Nunca había llevado a una mujer a su cama. Siempre había sido como una regla no escrita. Pero Ellie estaba trastocando toda su vida… y Liam se alegraba del cambio.

La posó con suavidad en la cama, luego se agachó y le sacó la camiseta por encima de la cabeza. Se quedó sin respiración al ver sus hombros estrechos, aquellos pechos perfectos, el modo en que la piel le brillaba bajo la luz de la luna, que se filtraba por la ventana. Lentamente, paseó una mano por un hombro, brazo abajo. Ellie le agarró la mano y tiró de él con suavidad para que se pusiera encima.

Ya estaba duro, preparado, así que tenía que ir con cuidado. Y cuando Ellie se apoderó de su erección con la mano, palpándolo a través de los calzoncillos, Liam supo que estaba perdido. Gruñó, ella lo tomó como una invitación y empezó a masajearlo. De pronto, Liam se alegró de la prenda interior que lo separaba de las caricias de Ellie.

Apretó la boca contra su cuello, se deslizó hacia un hombro y luego bajó por su cuerpo, explorando cada centímetro, estimulándole los pezones con la lengua. Pero esa vez Ellie no se abandonó a su placer exclusivamente, sino que le devolvió cada beso, cada caricia.

Se iban turnando, trazando mapas erógenos alternativamente, bajo el ombligo, alrededor de los pezones, detrás del lóbulo de la oreja. Liam nunca le había dedicado tanto tiempo a los preliminares y estaba excitadísimo, al borde del precipicio a cada instante.

Y, entre tanto, Ellie no dejaba de pronunciar su nombre, de provocarlo, de decirle lo que le gustaba y preguntarle qué quería. Al principio le había dado vergüenza dar voz a sus necesidades, pero al cabo de un rato la excitación alcanzó tal punto, que no pudo contenerse.

Cuando introdujo la mano bajo las braguitas, Ellie gimió.

– Sí… ahí…, -murmuró casi sin aliento. Mientras la tocaba, Ellie estiró el elástico de los calzoncillos y metió los dedos. Liam encontró la entrada húmeda entre sus piernas y ella le frotó la erección de arriba abajo. Se obligó a contenerse, pues, de lo contrario, se habría desbordado sobre su mano. Y no era así como quería acabar. Le quedaban muchas cosas por compartir con Ellie esa noche y quería llevarlas todas a cabo.

– Despacio -le dijo-. Por Dios, Ellie, estoy al límite.

Resuelto a prolongar el acto, Liam no tuvo más remedio que poner fin a aquel tormento. Le apartó la mano, la agarró por la cintura y la volteó hasta ponérsela encima. Luego la miró a los ojos fijamente mientras recorría su cuerpo con las manos. Ellie sonrió, se inclinó hacia adelante y los pezones le rozaron el torso al besarlo.

– Dime qué quieres -murmuró ella.

– A ti. Entera.

– Creo que llevamos demasiada ropa encima.

– Puede que sí.

Ellie esbozó una sonrisa picara, metió los dedos bajo el elástico de los calzoncillos y los fue bajando, retrocediendo hasta estar sentada sobre sus pies. Luego volvió donde estaba, restregándose contra su cuerpo. Cuando le frotó la erección entre las piernas, Liam gimió. Pero Ellie tomó distancia para martirizarlo con los labios y la lengua.

Trató de serenarse, pero aquel tormento era excesivo.

– Ellie… no…

Pero era como si calibrase el punto justo de excitación, cuando debía frenar o pararse del todo. Luego volvió a acariciarlo con la boca y Liam se arqueó hacia ella como un náufrago arrastrado por una oleada de sensaciones. Hasta que, una vez más, Ellie se retiró, dejándolo al borde, a punto de explotar sin más avisos.

– Ellie, no… no me hagas esto…

Y, sin embargo, lo hizo. Lo dejó enfriarse unos segundos y volvió a calentarlo. Era como si quisiera demostrarse que podía devolverle todo el placer que le había proporcionado Liam en el cuarto de baño. Este apretó los dientes y contuvo la respiración. En el momento preciso en el que pensó que se derramaría, paró en seco.

– Estoy un poco cansada -lo provocó, escalando el colchón para tumbarse a su lado-. Deberíamos dormirnos ya.

– Eres la clase de mujer con la que mi padre me decía que no debía juntarme -contestó él en broma, apretando la erección contra su ombligo.

– ¿Siempre haces caso a tu papi?

– Nunca -dijo él.

