– Está bien -murmuró ella.

Cuando se despidió de la señora Witchell, apenas podía contener su alivio. Liam la miró bajar los escalones frontales y bajar por la acera hasta su coche. Solo entonces soltó un grito de victoria y, segundos después, Sean y Brian salieron de la habitación.

– ¡Se ha ido!

– ¡Sabía que podías hacerlo! -Sean agarró a Liam por la cintura y le dio un abrazo fuerte-. ¿Qué ha dicho?

– Que papá la tiene que llamar. Hoy -Liam le entregó la tarjeta. Luego se dirigió a Brian-. Ve por los cromos.

Los gemelos intercambiaron una mirada. Brian frunció el ceño.

– Hicimos un trato -reconoció Sean. Liam se acomodó en el sofá y los gemelos regresaron con sus respectivos tacos. Fue pasándolos en silencio, considerando el valor de los que quería escoger.

– Hazme un chocolate -le pidió a Sean-. Y tú cuéntame una historia -le dijo a Brian.

– Paso -se negó Brian.

– Me lo has prometido. Si no cuentas una historia sobre los Increíbles Quinn, os quito el doble de cromos.

– Cuéntale una historia -le ordenó Sean.

– Cuéntasela tú -replicó Brian.

– Yo le voy a preparar el chocolate. Y a ti se te da mejor contar historias.

– Quiero la del chico de las piedras rosas.

– Érase una vez un niño que se llamaba Riagan Quinn -empezó Brian-. Era huérfano…

– Su padre había muerto en una batalla -interrumpió Liam.

– Y su madre se estaba muriendo y lo abandonó en el bosque -continuó Brian, molesto por la interrupción-. Nadie sabía su nombre, ni de dónde venía. Las hadas lo llamaron Riagan porque significaba pequeño rey. Aunque el bosque estaba lleno de lobos, las hadas cuidaban de él y lo alimentaban con gotas de rocío de sus varitas.

– Gotas de rocío mágicas -añadió Liam.

– Sí, pero eso viene después. Esa parte no la tengo que contar todavía.

Liam se acurrucó en el sofá, mirando los cromos mientras oía la historia. Le encantaban las historias de los Increíbles Quinn. Sobre todo esa. Cuando su padre o alguno de los hermanos mayores decidía contar una historia, casi podía ver el paisaje de Irlanda. Brendan era el que mejor las contaba, seguido por su padre. Pero en las historias de su padre, las mujeres siempre eran el enemigo y Liam no estaba seguro de que eso le gustara.

– Un día, una pobre vagabunda iba por el bosque en busca de comida para su familia y se encontró con el niñito. Pero, ¿dónde estaban los padres del bebé?, se preguntó. Probablemente estarían haciendo lo mismo que ella, recogiendo comida en el bosque. Así que se sentó a esperarlos.

– Pero nunca volvieron porque Riagan no tenía padres.

– Sí los tenía. Lo que pasaba era que nadie sabía quiénes eran -contestó Brian.

– No los tenía. Era huérfano -dijo Liam.

– Si tan bien te la sabes, ¿por qué no la cuentas tú? -Brian miró el cromo que su hermano acababa de escoger-. Ese ni hablar.

– Cuando oscureció, la mujer empezó a asustarse -dijo Liam, instando a su hermano a que siguiera, sin soltar el cromo de los Boston Celtics.

– No podía dejar al bebé solo, porque los lobos se lo comerían -continuó Brian tras resignarse a perder el cromo-. Pero ella ya tenía siete niños a los que alimentar en casa. Se marchó, pero no podía olvidar la sonrisa tan dulce de Riagan y al final volvió por él y lo sacó del bosque. Las hadas lo vigilaban desde las sombras, contentas de que Riagan hubiese encontrado un hogar.

Justo entonces se abrió la puerta y Conor entró en casa. Se quitó el abrigo y miró con cara de sospecha a sus hermanos.

– ¿Qué hacéis? Se supone que deberíais estar con los deberes.

– Me está contando una historia. De los Increíbles Quinn. Cuéntala tú. Brian no lo hace bien. Es la de Riagan y las piedras rosas -dijo Liam. Conor gruñó, pero no se negó. Casi nunca le negaba nada a su hermano Liam-. La vagabunda lo ha encontrado en el bosque y se lo ha llevado a casa. Vamos por ahí.

Conor se sentó entre Brian y Liam, extendió los brazos sobre el sofá. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y empezó a narrar una de esas aventuras con las que pasaban las tardes juntos. Había muchísimas historias sobre los Increíbles Quinn para elegir, todas protagonizadas por algún antepasado lejano, todas emocionantes y heroicas.

