Cuando brilla el sol

Serie: 5°- Los audaces Quinn

Título original: Liam (2003)

Prólogo

Los tres chicos, encorvados bajo la ventana del recibidor, asomaron la vista entre las cortinas.

– ¿Qué hacemos? -susurró Liam-. No podemos dejarla entrar.

– Contesta a la puerta -le ordenó su hermano Brian-. Tenemos que fingir que todo está bien.

– Se marchará -les dijo Sean a los dos-. Es mejor esperar -añadió. Era el hermano gemelo de Brian y nunca estaban de acuerdo entre los dos.

– No -susurró Liam-. No se va a ir. Esta vez no.

Sintió un nudo en el estómago y contuvo la respiración. Tanto él como sus cinco hermanos llevaban suficiente tiempo enfrentándose a trabajadoras sociales como para saber el aspecto que tenían. Esta llevaba un abrigo gris, casi del mismo color que la nieve sucia que se derretía a cada lado de la calle. Pero era esa expresión tenaz y el maletín a rebosar lo que de veras la delataba.

– Contesta la maldita puerta -espetó Brian-. Dile que estás enfermo y que papá está echándose la siesta.

Liam se giró hacia los gemelos, ambos mayores que él. Su voto era el decisivo, circunstancia muy difícil para un niño de diez años.

– ¿Y qué pasa si quiere hablar con él, genio?

– Pues la convences de que no se le puede molestar -contestó Brian-. Dile que tiene una gripe muy contagiosa… y que está tosiendo y estornudando… y el médico le ha dicho que tiene que dormir. Vamos, Li, puedes hacerlo -Brian le dio una palmada de ánimo en un hombro.

Un nuevo golpe de timbre sobresaltó a Liam. Los trabajadores sociales llevaban amenazándolos toda la vida. Siempre agazapados en la sombra, esperando saltar encima para separar a la familia, eran como los míticos dragones de las historias que su padre contaba sobre los increíbles antepasados Quinn.

El invierno era la peor época para los ataques de los dragones. En invierno no podían escudarse en ningún padre presuntamente responsable. A finales de octubre, Seamus Quinn zarpaba en el Increíble Quinn hacía el Caribe, en busca de aguas cálidas donde pescar peces espada. Dado que no regresaría hasta principios de abril, todavía les faltaban unas cuantas semanas por su cuenta.

Liam no tenía una familia perfecta, pero no le quedaba más remedio que conformarse. Aunque sus hermanos mayores recordaban un tiempo en que todo iba mejor, Liam no había conocido otra cosa. Conor, Dylan, Brendan y los gemelos. Sean y Brian, habían nacido los cinco en Irlanda, país que para Liam no era más que una isla en un mapa. Pero, según decían, Irlanda había sido un país lleno de magia, misterio y días felices.

Liam había intentado imaginar cómo sería tener una familia normal, un padre que volviera a casa cada noche y una madre que les hiciera la comida y les contara cuentos. Pero todo eso había terminado para cuando Liam llegó al mundo. Su padre, Seamus, había llevado a su esposa y sus cinco hijos a Estados Unidos antes de que él naciese. Había comprado el barco pesquero del tío Padriac y se dedicaba a faenar lejos de Boston durante semanas, meses seguidos en ocasiones.

Liam había sido el primer miembro de la familia Quinn que había nacido en Estados Unidos. Siempre se había sentido culpable de haber podido ser la causa de los problemas de su familia. Había reconstruido información suficiente de las conversaciones susurradas entre sus hermanos para saber que todo se había estropeado al nacer él. Su padre había empezado a beber y a apostar, su madre se encerraba a menudo a llorar y, cuando estaban juntos, no hacían otra cosa que discutir.

Y luego se había muerto. Conor tenía entonces ocho años, suficiente para recordarla. Dylan, con seis años, apenas se acordaba de ella y Brendan, con cinco, no conservaba más que alguna imagen muy vaga. En cuanto a los gemelos, de tres años en aquel entonces, no podían sino imaginarse a la bella mujer morena que les había cantado nanas y los arropaba en la cama.

– Fiona -murmuró Liam, pronunciando el nombre como un conjuro contra el diablo. Si estuviese allí, no estaría asustado. Ella también era una Quinn y sería suficientemente fuerte para vencer al dragón que esperaba en el porche-. Parece que se marcha.

La trabajadora social se giró, empezó a bajar los escalones, pero de pronto volvió a la puerta y esa vez la golpeó con el puño.

