Aceleró el paso, encaminándose hacia una calle ancha con tráfico. Cuando por fin vio a una pareja de ancianos, se acercó, les explicó adonde quería ir y le indicaron la parada más cercana para ir al centro de Boston.
Pero una vez en el autobús, dudó si de veras quería volver al apartamento. Quizá debía irse de Boston, dejarlo todo atrás y empezar de cero en cualquier otra ciudad. En Chicago o San Francisco. Hasta podía volver a Nueva York. Allí tenía amigos, le resultaría más fácil encontrar trabajo. Y volvería a la rutina de antes… sin Ronald Pettibone, sin hombres. Llevaba encima el bolso y las tarjetas de crédito. El resto de las cosas le daban igual.
No paró de darle vueltas a la cabeza. Podía hacerlo. Y de ese modo se aseguraría de no volver a ver a Liam. Miró por la ventanilla el tráfico de una mañana de lunes. Quizá fuera hora de dar otro giro a su vida.
Liam abrió la puerta con el pie y entró. Llevaba dos tazas de café en una mano y una bolsa con donuts sujeta entre los dientes. Sacó las llaves de la cerradura con la mano libre, cerró. Al llegar al salón, lo sorprendió encontrarse con Sean.
– Buenos días -dijo Liam tras dejar la bolsa de donuts sobre la mesa.
– Buenas.
– No sabía que fueras a venir tan pronto. Te habría traído un café. ¿Cuándo has llegado?
– Hace un rato.
– ¿Algo nuevo sobre Pettibone? -susurró Liam.
– No de momento.
– Bueno, me encantaría quedarme, pero tengo que servir un desayuno -dijo Liam, camino del dormitorio.
– Se ha ido.
– ¿Se ha ido? -Liam frenó en seco y se giró hacia su hermano-. ¿Qué le has dicho?
– Nada. Pero ella tenía un montón de cosas que decirte. Me da que entró en el cuarto oscuro.
– ¡Maldita sea!
– ¿Qué es lo que ha visto?
– Revelé las fotos que le había hecho desde el desván y estaba muy… ligera de ropa.
– ¿Estaba desnuda?
– No, ¿me tomas por un pervertido?
– Ella sí. Cree que eres un psicópata. Un gusano.
– ¿Ha dicho eso? -Liam cerró los ojos y gruñó.
– No, pero estoy seguro de que lo piensa. ¿Cómo has podido fastidiarlo todo de esta manera?
Liam le lanzó la bolsa de donuts con todas sus fuerzas, pero Sean la agarró al vuelo con reflejos.
– Gracias. Me muero de hambre.
– Tengo que encontrarla -dijo Liam-. Tengo que explicárselo.
– ¿No irás a decirle la verdad?
– No sé lo que le voy a decir -Liam se encogió de hombros-. Pero tengo que encontrar alguna forma de explicárselo.
– Te gusta mucho, ¿verdad? -dijo Sean.
– Eso es poco -murmuró mientras sacaba del bolsillo las llaves y salía del apartamento.
Condujo de Southie a Charlestown en tiempo récord, sorteando el tráfico mientras trataba de decidir qué le diría a Ellie. Al principio pensó en contárselo todo y confiar en que su instinto no le fallara. Pero si resultaba que al final sí había robado en el banco, Ellie no tendría más remedio que huir y no volvería a verla.
Con las demás mujeres siempre había sido todo muy sencillo. Pero Ellie era distinta. Lo hacía sentirse confundido, emocionado, frustrado y satisfecho todo a la vez. Y la idea de perderla le revolvía el estómago.
Se había enamorado de muchas mujeres… o había creído que lo estaba. Pero nada era comparable con lo que había llegado a sentir por Ellie en tan poco tiempo. ¿Sería amor de verdad la sensación perturbadora que lo invadía siempre que estaba con ella?
Apenas habían pasado dos semanas desde que la había conocido. La gente no se enamoraba tan rápidamente. Liam se acordó de las historias de su padre sobre la maldición de los Increíbles Quinn. Seamus Quinn los había prevenido contra los peligros de sucumbir al poder de una mujer. Y, por primera vez en su vida, Liam comprendía a qué se refería su padre. Todo apuntaba a que aquello acabaría fatal y se le partiría el corazón.
Tenía que ser realista. Ellie podía ser procesada por malversación un mes después. Y al siguiente estar en la cárcel. Quizá por eso se había confiado. De alguna manera, había sabido que todo podía acabar en cualquier momento.
Aparcó frente al apartamento de Ellie en Charlestown y salió del coche. Corrió hasta el portal, apretó el botón del telefonillo y rezó en silencio para que lo dejara entrar. Pero no obtuvo respuesta. O se negaba a contestar o no había llegado aún.