– Riagan se integró en la nueva familia -dijo Conor-. Y en seguida les cambió la suerte. Todos los habitantes del pueblo iban a ver al bebé y se quedaban tan maravillados con él, que siempre dejaban algún alimento o ropa de regalo. Riagan creció y se convirtió en un joven cada vez más guapo. Y gracias a las gotas de rocío mágicas, tenía un pico de oro con el que conseguía convencer a cualquier persona de lo que se propusiese.

Liam se pegó al cuerpo de su hermano, más tranquilo tras el susto de la trabajadora social. Todo iría bien. Conor lo arreglaría.

– Entonces, un día el rey se murió y la Reina Comyna asumió el poder sobre los habitantes de Irlanda. Era codiciosa y quería poseer todas las cosas bellas y de valor, convencida de que debían reservarse a las personas de cuna noble. A diferencia del rey, que había sido generoso con los pobres, la reina no lo era. Fue por todo el reinado, despojando a sus súbditos de todos sus objetos de valor. Fue una época dura y mucha gente pasó hambre.

– Pero Riagan era muy listo -continuó Liam.

– Lo era. Un día, mientras estaba pescando en un río, vio que en el fondo había unas piedras rosas muy bonitas y suavizadas por la corriente. Las recogió y, al volver al pueblo, buscó a una mujer con fama de cotilla. Riagan le enseñó una de las piedras y le dijo que se la había dado un hada y que valía más que el oro.

De repente, Dylan y Brendan irrumpieron en casa, bromeando y riendo.

– ¿Qué hacéis? -preguntó Dylan a ver sus cuatro hermanos en el sofá.

– Me está contando una historia -dijo Liam-. Sigue tú, Brendan.

De todos los Quinn, Brendan tenía un don especial con las palabras y, si Liam cerraba los ojos y solo escuchaba a su hermano, podía representarse la historia en su cabeza como si estuviera viendo una película.

Conor le dio el pie para que continuase:

– Por supuesto, el rumor sobre la piedra rosa se difundió en seguida por el reino y, unos días después, los soldados de la Reina Comyna aparecieron en casa de Riagan para exigirle las piedras rosas que había encontrado. Pero Riagan les dijo que el hada solo le había dado una.

Brendan se sentó en el suelo y estiró las piernas antes de seguir con la historia:

– Al día siguiente, Riagan sacó otra piedra de su escondite, se la llevó al pueblo y le dijo a la cotilla que el hada había vuelto a visitarlo. Esa vez, un mercader le pagó una suma considerable de dinero por la piedra; pero, como era de esperar, los soldados de la reina no tardaron en pedírsela. El tiempo pasaba y, una y otra vez, Riagan llevaba piedras mágicas al pueblo. Y siempre había un comerciante dispuesto a comprárselas, convencidos de que si le interesaban a la reina, tenían que ser muy valiosas.

– Me encanta esta historia -murmuró Liam.

– Por fin, un día los soldados de la reina volvieron a la casa de Riagan y se lo llevaron al palacio -continuó Bren-. La Reina Comyna le ordenó que le entregara todas las piedras que poseía, pero Riagan le dijo que el hada solo le daba una piedra por visita, porque eran unas piedras con poderes mágicos. Si alguien llegaba a poseerlas todas, se le concedería cualquier cosa que deseara: salud, belleza, juventud, felicidad.

Liam se preguntó dónde podría encontrar un río en Boston. Lo único que sus hermanos y él necesitaban eran unas pocas piedras rosas. Podrían usarlas para proteger a la familia. Y para conseguir comida y pagar las facturas de la calefacción.

– El caso era que nadie del pueblo sabía cómo consiguió Riagan engañar a la reina con aquella historia, aunque se creó la leyenda de que había sido gracias a que tenía un pico de oro por las gotas de rocío mágicas de las varitas de las hadas. No solo eso: la mayoría pensaba que Riagan era un joven muy listo, ya que además de convencer a la reina de que las piedras tenían más valor que el oro o los diamantes, la convenció de que, si cambiaba todos sus bienes por las piedras que quedaban, multiplicaría su riqueza por cien.

– Y la princesa era tan codiciosa, que le ofreció todo lo que tenía -dijo Liam.

– Riagan fue a casa en busca de las piedras que quedaban y, de camino, tuvo que pasar por el bosque donde lo habían abandonado de bebé. Allí se le apareció un hada envuelta en un halo de luz.

