– Me encanta que tu miembro esté siempre preparado para entrar en acción. ¿Cómo lo haces?

– Ahora tengo que orinar -sonrió burlonamente.

– ¿A qué esperas, entonces? Por favor, date prisa.

– Sí, señora -la remedó en broma-. ¿Alguna orden más, señora?

– Sólo que te asegures de que tenga un orgasmo enseguida.

La miró por encima del hombro mientras se levantaba de la cama.

– Dudo que eso sea un problema tratándose de usted.

– Date prisa.

– Tienes suerte de que te conozca tan bien -apuntó él, desapareciendo detrás del biombo de la esquina, que ocultaba el orinal-. Si no, adoptaría otra actitud ante sus órdenes.

– Como si acataras órdenes -resopló Amanda-. Sé muy bien por qué estás siendo tan complaciente, querido, y su nombre es Lady Grafton. Así que no nos andemos con remilgos. Sólo estamos intercambiando favores.

No iba a discutir aquella valoración tan contundente, no tenía ganas de disimular. Los hechos eran los hechos, igual que un revolcón con Amanda era un revolcón. Por suerte, él estaba libre en ese momento. Sí alguien hubiera llamado la atención de Amanda en Newmarket, él hubiera tenido menos posibilidades en su persecución de la esposa de Grafton.

Después de dejar fluir todo el brandy que había bebido la pasada noche, salió del biombo, se lavó con el agua caliente que habían llevado esa mañana temprano mientras ellos todavía dormían, y regresó a la cama.

– Eres demasiado guapo, querido -murmuró Amanda, observándole mientras se acercaba-. Hay veces que me violenta que lo tengas todo… belleza, dinero, un cuerpo viril incomparable. ¿Alguna vez le has agradecido a los druidas o las divinidades míticas todas las gracias que te han otorgado?

– ¿Desde cuándo te has vuelto tan filosófica? -preguntó con la ceja ligeramente arqueada.

– Desde que me he vuelto casi una indigente -le respondió ella mostrando una mueca.

– Ah.

– No digas «ah» de esa manera. Soy sincera con los piropos que te dedico.

– Por supuesto que lo eres, mi amor. ¿Cuánto dinero necesitas?

– Un ayudita bastará -contestó Amanda, haciendo un guiño.

– Le diré a Malcolm que te extienda una letra de cambio.

– Eres un encanto.

– No, no lo soy -se rió Julius-. Pero tengo más dinero del que necesito. Y ahora dime, querida, ¿tienes prisa por llegar al clímax o sólo de que nos pongamos manos a la obra?


Después de que Amanda se marchara, Darley se quedó medio dormido en la cama. Se sentía cansado, ya que había pasado casi toda la noche anterior en vela y el sexo matutino con Amanda había sido tan salvajemente intempestivo como de costumbre. No estaba seguro de si Amanda conocía la diferencia entre montar a un hombre y montar a caballo. Mientras se permitía unos minutos más de reposo antes de comenzar el día, pensó de nuevo en Lady Grafton con una expectación agradable.

La persecución de aquella mujer no es que fuera para él algo irreprimible. Era demasiado mundano para considerar irresistible a una mujer. Pero si la joven esposa de Grafton, bella y virgen, buscaba un pasatiempo en Newmarket, estaba más que dispuesto a complacerla.

Se estiró perezosamente, se atusó el pelo, poniéndoselo detrás de las orejas con un movimiento preciso de sus bronceados dedos. Luego, resoplando como un hombre que sabe que a su ayuda de cámara no le gusta que le metan prisas, apartó las sábanas a un lado. Se sentó en el borde de la cama y trató de sacudirse el letargo. Amanda podía extenuar a un hombre. No es que tuviera alguna queja al respecto. Ella le había pagado con un placer inmenso. Pero necesitaba un café urgentemente. Y un baño: el olor a sexo le delataba.

Se puso en pie y llamó a su ayudante de cámara.


* * *

Capítulo 4

Lady Amanda y el marqués decidieron montar campo a través hasta la residencia de los Grafton. Hacía un día primaveral, brillante y soleado, una ligera brisa atenuaba el calor reinante. Sus caballos, ansiosos por correr, brincaban y corveteaban, y una vez llegaron a las afueras del pueblo, los jinetes permitieron que sus cabalgaduras estiraran las patas y galoparan al máximo de su potencia. Amanda era una estupenda amazona, Julius había nacido para montar a caballo, y ambos saltaron el primer seto con tanta suavidad que no tembló ni siquiera una rama. Mientras galopaban a toda carrera por los verdes campos durante varias millas al oeste, se entregaron al puro deleite de la velocidad, tanto ellos como los purasangres que montaban. Aquellos poderosos caballos volaban sobre las vallas con facilidad, salvando sin esfuerzo incluso los obstáculos más altos.

