Con la servidumbre al tanto de todo lo que sucedía en los aposentos, las noticias circularon rápidamente de criado en criado, de casa en casa, como un fuego incontrolado.
Al día siguiente el embarazo de Elspeth era la comidilla a la hora del té.
De poco había ayudado que Elspeth devolviera inmediatamente la mañana siguiente a su regreso.
Ni tampoco ayudó a ocultar su estado las instrucciones del duque al cocinero jefe de que preparara a Elspeth toda la comida que ella deseara, a cualquier hora del día.
Y la razón que motivó al duque a llamar por la mañana temprano a Pitt arremolinó a la alta sociedad como un torbellino.
Por eso el presidente del Tribunal Supremo Kenyon no se sorprendió de que Lord Grafton entrara aquella tarde con su silla de ruedas en el despacho, rojo de ira.
– ¡Esa maldita fulana está embarazada! -gritó, antes de que Tom Scott hubiera cerrado la puerta-. ¡Quiero que se interrumpa este divorcio! ¡No permitiré que Darley tenga la satisfacción de ver heredar a su hijo, que jodan a ese cabrón! ¡Por mí la fulana y su prole se pueden pudrir en el infierno pero continuará siendo mi esposa!
– No le recomiendo pavonearle al rey -le aconsejó Kenyon. Que Pitt llevara el tema del divorcio era una abierta declaración del apoyo del rey.
– ¡A la porra con ese maldito rey! -gritó Grafton-. ¡No me importa si el mismísimo Dios respalda a esa maldita fulana!
Kenyon dirigió una mirada fugaz al señor Eldon, que estaba sentado en la silla de la esquina, como de costumbre.
Eldon levantó los hombros ligeramente como diciendo ¿Qué quiere que haga?
– Tranquilícese, Lord Grafton -afirmó Kenyon, habiendo cambiado su postura moral después de enterarse de la intercesión del rey-. Debemos ajustamos a la realidad. No podemos contradecir al rey, como usted bien sabe, independientemente de sus sentimientos personales o los míos. Él es el rey, y como tal, la suprema autoridad de este país.
– ¡Ni hablar! ¡Tenemos un maldito Parlamento, así que el rey no es la autoridad suprema, diablos! ¡Le hago saber que los condes de Grafton residen en Inglaterra desde hace cinco siglos, mucho más que esos condenados arribistas hanoverianos alemanes! ¡Y si se cree que me voy a amilanar por un rey que ni siquiera saber escupir una condenada palabra en inglés, está muy equivocado! ¡Pero repudiaré al hijo de esa furcia… encárguese de eso, maldito sea, y también quiero ver cómo ese libertino de Darley se arrepiente de haberme intentado joder! ¿Lo entiende? ¡Quiero hacer que los dos se lamenten del día que se cruzaron en mi vida! ¡Voy a hacer que sufran toda la eternidad por lo que me han hecho! ¡Y si es incapaz de ocuparse de este caso, maldito sea…! -Grafton respiró fuertemente y con dificultad-. Tengo… que salir… -El matiz purpúreo de su tez se volvió de un tono negruzco cuando luchaba por tomar aire, sus ojos se le salieron de las órbitas por el esfuerzo. Arañándose la garganta, intentó aflojarse el nudo del pañuelo, movía los labios sin emitir sonido alguno, mientras se quedaba sin aire y respiraba con dificultad. Un sonido terrible y áspero emergió después de sus desesperados esfuerzos y, al poco, el conde empezó a temblar y a tener espasmos, presa de un violento ataque.
– Me encargaré de esto -dijo el presidente del Tribunal, agitando la mano a Eldon desde la habitación-. Espéreme fuera. No hable con nadie -le pidió. La seria advertencia en sus palabras era inequívoca.
Cuando se fue el abogado de Grafton, Kenyon cerró la puerta con llave y, apoyándose contra los paneles de roble, miró y esperó a que la figura de la silla de ruedas se agitara con violencia en su agonía.
Por la mañana temprano, cuando supo de la visita del duque de Westerlands a Pitt, Kenyon había hablado con Lord Canciller Thurlow. La decisión de ayudar a Grafton en su divorcio no parecía ser demasiado prudente, puesto que el rey había mostrado un interés personal en el caso. Ambos tenían una carrera que salvaguardar y ni el uno ni el otro eran desconocedores del sistema de apoyos que regía la ascensión de un hombre a los cargos prominentes, razón por la que acordaron que sería poco rentable interponerse a la voluntad del rey.