– Entonces hazme el amor, Liam Quinn. Liam abrió el cajón de la mesilla de noche, sacó una caja de preservativos y se la entregó.

– Antes tenemos que protegernos.

Ellie sacó un paquete y lo rasgó con los dientes antes de enfundárselo, muy despacio. Liam le bajó las braguitas. Cuando por fin estuvieron completamente desnudos, supo que no podría esperar más. Volvió a colocarla encima de él, ansioso por que se sentara.

Ellie se agachó a besarlo al tiempo que se introducía hasta el fondo la erección. Y Liam le sujetó las caderas para que no empezase a moverse de inmediato. Pero ella no quería esperar. Se alzó y, con lentitud insoportable, bajó de nuevo hasta el final. Se le escapó un suave gemido y cerró los ojos.

Siguieron así un buen rato y Liam la contempló mientras en el rostro de Ellie se dibujaba una sonrisa. Sintió que se le hacía un nudo en el pecho y se incorporó para tocarla. La sonrisa de Ellie se expandió, luego empezó a moverse, sin prisa al principio, acelerando poco a poco.

Liam notaba el pulso en las sienes, un calor que lo estaba llevando al umbral. Pero quería aguantar. Quería poseerla, tocarle el corazón y compartir la liberación final.

A pesar de la pasión del momento, Liam era muy consciente de lo que estaba sintiendo. Y no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Aquel acto iba más allá del sexo. Habían derrumbado todas las barreras y eran dos almas fundiéndose en una.

Ellie emitió un gemido delicado, luego murmuró su nombre. Liam supo que estaba cerca de alcanzar el orgasmo y quiso esperar y sentirlo antes de desbordarse él. Pero entonces llegaron los espasmos, la notó estremecerse sobre su erección y supo que no podría esperar más.

Murmuró su nombre, la agarró por la cintura y la subió y bajó una última vez. La descarga fue tan potente, tan descomunal, que creyó que no terminaría nunca. Un mar de latigazos sacudió de placer su cuerpo y le hizo perder el sentido. No sabía quién era, qué estaba haciendo.

Y cuando Ellie se derrumbó sobre él, le acarició la nuca e intentó apaciguar el ritmo de la respiración. Nunca, jamás, en toda su vida había sentido nada igual. Quiso decírselo, explicarle lo que acababan de compartir, pero no encontró las palabras.

– Eres la clase de hombre con la que mi abuela me decía que no debía juntarme -susurró ella, cabeceando con la punta de la nariz sobre su cuello.

– ¿Y qué clase de hombre es esa?

– La clase de hombre que me hace olvidar que soy una buena chica -contestó sonriente.

– Eres una chica muy buena -contestó él-. Pero puedes ser muy, muy mala.

– Y puedo ser mucho peor -Ellie soltó una risilla-. Espera unos minutos, que me recupere.


Notó los labios de Liam sobre el hombro, en el cuello después. Ellie abrió los ojos despacio a la luz del amanecer. Liam estaba a su lado, tumbado en la cama, con unos vaqueros y una camiseta. Lo miró a los ojos y sonrió.

– Buenos días -dijo con alegría.

– Buenos días -Liam le dio un besito rápido en los labios.

– ¿Qué hora es?

– Las nueve y pico. Sigue durmiendo -contestó mientras le retiraba un mechón de pelo que le caía sobre los ojos-. Dios, qué bonita estás por la mañana.

Ellie se ruborizó. Sabía muy bien la pinta que tenía al despertar y él sí que estaba irresistible. Pero eso era lo que le encantaba de Liam. La hacía sentirse la mujer más bella del mundo.

– Hasta que me peino y me tomó un café, soy un monstruo -bromeó.

– Entonces más vale que te traiga un café. Y algo de comer.

– Voy a darme una ducha. Liam la agarró por la cintura y se puso encima. Luego le dio un beso delicado.

– Si me esperas, te enjabono la espalda.

– Hecho.

– Vuelvo en seguida -dijo después de darle otro besito-. No te muevas.

Ellie lo miró salir de la habitación. Luego, suspiró contra la almohada. Había sido una noche maravillosa. Tal como había imaginado. ¿Cómo no iba a serio con un hombre tan fascinante? Era tan guapo y atractivo, y le había hecho unas cosas tan…

Ellie gimió, se incorporó sobre la cama y se retiró el pelo de la frente. Liam la encontraría en la cama cuando volviese, pero al menos tenía tiempo de cepillarse los dientes y peinarse. Salió de la cama, se puso la camiseta que Liam le había dejado el día anterior, agarró el neceser y se metió en el cuarto de baño.