– O se ha esfumado ya -murmuró. Maldijo para sus adentros y se sentó en el escalón superior de la entrada, decidido a esperarla.
Solo llevaba un par de minutos cuando empezó a llover. Liam se levantó y cruzó la calle. La esperaría en el desván. Así, cuando Ellie volviera, ya le habría dado tiempo a pensar lo que quería decirle.
Mientras subía las escaleras, no pudo evitar recordar la noche anterior. Se había sentido tan bien junto a ella. Era como si sus cuerpos hubiesen sido diseñados para estar el uno con el otro. Cada curva, cada centímetro de su piel se había adaptado a la perfección. Todavía podía sentir su piel bajo las manos, el pelo entre los dedos, su calor mientras se movía dentro de ella. E, incluso en esos momentos, deseó volver a poseerla.
Abrió la puerta del desván y entró. La pieza seguía tan fría y húmeda como recordaba. Sean había instalado una cámara de vídeo y Liam la enfocó hacia el apartamento de Ellie. Luego agarró una silla, la arrimó a la ventana y se sentó a esperarla. Pasó una hora. Y luego otra. Liam empezó a preocuparse. Quizá se hubiera dado a la fuga. Tal vez hubiera llamado a Ronald y hubieran decidido que había llegado el momento de largarse.
Era frustrante. Estaba convencido de que no era una malversadora, pero no lo habría jurado sin una pizca de duda. Maldijo en voz baja y fijó la vista en el principio de la calle. Cuanto más esperaba, más tonto se sentía.
Hasta que vio a una persona doblando la esquina. La reconoció por los andares, por ese paso firme y rápido. Llenó los pulmones de aire y lo expulsó. Aunque llegaba dos horas tratando de decidir cómo explicarse, de pronto no sabía si lo conseguiría.
¿Pero qué tenía que perder? Si de verdad era una delincuente, daba igual lo que le explicara. Y si no lo era, había metido la pata de tal modo, que sería muy difícil arreglarlo. Ellie no volvería a confiar en él.
La vio subir los primeros escalones de acceso al portal. Y, de pronto, se paró. Se dio la vuelta despacio y alzó la vista hacia el edificio en que se encontraba él. Liam contuvo la respiración y esperó.
Pensó en apartarse de la ventana, pero luego se le ocurrió abrir la cortina del todo, exponerse a la vista y rezar para que Ellie aceptara el desafío. Esta cruzó la calle. Cuando oyó pisadas por las escaleras, se giró hacia la puerta. Segundos después la vio entrar.
Estaba tan bella, con el pelo mojado y las mejillas encendidas, y tan enfadada. Los ojos le brillaban de furia. Fijó la mirada en la cámara de vídeo, cruzó el desván y miró por el objetivo.
– Debes de tener una colección estupenda -dijo con sarcasmo-. Fotos y vídeo.
– No es lo que piensas, Ellie.
– ¿Ah, no? No tienes ni idea de lo que pienso.
– Puedo imaginarlo -contestó él-. Pero no es tan terrible.
– Ah, estupendo -dijo Ellie con los ojos anegados de lágrimas-. Porque a mí me parece espantoso. A mí me parece que has estado espiándome, haciéndome fotos, invadiendo mi intimidad ¡como un pervertido! ¿Qué clase de fotos has hecho?, ¿piensas ponerlas en Internet?, ¿o solo son para tu disfrute particular? -añadió al tiempo que agarraba la cámara, trípode y todo.
Liam sintió que el corazón se le encogía. Nunca se le había dado bien tratar con mujeres emotivas. Y una vez que empezaban a llorar, se quedaba sin palabras.
– Ellie, si pudieras…
– Confiaba en ti. Te dejé entrar en mi casa. Y en mi cuerpo -Ellie sacó la cámara y el trípode por la ventana y los dejó caer al vacío.
– No era mía -dijo Liam-. Era la cámara de Sean. Aunque supongo que da igual.
– ¿Por qué me has hecho esto? -preguntó y le impidió responder-. No, no te molestes. No quiero saberlo. A partir de ahora, desaparece de mi vida.
Luego se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Pero Liam se adelantó para bloquearle el paso.
– Déjame que te explique.
– No sé por qué pensé que eras distinto. Pero jamás imaginé que fueras… raro. Estás enfermo, necesitas ayuda -dijo Ellie sin dejar de llorar. Luego intentó sortear a Liam, pero este no se lo permitió-. Deja que salga o me pondré a gritar.
– Maldita sea, Ellie, quiero explicártelo.
