas, esperaba con impaciencia hacerle el amor. Un pensamiento que le trajo a la memoria la bisutería que le había comprado en un caprichoso desvío a Grey, de camino al muelle.

– Te he traído algo. Ven, mira. -Buscó en los bolsillos del abrigo, sacó las manos y las sostuvo con las palmas hacia abajo y los dedos cerrados en un puño. Elspeth frunció ligeramente el ceño, incómoda con la habitual generosidad que Darley les mostraba a sus amantes.

– No necesito nada de ti.

– Puede que sea verdad, pero yo sí necesito cosas de ti y ésta es una manera de darte las gracias -Darley sonrió-. Por adelantado.

– Como lo harías con una cortesana -remarcó aquella observación con un aire disgustado.

– No, como lo haría con una mujer que me lleva a un lugar remoto adonde no tenía ninguna intención de ir -le dijo serenamente, dejando que las manos cayeran sobre sus muslos-. Es diferente, te lo aseguro.

– Me disculpo una vez más -la revelación de Darley era, a la vez, sorprendente y agradable en grado sumo-. No debería dejar que mi carácter me jugara malas pasadas -le dijo con una sonrisa conciliadora-. Especialmente estando borracho.

– No estoy borracho -masculló Darley-. Necesito más de una botella de brandy para conseguirlo.

– ¿Podemos estar de acuerdo en que no estás del todo sobrio?

– De acuerdo. Admito que… me siento un poco achispado. Más que achispado desde que he subido a bordo -su sonrisa se hizo más amplia-. Ahora sé buena y acepta esto -y alzó un poco las manos-. Considéralo una prenda de paz. Tendría que haber venido contigo desde el principio.

Las concesiones, viniendo de un hombre de la reputación de Darley, eran escandalosamente seductoras, aunque seguro que él también lo sabía.

– No hiciste ni caso a la insistencia de tus padres -le recordó Elspeth, como si no le quedara ni brizna de sensatez. Como si Sophie estuviera en lo cierto acerca de su falta de diplomacia.

Darley estaba de un humor más tolerante y no se ofendió.

– Espero que ésa sea la razón por la que decidí no venir.

– Entre otras razones -dijo Elspeth con el inapelable apetito femenino de analizar al hombre que se ama-. Supongo que no sueles hacer cosas como ésta.

– ¿Como qué? -esta vez habló a la defensiva.

Alguien con tres dedos de frente hubiera tenido en cuenta el tono de su voz.

– Oí a Malcolm decirle al capitán que yo había embarcado con su permiso -dijo Elspeth, sin inmutarse por el tono de su voz-. Parece ser que existen algunas normas en su barco referentes a las mujeres.

Darley emitió del fondo de su garganta un gruñido indistinguible, y en lugar de una respuesta hizo un gesto con la cabeza para señalar sus puños cerrados.

– ¿Lo quieres o debería dárselo a Sophie? A ti te sentarían mejor.

Estaba claro, no iba a obtener una respuesta.

– No debería -respondió Elspeth-, si fuera más santa o menos curiosa -suspiró delicadamente, acercándose desde la puerta, fascinada a pesar de sus mejores intenciones-. Creo que es mejor que se las des a Sophie. Ella se lo merece más que yo.

Darley bajó las pestañas ligeramente.

– Lo dudo.

Ay, Dios mío… la pecaminosa verdad. Elspeth se detuvo.

– ¿Es por los servicios prestados… o por los futuros?

– No, es una señal de mi afecto, si quieres saberlo -se quejó Darley, con el ceño ligeramente fruncido-. Qué destinataria tan poco agradecida.

– Déjame que desconfíe de los hombres como tú ofreciendo regalos.

– ¿Hombres como yo? -el estado de ánimo de Elspeth cambiaba con una rapidez desconcertante, o quizás él estaba más borracho de lo que pensaba.

– No seas obtuso, Darley. Tienes fama de seductor -Elspeth hizo un pequeño gesto despectivo-. Supongo que tus regalos acostumbran a estar relacionados con tus intereses.

A ella no le importaría oír la verdad… que él era el perseguido y no al revés, y no precisaba de otros regalos que no fueran los que él dispensaba en forma de satisfacciones sexuales.

– ¿Quieres una carta de mi sacerdote que corrobore mi sinceridad? -murmuró Darley con sarcasmo.

Elspeth le miró con frialdad.

– Muy listo.

– Al diablo -masculló Darley lanzando dos puñados de joyas brillantes hacia la cama-. Yo no suplico -se puso en pie, se fue con paso airado hasta el mueble bar, abrió la puerta y cogió una botella.

Los ojos de Elspeth se encendieron ante el deslumbrante reguero de joyas esparcidas desde la silla hasta la cama: pendientes, pulseras, broches, una cadena de perlas y diamantes, un anillo con un gran rubí de color sangre, que cayó sobre las almohadas de la cama.