Cuando se aproximaban a su destino, Amanda fustigó a su caballo y gritó:

– ¡Te echo una carrera hasta la verja!

El semental de Darley estaba familiarizado con las voces de mando -con un purasangre árabe no se empleaban ni fustas ni espuelas- y el lustroso bayo resopló con los ollares totalmente abiertos y se lanzó a la carrera. El poderoso caballo sobrepasó la montura de Amanda, pero disminuyó la velocidad ante una suave orden de Julius para que siguiera el ritmo del pequeño rucio.

Amanda, entre risas y con sus rizos de ébano alborotados por el viento, lanzó una mirada a Darley, mientras se precipitaba a toda prisa por el camino de entrada de los Grafton; su caballo les había dejado ganar sólo por una nariz.

– No pensaba que ibas a dejarme ganar.

– ¿Es que no lo hago siempre? -sonrió Darley.

El sombrero de Amanda estaba ladeado, su sonrisa era alegre.

– No estaba segura en esta ocasión.

– Quería comprobar lo que podía hacer tu rucio. Los corredores de apuestas te habrían pagado por tu victoria. No estuvo tan reñido.

– Hablando de corredores de apuestas -Amanda le lanzó una mirada de superioridad a Darley-. ¿Qué probabilidades crees tener con la joven esposa?

– Soy un apostador del montón. Sólo pequeñas apuestas. Pero nada arriesgado, etcétera, etcétera. -Se encogió de hombros y dijo-: En cualquier caso, hoy hace un día perfecto para pasear a caballo.

– Así que tu corazón no está involucrado.

– ¿Y el tuyo con Francis? -el novio de Amanda era un prometedor subsecretario de Hacienda.

– Algún día será primer ministro -los dos respondían con evasivas.

– Y tú serás la esposa del primer ministro.

– Eso dice mi madre.

– ¿Será ella feliz, entonces? -Julius había escuchado durante años las quejas de Amanda sobre su madre.

– Más bien el que se alegrará será mi padre. Quiere que mis hermanos se coloquen en cargos lucrativos. Ya sabes a lo que me refiero, Darley. Sólo los hombres acaudalados como tú no consideran el mercado del matrimonio con fines lucrativos. Estoy segura de que Lady Grafton entiende lo que es comerciar con belleza a cambio de dinero. Una pena que no pudiera encontrar a alguien mejor que Grafton -sonrió Amanda-. Considera que… le estarás haciendo un favor.

– ¿Accederá?

– ¿Muestras humildad, querido? -resopló Amanda.

– Ya lo veremos -murmuró Darley-. Todo depende de…

– Del nivel de vigilancia de Grafton, supongo. De todas maneras, creo que no te rechazará.

Amanda no tenía ningún deseo de exclusividad sobre Darley. Sus intereses sexuales eran de lo más variados.

– Podría darse el caso. Lady Grafton no me dio la impresión de encajar con el tipo de mujer mundana.

– Qué encantador -le dijo Amanda con una sonrisa traviesa-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te las viste con una mercancía virginal, ¿me equivoco, Julius? Me estoy poniendo casi celosa. Tal vez tendría que reconocer el terreno en busca de los jovencitos de aquí, en Newmarket… o de los mozos de cuadra, para el tema que nos ocupa.

Julius podría haberle contestado que eso ya lo había hecho. La predilección de Amanda por los jóvenes fuertes era de dominio público.

– Eres bienvenida a mis caballerizas para examinar a los mozos -le dijo en su lugar, amable, porque no era momento para sacarla de quicio. Y sus mozos podían cuidarse ellos solitos.

– Gracias, así lo haré. Bien, ¿crees que Grafton nos recibirá?

– Buena pregunta -no estaba seguro de cómo reaccionaría.

– ¿Debería utilizar mis encantos con él? -se ofreció a la ligera.

– Te lo agradecería, por supuesto -su frente titiló cual respuesta deportiva al ofrecimiento.

– Es lo mínimo que puedo hacer para corresponder a nuestra última noche juntos, querido. Sin ningún género de dudas, eres el hombre mejor dotado de Inglaterra.

Poco después, Julius y Amanda bajaron de sus caballos frente a la casa y un joven criado les recibió en la puerta.

