– No, señor. No hay necesidad de alarmarlas.

– Muy bien… todo en orden, pues. Mi enhorabuena -dijo Darley, con una ligera inclinación de la cabeza-. Sé que estamos en buenas manos.

El capitán Tarleton tenía un buen salario, tan buen salario que vivía como todo un caballero cuando volvía a su casa de Sussex. Llevaría al marqués hasta el infierno y luego de vuelta sin pedir gratificación.

– Es un placer tenerle a bordo, mi señor. Y no tiene que preocuparse. Si el viento sigue así, tendremos a Lady Grafton en Tanger en menos de dos semanas.

– Gracias, se lo diré.

Darley alcanzó de un salto la escalera de cámara en dirección a la cubierta principal y caminó a grandes pasos hasta la escotilla, encontrándose de un excelente buen humor. Había tomado la decisión acertada abandonando Londres y acompañándoles en el viaje. No se había sentido así de bien… en verdad… desde Newmarket.

Una cosa había que decir acerca del calor humano.

Era increíblemente enriquecedor.


* * *

Capítulo 30

Los días que siguieron sólo podrían haber sido más idílicos si la misma Arcadia y sus bucólicos paisajes hubieran formado parte del cargamento del Fair Undine.

Darley se ocupó de todos los antojos de Elspeth con un encanto amable y considerado -ese primer día con el encanto de un eunuco-, sin atreverse a besarla al principio. Ella había hablado de orgullo y dignidad. Y él no era un hombre obtuso. Pero después de ese primer té, Darley no tuvo que prolongar su temor a que a partir de ese momento su destino fuera el celibato. Después de tomar dos botellas del champán de su padre y haber charlado ociosamente de cualquier tema durante una hora más o menos, Elspeth le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo más vas a pasarte sentado tan lejos?

– Sólo el necesario -dijo Darley, escurriéndose en la silla y dedicándole una sonrisa desde el otro lado de la mesita de té-. Me dijiste que no me acercara. No estaba seguro.

Elspeth estaba reclinada contra el respaldo de la silla, relajada después del té, agradecida por la distraída conversación con Darley.

– ¿Siempre eres tan solícito?

– Normalmente no. Tú eres un caso especial. Lo estás comprobando -y se señaló el pecho con el dedo-. Estoy aquí contigo, no en Londres.

Ella sonrió.

– ¿A pesar tuyo?

Darley negó con la cabeza.

– A pesar de ciertas costumbres arraigadas… que es muy diferente -expresó Darley con una gran sonrisa-. Infinitamente diferente, diría. La brisa marina me sentará bien. Alejarme de Londres también me sentará bien.

– Preferiría no pensar en Inglaterra, si puedo evitarlo -murmuró Elspeth-, y menos aún en Tánger.

– Puedo ayudarte a olvidar -le dijo, con voz suave.

– Lo sé.

Darley se inclinó hacia delante sin levantarse. Prefería que fuera ella quien decidiera.

– Tenemos tiempo.

– ¿Días?

– Sí… ocho o diez… tal vez más.

– Y estás dispuesto a interpretar el papel de caballero…

– Siempre y cuando tú lo quieras. No tengo prisa.

Ella sonrió.

– Tal vez yo sí.

Darley se rió.

– ¿No me preguntas por qué no me sorprende?

– Entonces, mi señor -se descalzó las zapatillas, le hizo un movimiento con el dedo para que se acercara y le sonrió dulce y provocativamente-. Enséñame ese olvido que me has prometido.

Y así lo hizo. Mientras el Fair Undine navegaba rumbo al sur, el viento soplaba fuerte, el personal y la tripulación pasaban de puntillas por delante del camarote del marqués, cuya puerta permanecía cerrada por regla general… excepto cuando les servían la comida y el vino, o les traían ropa de cama limpia y agua para el baño.

Hasta que la mañana del noveno día, uno de los múltiples vigías que habían estado encaramados en los dos mástiles desde que rebasaron la costa de Portugal, a babor, a estribor, a proa y a popa, gritó:

– ¡Tánger a babor! ¡A cuatro o cinco leguas!

Para cuando embarcó el piloto a bordo y navegaban a través de aguas menos profundas y los guijarros de la gran bahía, Elspeth y Darley estaban vestidos y de pie en la barandilla.

– Es más grande de lo que yo pensaba -le comentó Elspeth, abarcando con la mirada la ciudad que crecía, extendiéndose ante sus ojos como un anfiteatro. Las colinas que se erguían con suavidad estaban cubiertas de construcciones blancas que relucían a la luz del sol-. ¿Cómo encontraremos a Will?