Darley, sacando el corcho de un tirón, volcó la botella sobre el vaso y esperó impaciente a que la creciente cantidad de alcohol llegara hasta el borde… El gorgoteo del líquido era el único sonido dentro del silencioso camarote.

«De todas formas -pensó ella- no puedo aceptar nada tan caro.

«¿Qué le impide ser como las otras mujeres?», pensó Darley, irritado. Se llevó el vaso lleno hasta la boca y se lo bebió de un trago.

Ella debería pedirle disculpas. También debería poner menos trabas, cuando era obvio que Darley se estaba desviviendo por ser agradable.

¡Había cometido un error yéndose de Londres! ¡Merde! Espiró con suavidad, llenó el vaso, bebió el contenido de otro trago y lo volvió a llenar.

Quizás ella había pasado demasiadas noches viendo a su marido beber hasta caer en un sopor etílico o tal vez Sophie tenía razón: ella nunca había aprendido a ser complaciente.

– Todos los hombres sois iguales -le contestó Elspeth bruscamente-. La bebida lo soluciona todo.

Darley comenzó a dar vueltas alrededor.

– ¿Es eso lo que te molesta -le dijo Darley apretando los dientes-… o hay algo que encuentras más desagradable?

Elspeth puso rígida la espalda.

– ¿Como qué?

– Por el amor de Dios, Elspeth, como todo lo que venga de mí. Estás en mi barco, muy a mi pesar. Y te triplico en fuerza -suspiró Darley-. Mira, no debería haber venido. Pero estoy aquí. Y te prometí que no daríamos media vuelta. Así que, ¡maldita sea!, ¿qué demonios quieres que haga?

– ¿Afrontar las cosas como un adulto? -en el mismo momento que lo dijo se dio cuenta de lo impertinente que sonaba.

Los nudillos de la mano que sujetaba el vaso se pusieron blancos y Darley dejó rápidamente el vaso antes de hacerlo añicos.

– Quizá sea mejor que lo discutamos más tarde. -De aquí a diez años, pensó él, caminando a grandes pasos hacia la puerta.

– No te culparía si damos media vuelta -susurró Elspeth, atacada de repente por los remordimientos. Su propia petulancia la mortificaba, era tan impropio de ella y deplorable que no encontraba las palabras para expresarse. ¿Podía culpar de su rudeza a los meses vividos junto a Grafton?

Ojalá pudiera. Pero no podía echarle la culpa a Grafton de aquella hostilidad poco razonable. Esa insensatez impulsiva, aquel furioso tumulto en su cerebro, tenía que ver con Darley. Le quería demasiado. O tal vez no le quería lo suficiente como para aceptar sus condiciones.

O tal vez ella no sabía lo que de verdad quería.

Excepto que ella, tonta e insensata, quería que su amor fuera correspondido.

Quería que él la amara… algo poco probable.

Lo que era particularmente humillante era que se había convertido en lo que no quería… otra mujer en la larga cola de las féminas que calentaban la cama de Darley.

Si blasfemar ayudaba en algo, ella hubiera blasfemado a los cielos. Si hubiera un motivo para que él fuera suyo, discutiría esa cuestión hasta el infinito, si implorar fuera útil para su cometido, lo haría de buena gana. Pero su mente iba más allá de la lucidez necesaria, y, emocionalmente derrotada y exhausta, cedió a la desesperación y se desmoronó sobre un puf de seda de color marrón.

Estirada sobre la alfombra, luchó por contener sus lágrimas, intentando desesperadamente no romper a llorar. Y por unos instantes lo consiguió… hasta que vertió la primera lágrima y el dique se rompió.

Él se dio la vuelta cuando ella dejó de hablar, con la mano en el cerrojo de la puerta. Presenció cómo ella sufría una crisis nerviosa sin mover un dedo, pero no estaba seguro de si quería involucrarse. Ella había causado un tumulto indecible en su vida, provocando cambios importantes en su forma de vida… comenzando por ese desastroso y maldito viaje a Tánger. Sin mencionar el pésimo efecto que había provocado en su familia… evocando sermones sobre amor y felicidad por boca de su padre, y animando a su madre a castigarle.

Darley frunció la boca, deliberando seriamente la locura que sería responderla, inspiró, expulsó el aire, y pensó un instante en las razones por las que estaba allí. Luego, juró en voz baja, cerró la puerta de un golpe, sabiendo que lo que estaba haciendo iba en contra del buen juicio y de todos los principios que habían gobernado su vida hasta entonces.

Avanzó lentamente hacia donde ella yacía… como si una mano invisible le impidiera su paso antes de que fuera demasiado tarde. No lo consiguió. Se detuvo a su lado, se inclinó y la levantó en sus brazos. Y supo que con ese acto su vida había cambiado para siempre.