Pero, en vez de abrir la segunda puerta de la izquierda, abrió la primera y entró en una habitación iluminada únicamente con una luz roja en la pared del fondo. Se dio la vuelta para salir, pero, en el último momento, le pudo la curiosidad. Había fotos colgadas y la única ventana estaba pintada de negro. ¡Estaba en el cuarto oscuro de Liam!

Intrigada, examinó las fotografías que se extendían de pared a pared. Los retratos de personas anónimas eran los más llamativos: camareras, basureros, guardias de tráfico. Había ido a más de una galería de arte en Nueva York y la obra de Liam era tan buena como la que se exponía en aquellas salas.

Tenía talento y, a través de sus fotos, pudo intuir algo de su personalidad. A través del objetivo, era capaz de ver cosas que un observador normal no captaba, la belleza de la vida cotidiana, una integridad que hablaba más de él que de los objetos retratados.

Se giró hacia unas fotos que colgaban sobre la mesa. Estaban tomadas de lejos y un poco desenfocadas. Se acercó e intentó averiguar qué le llamaba tanto la atención. De pronto, sintió un nudo en el estómago. Agarró una de las fotografías, fue a la entrada y encendió la luz.

– ¡Dios'. -murmuró. Aquella no era una foto de una persona cualquiera. ¡Era una foto de ella!, ¡en bata'., ¡en el apartamento!

Corrió de vuelta a la mesa y empezó a descolgar hasta la última foto. Todas de ella, algunas en el apartamento, otras delante del portal, con más o menos ropa. Pasó un buen rato hasta que logró respirar con normalidad. Tenía la cabeza obturada, el corazón detenido. Podía ser que tuviera talento, ¡pero también era un voyeur pervertido!

Ellie respiró profundamente, tratando de serenarse. Agarró las fotos y los negativos, resuelta a robar hasta la última imagen de ella. Cuando terminó, regresó al dormitorio.

Había estado tan preocupada por su seguridad que no había reconocido el auténtico peligro. En menos de dos minutos, se vistió y guardó sus cosas en la mochila, fotografías y negativos incluidos. Entonces oyó que se abría la puerta de la entrada, unas pisadas en el salón. Maldijo en voz baja. Habría preferido marcharse sin tener que hacerle frente. Al fin y al cabo, un hombre que la fotografiaba a escondidas podía ser realmente de temer. Haría trizas las fotos, se las tiraría a la cara y se iría, amenazándolo con llamar a la policía si intentaba volver a acercarse.

– Así aprenderá.

Pero no fue a Liam con quien se encontró en el salón, sino a Sean. Parecía sorprendido, a pesar de que sabía que había pasado la noche allí. Ellie le puso las fotos delante de las narices.

– Quiero que le digas al psicópata de tu hermano que sé lo que ha hecho. Si no quiere terminar en la cárcel o en algún centro psiquiátrico, más vale que se aleje de mí.

Sean abrió la boca, luego la cerró sin decir palabra.

– De acuerdo.

Ellie se guardó las fotos, abrió, salió y cerró de un portazo. Pero al llegar a la acera, no supo qué hacer. No tenía coche, no veía ningún taxi ni parada de autobús alguna y no sabía bien dónde se encontraba.

– No debería haber venido a Boston -murmuró mientras echaba a andar calle abajo-. Debería haberme quedado en Nueva York, seguir con mi trabajo y soportar a Ronald Pettibone. Este viaje estaba maldito desde el principio.

No le había costado tanto superar los dos allanamientos, el intento de atropellamiento o el incidente del ladrillo teniendo a Liam Quinn al lado, como premio de consolación. Pero de pronto tenía que añadirlo a la lista de desastres que la habían perseguido desde que había llegado a Boston.

– No puedo creer que haya confiado tanto en él -Ellie se mordió el labio inferior para que no le temblara-. No puedo creer que me haya acostado con él.

Su historial con los hombres había pasado de malo a absolutamente lamentable. Se había jurado no tener aventuras en un año, darse un tiempo para recuperarse. Pero Liam Quinn había resultado demasiado dulce y encantador, increíblemente heroico.

Mientras andaba, empezó a repasar los acontecimientos de los anteriores días desde otra perspectiva. Sí, era verdad que la había rescatado más de una vez. Pero quizá lo había planeado todo para llevársela a la cama.

– Maldita sea -murmuró-. Podría ser un psicópata pervertido.