– Primero visitaremos al cónsul. Él debería de tener alguna idea de dónde alojaron a los hombres que estaban enfermos.

– ¿Y si no lo sabe?

– Querida, no te preocupes. Encontraremos a Will -la hubiera abrazado si no estuvieran a la vista de todos. Ella empezaba a exteriorizar su nerviosismo, le estaban temblando las manos.

– ¿Estás seguro?

– Sí -le dijo Darley y, pasando por alto que estaban rodeados, le puso la mano sobre la suya, mientras seguían apoyados contra la barandilla-. Tu hermano es joven y fuerte. Seguro que se encuentra bien -sus temores habían emergido a la superficie con el grito del vigía, agarrándola y sosteniéndola entre sus garras. Su preocupación era comprensible. Hoy Elspeth sabría a ciencia cierta si su hermano todavía seguía con vida, y dejando a un lado las lisonjas de Darley, no había ninguna garantía de que así fuera en ese lugar remoto. Los médicos escaseaban, los buenos médicos, tal vez una palabra carente de sentido, mientras que las condiciones sanitarias podían ser espantosas si la marina había alojado a sus tropas militares con la normal dejadez que empleaban en el trato humanitario-. Venga, mira el lado positivo. Cuando encontremos a tu hermano, volverá contigo a Inglaterra en una o dos semanas -le dio unas palmaditas en la mano-. Te gustará. Y a él probablemente le gustará todavía más -le dijo con una sonrisa.

– Eres demasiado bueno conmigo. -A Elspeth le tembló el labio inferior en el mismo momento en que se reprendió con dureza para no romper a llorar. El capitán estaba a poca distancia de ellos, la tripulación andaba curioseando, puesto que conocían las reglas de Darley acerca de presencia de mujeres en su barco. Elspeth no quería pasar vergüenza ni hacérsela pasar a Darley.

– Al contrario, querida, si hay alguien aquí que es bueno con el otro, ésa eres tú, te lo aseguro. Y si no fuera porque hay tanta gente mirando, te daría un beso bien grande para demostrártelo.

– ¡No lo hagas! -replicó Elspeth rápidamente, olvidando por un momento sus preocupaciones más acuciantes, sus inminentes lágrimas estancadas por un ola de pánico.

– Es sumamente tentador.

Darley le acercó los labios a su oreja. Ella sintió la fragancia de su colonia, familiar y reconfortante, y si hubiera sido posible detener el tiempo, le habría gustado salvar ese momento de cercanía y calidez para la eternidad.

– Puede que más adelante te sientas tentado -dijo Elspeth, agradecida por la distracción que le ofrecía-. El día que yo elija.

– Considéreme a sus órdenes, mi señora -y dibujó una amplia sonrisa-. No recuerdo haber dicho jamás algo semejante. Espero que estés gratamente impresionada.

Elspeth sintió que podía sonreír.

– Lo estoy, y te lo agradezco.

– No hay de qué. Mira, están bajando el bote. En un momento estaremos en tierra.


* * *

Capítulo 31

El cónsul resultó ser un sabio despistado, más interesado en sus historias sobre Grecia que en sus deberes consulares en Tánger, como evidenciaba su pálida tez en una tierra de sol intenso. Pero después de arrancarle de sus libros e incomodarlo con la carta de presentación del duque de Westerlands, comenzó a pedir la información requerida al servicio con una bienintencionada, aunque torpe, ineptitud.

Los criados eran su único contacto con el mundo exterior, puesto que su secretario se había retirado a los más saludables alrededores de Londres y todavía no había llegado un sustituto.

– Es un maldito contratiempo no tener un secretario… discúlpeme, señora, por mi imprecación… pero maldita sea todo lo que se mueve, ¡estoy intentando traducir a Heródoto! ¡No tengo tiempo para asuntos de estado!

Por lo visto había dejado que el servicio local hiciera lo que le diera la gana durante demasiado tiempo y requirió no poco esfuerzo para convocarlos en su presencia.

Cuando por fin consiguió reunir a un grupo numeroso, resultó ser de poca utilidad. Niños y ancianos, pasando por todas las edades intermedias, respondieron a las preguntas con una mirada vacía o encogiéndose de hombros.

– ¡Maldito atajo de embaucadores… malditos todos vosotros! -gritó el cónsul Handley. El color de su cara se volvió granate a medida que el interrogatorio no prosperaba. Se dio la vuelta y agitó el dedo en dirección a un hombre alto y de nariz estrecha-. ¡Ismail, te ordeno que encuentres a estos ingleses!