– Sé que está ahí -gritó-. Señor Quinn, si no me deja pasar, tendré que dar parte a la policía. Sus tres hijos pequeños no han ido al colegio hoy. Han vuelto a hacer novillos.

Liam no entendía por qué tenían que entrometerse. Sus hermanos y él se las arreglaban bien. Conor ya tenía diecisiete años y un trabajo a media jornada que ayudaba a pagar las facturas. Y Dylan y Brendan se ocupaban de las cosas de casa mientras su padre estaba fuera, y aceptaban algún que otro trabajillo cuando podían para contribuir al erario familiar. Y los gemelos, Sean y Brian, también hacían tareas del hogar.

Se las arreglaban bastante bien mientras no se metían en líos. Maldijo para sus adentros. Podía ser que saltarse las clases no hubiese sido la decisión más inteligente, pero los gemelos podían resultar muy persuasivos en ocasiones. Además, casi nunca lo invitaban a que compartiera sus aventuras, de modo que se había sentido halagado por la invitación.

Liam devolvió la atención al porche. Sabía el verdadero motivo por el que lo habían incluido en sus planos ese día. Les servía de excusa. Si Conor los pillaba, Sean y Brian lo convencerían para que mintiese a Conor, inventándose que le dolía el estómago o la cabeza y que los gemelos se habían ofrecido a hacerle compañía en casa.

– Llamará a la policía -murmuró Sean-. Derribarán la puerta y nos llevarán a rastras.

– Está bien, abriré -accedió Liam-. Pero me debéis una.

– Lo que tú digas -dijo Sean.

– Diez cromos de la colección de béisbol cada uno. Los que yo elija. Nada de repetidos.

– ¡Ni hablar! -protestó Brian.

– Dale lo que quiera -insistió Sean-. Se librará de ella. Seguro que le creerá. La gente siempre cree a Liam.

Aunque indirecto, agradeció el halago. Era verdad que la gente parecía confiar en él y que sabía cómo engatusar a la mayoría de los adultos. ¿No era esa la razón por la que los gemelos se lo llevaban siempre con ellos cuando iban a la tienda de la esquina a robar caramelos? Si los atrapaban, Liam siempre suavizaba al dueño de la tienda para que los soltara.

– Seis cada uno -dijo Brian.

– Diez -insistió Liam-. Y tenéis que ayudarme con los ejercicios de Matemáticas y Lengua durante un mes. Y tenéis que hacer todo lo que quiera durante el resto del día -añadió. Sabía que estaba forzando la situación, pero eran tan pocas las veces que tenía algún tipo de poder en aquella familia…

– Ni hablar -se negó Brian.

– Trato hecho -afirmó Sean.

– ¿Desde cuándo eres el jefe? -Brian le dio un empujón a Sean y, un segundo más tarde, este había tirado al suelo al primero y lo tenía inmovilizado, con una rodilla sobre su espalda-. Está bien, trato hecho.

– Vosotros meteos en el cuarto -dijo Liam entonces-. Cerrad las cortinas, meteos dentro de la cama y fingid que sois él. Puede que tenga que demostrar que está en casa. Y no ronquéis. Hacedlo en serio.

– Tú quítatela de encima y que se largue antes de que vuelvan a casa Conor, Dylan y Brendan. Como se enteren de que la hemos dejado entrar, nos matarán.

– Vosotros haced vuestra parte -insistió Liam, camino de la puerta-. Y yo haré la mía.

Cuando los gemelos se hubieron escondido, Liam espero unos segundos antes de abrir la puerta una rendija. Intentó parecer asustado.

– ¿Qué quiere? Llamaré a la policía si no se marcha.

La mujer lo miró con expresión severa.

– Soy la señora Witchell, de los servicios sociales del condado. Me gustaría ver a tu padre, el señor Seamus Quinn.

– Está durmiendo -dijo Liam-. Y me ha dicho que no deje entrar a desconocidos.

– ¿Qué haces en casa, que no estás en el colegio?

– Estoy malo. Tengo fiebre.

– Puedes dejarme pasar -la señora Witchell le enseñó el carné de trabajadora social-. No voy a hacerte daño. Solo quiero ayudar.

Liam cerró la puerta, luego agarró el abrigo de un montón de ropa que había frente al radiador. Salió de casa y cerró.

– No puedo dejar entrar a desconocidos, pero supongo que no pasa nada por hablar contigo afuera -dijo mientras se sentaba el escalón de arriba. Dio una palmadita a su lado instándola a que se sentara allí y la señora Witchell esbozó una sonrisa antes de hacerlo-. ¿Por qué quiere hablar con mi padre?