– Riagan, has vuelto -interrumpió Dylan con voz chillona-. Has demostrado ser un joven amable e inteligente, pero ha llegado el momento de que te conviertas en un hombre y te conviertas en rey. Dale las piedras a Comyna y ella te entregará todo lo que posee. Acéptalo. Te pertenece por derecho, pero debes gobernar como el Rey Ailfrid, con generosidad y compasión.

Aquella era la parte en la que su padre se embarcaba en una perorata sobre lo traidoras que eran las mujeres, que eran avariciosas y no se podía confiar en ellas, y sobre cómo se había arruinado la vida Ailfrid por enamorarse de Comyna y no ver su lado perverso. Pero Conor y Brendan solían saltarse esos incisos.

– Así que Riagan ocupó el trono y, durante su reinado, el reino floreció -continuó Brendan-. Mientras tanto, en una casita situada en el bosque, la codiciosa Comyna pasaba los días contando las piedras rosas, consciente de que el joven con el pico de oro la había engañado. ¿Te ha gustado? -añadió tras finalizar, haciéndole una caricia a Liam en el pelo.

– Mucho -murmuró Liam sonriente-. Ahora me siento mejor.

– ¿Qué te pasaba antes? -Conor frunció el ceño.

Liam notó que Sean estaba conteniendo la respiración y Brian le dio un codazo en el costado, rogándole en silencio que mantuviera la boca cerrada. Pero Conor era el único que podía protegerlos. Era el increíble Quinn y encontraría la forma de impedir que los dragones atacaran su casa.

– No hemos ido al colegio esta mañana – contestó Liam-. Y ha venido a visitarnos una trabajadora social.

Capítulo 1

Liam Quinn sintió un cosquilleo en la nariz al entrar en el desván, húmedo, polvoriento. Olía a madera vieja y las tablas del suelo crujían bajo sus pies. Un sofá ruinoso ocupaba una esquina y en la pared opuesta vio una pequeña chimenea, probablemente usada por algún criado antiguo de la casa. Las primeras tres plantas del edificio estaban en pleno proceso de reforma, convertidas en apartamentos, como había sucedido en tantos otros edificios de aquel viejo barrio de Boston. Pero el desván del ático conservaba huellas de un pasado diferente, de cuando las familias de inmigrantes irlandeses habían sustituido a los primeros habitantes del barrio.

Liam miró hacia las sombras, entre telarañas. Sabía que, en algún rincón oscuro, había murciélagos preparados para atacarlo. ¡Odiaba los murciélagos!

– ¿No podía hacer un poco menos de frío?

– La suite presidencial del hotel Four Seasons no estaba libre -contestó Sean con ironía.

– Resulta que esta noche tenía una cita. Se suponía que había quedado en el pub con Cindy Wacheski a las diez.

– Se te van a acabar las mujeres de Boston – murmuró Sean.

– Por suerte, no hay día que no lleguen nuevas -dijo Liam-. Podría presentarte alguna. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última? Pareces necesitado de sexo -añadió tras levantar la cámara que le colgaba del cuello, mirar a su hermano por el objetivo y disparar.

El flash iluminó el desván y Sean maldijo al tiempo que se cubría los ojos con una mano.

– ¿Qué haces? ¡Cualquiera puede ver el flash desde la calle!

– Seguro que hay decenas de turistas contemplando este edificio. No me extrañaría que formase parte de las visitas guiadas de Boston – se burló Liam-. ¿No podías haber encontrado un sitio con calefacción?, ¿qué puede haber aquí que merezca la pena fotografiar?

– No es aquí. Es en la calle de enfrente. Mira. Liam sacó el teleobjetivo de la funda y lo puso en lugar del que había en la cámara. Se acercó a la mugrienta ventana del desván y echó un vistazo a la calle. No advirtió nada especial. La acera de abajo estaba vacía y la calle, flanqueada de coches aparcados.

– Es un caso importante -dijo Sean-. Si te metes, te metes hasta el final. Nada de rajarse luego.

– Al menos podías fingir que me aprecias más -murmuró Liam-. Soy tu hermano y tu compañero de habitación. Pago la mitad del alquiler, limpio lo que ensucias y tomo nota de tus mensajes cuando estás fuera de la ciudad. No tengo por qué ayudarte en este caso. Ya tengo mi propio trabajo. ¿Y si el Globe me hace un encargo? Necesito estar disponible. ¿Viste la foto que me publicaron la semana pasada en la página tres de la sección de deportes?