– Adelante. Dime que no eres un pervertido. Dime que…
– Te estaba vigilando -la interrumpió Liam-. Sean es detective privado y me pidió que le echara una mano con un caso. Lo contrató el banco Intertel de Manhattan.
– E… era mi banco.
– Lo sé. Y nada más irte, descubrieron un agujero de doscientos cincuenta mil dólares. Malversación de fondos. Y creen que eres la responsable. Ronald Pettibone y tú.
– ¿Crees que he robado doscientos cincuenta mil dólares?
– Ellos lo creen. El banco. Y mi hermano – Liam respiró hondo-. Si me dices que no lo has hecho, te creeré.
Lo miró un buen rato, dubitativa. Luego sacudió la cabeza.
– No tengo por qué decirte nada. No te debo ninguna explicación. No después de lo que me has hecho -contestó. Luego le dio un empujón y aprovechó para escapar.
Pero Liam no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Necesitaba una respuesta. Corrió tras ella, bajando los escalones de dos en dos, hasta que le dio alcance en el rellano del segundo piso.
– Dime la verdad, Ellie. ¿Robasteis el dinero?
– No vuelvas a acercarte a mí. Si te vuelvo a ver en la calle o en este desván, llamaré a la policía. Y esta vez no te librarás de la cárcel.
Echó a correr de nuevo y Liam maldijo cuando oyó la puerta de abajo cerrarse. Contuvo las ganas de perseguirla. Quizá fuese mejor darle tiempo. Pero no estaba de humor para esperar. En ningún momento había llegado a decir que no hubiera robado el dinero. ¿De veras había pensado que lo admitiría? Pero, ¿habría cambiado algo si lo hubiese hecho?
Suspirando, empezó a bajar las escaleras. Cuando llegó a la calle, recogió la cámara: tenía un lado destrozado, y el trípode estaba doblado. Un precio bajo por el daño que su hermano le había hecho a Ellie Thorpe.
Sacudió la cabeza. ¿Y qué pasaba con el engaño de ella? No había negado que estuviese involucrada. Ni siquiera se había excusado. ¿Cuánto le costaría?, ¿diez, quince años en la cárcel? ¿Y cuánto tiempo tardaría él en olvidarla? De alguna manera, sospechaba que lo mismo.
– Nunca debí aceptar ayudarlo -murmuró-. Debería haber dejado que Sean hiciera el trabajo solo.
Aunque ya se había gastado parte del adelanto que Sean le había dado, conservaba la mayor parte del dinero en su cuenta corriente. Si se lo devolvía, descontando el precio de una cámara de vídeo nueva, quizá pudiera retomar su vida con normalidad. Pero antes se pasaría la tarde y la noche haciendo lo que mejor sabía: ocupando un taburete en el pub.
Se olvidaría de Ellie y de todo lo que había ocurrido entre los dos… aunque tuviera que acabar con todas las existencias de Guinness.
Capítulo 7
– Entonces, ¿la quieres?
Liam estaba sentado en un extremo de la barra con Brian. Había bastantes clientes para ser un día de diario. El pub había aparecido en la última edición de la guía turística de Boston de la editorial Roamer y Seamus se había visto favorecido por el empujón de turistas y nuevos clientes habituales.
Esa tarde Dylan estaba atendiendo detrás de la barra y Brian se había acercado a picar algo de cena. Había pedido un sandwich de lomo, mientras que Liam se había decantado por una hamburguesa con patatas fritas.
– ¿No vas a responderme? -lo presionó Brian.
– ¿Es que no puedes dejar de hacer de periodista?
– Estoy acostumbrado a sacarle la verdad a la gente y creo que tú no me la estás diciendo – contestó Brian sonriente.
– No sé -respondió Liam tras dar un sorbo a su Guinness-. Supongo que no me había parado a pensarlo hasta ahora.
– La quieres o no. Es muy sencillo.
– Nunca es sencillo. Ya me conoces. Necesito caerle bien a la gente, sobre todo a las mujeres. Sé lo que quieren y yo se lo doy. Incluso después de terminar, cuando me voy con otra, siguen queriendo mantener la amistad.
– Hablas como si estuvieras en un psicólogo -bromeó Brian y Liam apuntó hacia un libro que había encima de la barra.
– Se lo dejó en el apartamento. Siempre está leyendo libros de estos. De autoayuda. “El amor verdadero en diez pasos”. Lo he estado leyendo. Según el libro, estoy en la categoría cuatro de hombres: el seductor consumado -Liam abrió el libro por una página y leyó-: «El seductor consumado siente una necesidad casi patológica de aprobación femenina. Dirá y hará lo que sea para llevar a cabo la conquista. Luego cambiará de pareja y buscará a otra mujer para seguir alimentado su ego".
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