– El marqués de Darley y Lady Bloodworth -se presentó Julius-. Venimos a ver a Lord y Lady Grafton.

– Iré a ver si mi señor y mi señora se encuentran dentro.

– No hace falta. Somos viejos amigos -Julius no permitiría que le rechazaran, e hizo un ademán al criado para que se moviera hacia delante.

Por supuesto, el criado no tenía alternativa, como bien sabía Julius. Unos instantes más tarde, el lacayo abrió la puerta del salón y anunció sus nombres.

Lady Grafton levantó la mirada de la carta que estaba escribiendo y empalideció.

Amanda, que advirtió la mirada aturdida de la anfitriona, dijo rápidamente:

– Pensé que podría aprovechar la ocasión para saludarla, Lady Grafton. -Se adentró en el salón luciendo una sonrisa cálida en los labios y añadió-: Mi familia posee una mansión en Newmarket. Creo que conoce al marqués -Amanda miró a Julius, que la había seguido por el salón-. Espero que no estemos molestando.

– No… bueno, mi marido está en las caballerizas. Lo mandaré llamar -Elspeth se volvió hacia su doncella al mismo tiempo que se levantaba para recibir a los invitados. Le habían sacado los colores, ahora ya no había rastro de palidez-. Sophie, vaya a buscar a Lord Grafton.

– No hace falta que interrumpa a su señoría -la detuvo suavemente Amanda-. No nos quedaremos mucho rato. Salimos a dar un paseo a caballo y nos encontramos cerca de su casa.

– Estoy segura de que para Lord Grafton será un placer verles -contestó Elspeth, haciendo un gesto a la doncella para que fuera en busca del conde. No podía arriesgarse a que su marido averiguara más tarde que tenía invitados sin su permiso-. ¿Les apetece un té?-. Era imposible evadirse de las buenas maneras, aunque deseaba fervientemente que rechazaran la invitación.

– Sería maravilloso -respondió Amanda sonriendo.

– Sophie, traiga té también -ordenó Elspeth, evitando cruzarse con la mirada del marqués. Podía sentir cómo sus mejillas se sonrojaban de vergüenza. O de excitación. O de algo totalmente diferente.

– Qué vistas tan preciosas -exclamó Amanda mientras paseaba a lo largo de la fila de ventanas con vistas a un paraje bucólico, de prados verdes y caballos paciendo-. ¿Tiene un caballo favorito que le guste montar?

Intencionadamente o no, las palabras de Amanda le provocaron una imagen escandalosamente lasciva. Elspeth, ocupada en desterrar aquellos pensamientos inapropiados, se quedó muda.

Julius, al darse cuenta del silencio excesivamente largo de Lady Grafton, intervino con delicadeza.

– He tratado de persuadir a Lady Grafton para que montara a Skylark.

Amanda se dio la vuelta.

– ¿Skylark? Querida, ¡estoy segura de que le gustará con delirio! Es potente y veloz, pero dócil como un cordero. Cuéntele, Julius, cuando me llevó durante diez millas al galope sin perder el aliento.

– Posee una enorme resistencia. Es una característica de su raza, es un berberisco del Atlas. Disfrutará cuando lo pruebe, Lady Grafton.

Elspeth intentó no malinterpretar los comentarios del marqués. Contrólate, se decía para sus adentros. Sólo estaban hablando de caballos y estaba reaccionando como una adolescente inquieta ante los comentarios más inocentes.

– Si se presenta la oportunidad, estoy convencida de que disfrutaré montando a Skylard, señor. Sin embargo, llevamos una vida tranquila desde que mi marido se puso enfermo. Pero gracias por su ofrecimiento. ¿Por qué no se sientan?-les ofreció con buenos modales, cuando lo que en realidad deseaba era sacar a empujones a los invitados y evitar cualquier complicación. De su marido, o no.

– ¡Oh, mira! -exclamó Amanda, mirando por la ventana-. ¡Qué canasta de violetas más hermosa! ¡Adoro las violetas!

Amanda se las ingenió para dejar a Julius a solas, abrió la puerta de la terraza y salió al exterior para examinar la canasta de sauce de la balaustrada.

– ¿Por qué ha venido? -le musitó Elspeth en el mismo segundo que Amanda cerraba la puerta tras de sí-. Lo siento… qué grosera… por favor, discúlpeme -dijo tartamudeando, sonrojándose violentamente a causa de lo poco elegante de su comportamiento-. No tendría que haber dicho… quiero decir… no sé lo que me ha pasado…