Un caso de divorcio no se merecía poner en juego sus carreras.
Y ahora parecía que el problema se había solucionado, pensó el presidente del Tribunal Supremo, arreglándose los puños de la camisa. El silencio repentino en la habitación era aturdidor.
Esperó otros diez minutos en la silenciosa habitación, sólo para estar seguro de que el cuerpo estaba inerte. Quería confirmar… sin duda alguna… que aquel cadáver se llevaba todas sus patrañas a la tumba.
Después de lo que consideró un prudente espacio de tiempo, abrió la puerta del despacho y llamó a su secretario.
– A Lord Grafton le ha sobrevenido un triste suceso -le anunció-. Su señoría ha sufrido una apoplejía repentina. El pobre hombre nunca fue el mismo después del primer ataque -expresó el presidente del Tribunal con tristeza fingida-. Notifique la defunción del conde a su criado para que se lleve el cuerpo, e informe también a Pitt. Dígale al primer ministro que, a partir de ahora, retiraremos la demanda de divorcio de Lord Grafton de la agenda de la Cámara de los Lores.
Capítulo 40
El duque recibió la noticia de la muerte de Lord Grafton casi de inmediato. El presidente del Tribunal Supremo Kenyon le comunicó los hechos con obsequiosa rapidez en una carta entregada en mano por su criado personal. Después de leer atentamente el mensaje colmado de aduladoras frases de afecto, el duque mandó a buscar a Crighton. Quería un análisis pormenorizado de todos los detalles legales antes de insuflar falsas esperanzas a su familia.
– Con la muerte del conde ya no hay ningún obstáculo para que Lady Grafton se case -declaró Crighton, contento de ser el portador de tan buenas noticias.
Darley clavó la mirada a su abogado.
– ¿Está completamente seguro?
Crighton parecía afligido.
– Su ilustrísima, nunca le daría un consejo infundado. Le aseguro que la dama se ha liberado de cualquier traba. De hecho, es posible que sea la heredera de la parte correspondiente, como viuda por la muerte de su marido.
El duque agitó la mano con un gesto despectivo.
– No necesitamos el dinero de Grafton.
– La señora tal vez no esté de acuerdo, señor -muy poca gente contaba con una fortuna como la de los Westerlands.
– Claro, claro, entiendo. Es decisión de Elspeth, por supuesto. Entonces pues, ocupémonos de asuntos más agradables -se levantó de la silla y agarró fuerte la mano de Crighton para estrechársela enérgicamente.
– Muchas gracias por su trabajo. Espero volver a verle pronto con motivo del contrato matrimonial. Hoy es un muy, muy buen día, ¿verdad? -le dijo Darley con una sonrisa alegre.
Y luego el abogado transmitió la noticia a sus colegas. Cuando regresó al bufete Crighton, Addington and Morley, el duque le conmovió con un fuerte abrazo, una muestra de agradecimiento que había dejado el corazón del señor Crighton todavía palpitando, desbocado, por el honor. Como si aquel importante indicativo, tanto el aprecio del duque y su buen estado de ánimo, no fueran suficientes, el duque también le recompensó con una cartera que le dio en mano, con guineas suficientes en su interior como para comprar unas nuevas oficinas más espaciosas para su gabinete jurídico en el mejor distrito de la ciudad.
– No es que no entienda el júbilo del duque -explicó el señor Crighton-. Lord Darley parecía tener pocas probabilidades de casarse y el duque ya no es joven. Ver nacer a un nieto antes de morir le complacería, estoy seguro, así como también ver la continuidad del antiguo ducado.
Una valoración sucinta del estado de ánimo del duque.
Pero por otra parte Crighton había servido a Granville D'Abernon desde que asumió el título ducal.
A la conclusión de su reunión con Crighton, el duque caminó desde el despacho hasta el centro del magnífico salón de entrada, de mármol y motivos dorados, para levantar la voz con lo que sólo podría ser definido como un bramido, y convocar a toda la casa.
Todo el mundo entendió que algo excepcional había ocurrido.
El duque de Westerlands era un hombre más bien reservado.
La duquesa y Betsy estaban en el salón dándole vueltas una y otra vez a la lista de invitados para el té de bienvenida.
Darley y Elspeth seguían tumbados en la cama, como llevaban la mayor parte del día.
Will y Henry leían con detenimiento un folleto de Tattersall para una prometedora subasta de purasangres que se celebraría en breve, Malcolm anotaba sus elecciones en un pequeño libro.