– Algunos de los vecinos están preocupados. Dicen que estáis solos. Que no han visto a tu padre desde el día de Acción de Gracias.

– Está aquí -contestó Liam-. Tiene un trabajo por la noche, así que de día está durmiendo.

– Eso no es lo que me cuentan -repuso ella-. Dicen que está fuera pescando.

– Pues se equivocan -Liam se encogió de hombros.

– Necesito hablar con tu padre, de verdad – insistió la mujer y Liam trató de que se le saltaran las lágrimas.

– Se enfadará conmigo si la dejo entrar – contestó cuando logro que le resbalara una por la mejilla-. Y si lo despiertas, se enfadará más todavía. ¿No puede llamarla él por teléfono? Le diré que la llame en cuanto se despierte.

– Me temo que no es suficiente.

Liam se paró a pensar el siguiente movimiento. Tenía la sensación de que no era fácil engatusar a la señora Witchell, pero también de que empezaba a ablandarse.

– ¿Quiere una taza de café? Supongo que no pasará nada si espera dentro hasta que se despierte. Y así no se enfadará conmigo.

– Una idea estupenda.

Liam se puso de pie. Dejarla entrar era un riesgo, pero tenía que hacerla creer que no ocultaba nada. Le abrió la puerta, le cedió el paso y la mujer asintió con la cabeza, patentemente impresionada por sus buenos modales. Una vez dentro, Liam la ayudó a quitarse el abrigo y la condujo al salón. Por suerte, Conor y Dylan habían limpiado la casa la noche anterior. Aunque el mobiliario era viejo, la pieza parecía ordenada.

– Voy a prepararle el café -dijo antes de desaparecer camino de la cocina y poner la tetera al mego. Luego fue de puntillas a la habitación de su padre. Notó, en la oscuridad, un bulto grande bajo las sábanas-. Seguid en la cama. Está dentro de casa -susurró.

– ¿La has dejado pasar? -protestó Brian-. Sabía que no podíamos confiar en ti para esto. ¿Qué está haciendo?

– Le estoy preparando un café.

– Genial.

– Vosotros fingid que sois papá. La sacaré de casa lo antes que pueda -Liam cerró la puerta con sigilo. Al girarse, vio que la señora Witchell lo estaba mirando desde el final del pasillo-. Sigue dormido. Voy por su café.

La mujer lo siguió a la cocina y la examinó con atención. Al igual que el salón, era un poco antigua, pero estaba limpia.

– ¿Quién cocina?

– Mi padre -dijo Liam mientras ponía una buena cucharada de café instantáneo en una taza-. Le encanta cocinar. Y es muy bueno.

– ¿Y cuando está fuera pescando?

– Entonces nos cuida la señora Smalley. También cocina bien -contestó él, rezando por que la trabajadora social no insistiera en hablar con la señora Smalley, Aunque Seamus le pagaba un salario pequeño por hacer de canguro, no solía presentarse, Y cuando lo hacía, siempre estaba borradla. Conor le había dicho hacía mucho que no necesitaban su ayuda, aunque Seamus siguiera pagándole.

Cuando la tetera pitó, la quitó del fogón. Había visto a Conor preparar café cientos de veces, pues era lo que más bebían sus hermanos cuando tenían que quedarse estudiando hasta tarde. Agarró el bote del azúcar, echó otra cucharada en la taza y la llenó con agua caliente.

– ¿Leche? -le preguntó Liam.

– No, así está bien -la señora Witchell sonrió cuando el chico le entregó la taza. Dio un sorbo y puso una mueca-. Está muy bueno… En fin, tengo que ir yéndome. Tengo otra cita en media hora. No me queda más remedio que hablar con tu padre -añadió tras dejar la taza de café.

– Pero no está despierto -contestó él en tono implorante.

La mujer lo miró un buen rato. Luego suspiró.

– Está bien. ¿Por qué no me dejas que entre un momento en su cuarto, solo para asegurarme de que está en casa? Luego te dejo mi tarjeta y le dices que me llame cuando se despierte.

Liam esbozó una sonrisa radiante. La clase de sonrisa que parecía gustar a todas las chicas del colegio.

– De acuerdo -aceptó encantado-. Pero tiene que prometerme que no hará ruido.

Luego le agarró una mano y la guió hasta la habitación. Abrió la puerta, la dejó entrar. El bulto de la cama respiraba con ligeros ronquidos, imitación perfecta de los gemelos. Liam sacó a la trabajadora social de la habitación al segundo y volvió a cerrar la puerta.