– Efendi [6], eso no es posible -la voz de aquel hombre era extremadamente suave en contraste con el estridente tono de su patrón, sus ojos un poco entornados-. A estas alturas, la ciudad los debe haber engullido.

– ¡Encuéntralos o expulsaré a todos tus parientes dentro de una hora, maldita sea!

– Haré todo lo que esté en mis manos, efendi, pero no puedo prometerle nada…

– ¡Hazlo! -espetó el cónsul Handley-. ¡Fuera, fuera todos! Tienes una hora, Ismail, o tu abuela dormirá en la calle esta noche. -El cónsul chasqueó los dedos, despidiendo el descabellado surtido de criados que se dispuso a salir arrastrando los pies con el mismo estilo pausado con que habían entrado.

Ismail, que parecía ocupar el puesto de mayordomo y de benefactor familiar, cerró las manos, palma contra palma, se las llevó a la frente e hizo una reverencia.

– Como usted mande, efendi. Estoy a sus órdenes.

– Sí, claro -masculló el cónsul-. Necesitaremos té para la señora y brandy del bueno. Deprisa, por favor. -Cuando Ismail abandonó la logia, Handley puso los ojos en blanco y se quejó-: Como pueden comprobar, es muy discutible quién lleva aquí el mando. Hasta que mi nuevo secretario no desembarque en esta incivilizada costa, estoy a merced de Ismail. Pero vengan, siéntense. Con un poco de suerte, pronto llegará el té -y dirigió una sonrisa expectante a sus invitados-. Porque no creo que les interese Heródoto, ¿verdad?

El pequeño arranque violento de Handley debió surtir efecto porque Ismail volvió a la logia, perfumada de jazmín con vistas a la bahía, antes de que terminaran el té y el brandy. Después de consultar en primer lugar a sus parientes, ahora estaba en disposición de ofrecerle la información que, poco más o menos, era de dominio público en la ciudad:

– Un barco inglés atracó en el puerto hace algunas semanas para desembarcar a unos enfermos. Todavía viven dos de los bárbaros, efendi -les informó Ismail-. Los demás murieron. ¿Desea ver las tumbas?

Elspeth, de repente, palideció. Darley cogió al instante la taza de té de su temblorosa mano y la dejó sobre la mesa, se inclinó hacia delante y le dijo en un susurro:

– Tal vez no sabe lo que dice -levantó la vista y preguntó a Ismail en un tono normal-. ¿Dónde están los dos hombres que siguen vivos?

– En una taberna del puerto que dirigen unos bárbaros.

– Llévanos hasta allí -Darley le tendió una moneda de oro que le arrancó de la mano y desapareció en el djellabah [7] de Ismail con la velocidad del rayo.

– Por supuesto, yo les acompañaría si fuera menester -dijo el cónsul con una evidente falta de sinceridad, puesto que no se molestó en esperarse para coger el libro en el que estaba absorto-. Pero supongo que quieren ocuparse de esta tragedia en privado -añadió, hojeando el libro para encontrar la página por la que se había quedado.

Sin tener en cuenta aquella falsa cortesía, si el cónsul fuera una persona útil, Darley habría insistido en que les acompañara. Pero estaba claro que no dominaba el idioma autóctono e ignoraba lo que acontecía de puertas afuera. Además, sus insinuaciones acerca de una tragedia no eran las más adecuadas para tranquilizar a Elspeth.

– No queremos abusar de su tiempo -observó Darley, poniéndose de pie-. Pero necesitaremos que su criado nos acompañe a la taberna.

El cónsul alzó la mirada.

– Sí, sí… ves con el marqués, Ismail. Y quédate con él hasta que te den permiso para retirarte -el señor Handley sacudió el dedo apuntando al mayordomo en señal de aviso-. Y no quiero que salgas corriendo. ¿Me entiendes, malandrín?

– Sí, efendi.

– Me temo que los nativos son un grupo aparte -dijo el cónsul con exasperación-, en los que no se puede confiar. Si en este lugar salvaje no pudiera recurrir a mis libros, me volvería loco de remate -añadió después, subscribiendo la opinión aristocrática de que los sirvientes son sordos e invisibles-. Les deseo buena suerte en su búsqueda y un agradable viaje de regreso a casa. Ojalá pudiera abandonar este infierno -dijo el cónsul con un suspiro, ajustándose las gafas.