Los criados, por un momento, se quedaron paralizados en sus puestos, conmocionados porque la voz del duque sonara a un volumen por encima de su habitual timbre moderado.
Un instante después, sin embargo, los residentes llegaron de todas las partes de la casa y se reunieron en el vestíbulo. Las expresiones iban de la simple expectación al miedo.
– Tengo excelentes, excelentes noticias -anunció el duque-. Excelentísimas -repitió con una amplia sonrisa a los congregados que esperaban debajo del abovedado techo alto adornado con diversas figuras mitológicas haciendo cabriolas por el Olimpo-. Todos los obstáculos para que se celebrara el matrimonio entre Julius y Elspeth han quedado anulados con la súbita muerte de Lord Grafton. Acabo de recibir la noticia de su defunción y Crighton me ha asegurado que no hay ningún impedimento para el matrimonio. Naturalmente, cualquier pérdida de una vida humana es lamentable, aunque en este caso quizá lo sea menos que otras -añadió después-. Habiendo dicho esto -una sonrisa repentina animó sus rasgos aguileños-, me permito sugerir que deberíamos escoger una fecha para el enlace.
– Esta noche -dijo Darley, sin mostrar compasión por Grafton.
– ¿Esta noche? -Elspeth se quedó sin aliento.
Darley arqueó ligeramente las cejas, y un destello de diversión brilló en sus ojos.
– Espero que no te estés echando atrás.
– Una pequeña ceremonia en la Sala Rembrandt sería preciosa -se interpuso la duquesa. Le resultó imposible abstenerse de dar su opinión cuando todos los desalentadores obstáculos que impedían el matrimonio habían dejado de serlo. Además, había conocido a la primera esposa de Grafton. Posiblemente nadie podría apenarse por la defunción de su esposo-. Di que sí, querida -engatusó la duquesa a Elspeth, con una sonrisa.
Elspeth miró a su hermano, que le devolvió una amplia sonrisa y le dijo:
– ¿Por qué esperar?
No encontró una respuesta razonable a una pregunta tan sencilla. La muerte de Grafton no afectaba a su decisión. Sólo sintió un gran alivio porque él y su crueldad habían desaparecido de su vida.
– Depende de ti, amor -murmuró Darley, gentilmente, cuando él habría preferido traer a un pastor antes de que pasara otro minuto. La besó ligeramente en la mejilla-. Tú decides.
Sus ojos resplandecían, mientras su amor por él era infinito. Y sin duda, su bebé merecía una madre menos indecisa.
– La Sala Rembrandt suena muy bien -le dijo Elspeth.
– ¡Bravo, querida mía! -exclamó la duquesa, zanjando cualquier otra incertidumbre-. Ahora, si me excusáis… -hizo un gesto a su marido e hija- a todos -añadió con una sonrisa-. Venid, todos -añadió, abarcando a todo el servicio con un gesto de la mano-. Hay mucho por hacer. -Justo antes de salir del vestíbulo se volvió-. ¿Qué os parece a las diez?
– Las ocho -replicó su hijo, Elspeth se retiraba a dormir más temprano desde el embarazo.
– ¡Entonces a las ocho! -gorjeó la duquesa, y salió apresurada, seguida de una multitud de sirvientes.
– Creo que les gustas -le dijo Darley con una sonrisa.
– Creo, más bien, que estaban desesperados porque no ibas a casarte nunca y no quieren correr riesgos.
– Siempre que tú corras ese riesgo conmigo -le dijo, estirándola hacia él-. Estoy contento.
– Cómo no voy a aceptar, si estoy tan profundamente enamorada que no puedo vivir sin ti.
– Ni yo sin ti. Un fenómeno asombroso, diría. Hace que uno se cuestione si no existen también las hadas y los duendes, puesto que el amor era algo igual de fantástico hasta hace bien poco.
– Sintiéndome en un verdadero cuento de hadas ahora mismo, estoy dispuesta a creerme cualquier cosa.
– Créetelo. Nos vamos a casar.
– La gente comentará, ¿verdad? Sobre la premura inapropiada, tan poco tiempo después de la muerte de… -Elspeth no se atrevía a pronunciar el nombre de Grafton.
– No importa lo que diga la gente. -Aunque algunos de sus amigos iban a perder una buena suma. El consenso general en el registro de apuestas del Brook era que no se casaría en, al menos, otros cinco años.
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