– Te pagan dos duros. Y hace tres meses que no pagas el alquiler.
– Bueno, sí, estoy pasando una mala racha.
– Si me ayudas en este trabajo, dividiré mis honorarios a medias contigo.
Sean llevaba cuatro años trabajando intermitentemente como detective privado, desde que había dejado la academia de policía o, para ser exactos, desde que lo habían expulsado por insubordinación crónica. De los seis hermanos, Sean era el raro: tranquilo, reservado, muy celoso de su intimidad. Solo se sentía realmente a gusto con sus hermanos y la mitad de las veces estos no conseguían imaginar qué tendría en la cabeza; sobre todo, en el último año más o menos.
La mayoría de los casos consistía en seguir la pista a cónyuges adúlteros. Completaba sus ingresos sirviendo en el pub de su padre y, cuando necesitaba ayuda, acudía a su hermano pequeño, A Liam siempre le venía bien ganarse unos dólares extra.
Sean era un detective fantástico. Siempre le había gustado observar en silencio a quienes lo rodeaban. Su hermano mayor, Conor, era el estable, y Dylan, el fuerte. Brendan siempre había sido un soñador, un aventurero. Y al gemelo de Sean, Brian, le gustaba ser protagonista, era sociable y muy seguro de sí mismo.
Y luego estaba él. Le habían puesto su etiqueta en los últimos tiempos: Liam era el seductor, el chico guapo que iba por la vida con más amigos y admiradoras de los que podía contar. Aunque siempre había creído que sus habilidades sociales eran corrientes, la gente se sentía atraída hacia él. Desde pequeño, había aprendido a engatusar a los demás. Les leía el pensamiento y comprendía exactamente lo que querían de él. Y si tenía que darles algo a cambio, les daba lo que querían. A veces no era más que una sonrisa, un halago o unas simples palabras de ánimo.
Y quizá por eso fuera tan buen fotógrafo: le bastaba mirar a través de la cámara para ver la historia que se escondía detrás de las personas a las que fotografiaba: todos sus temores, dudas y conflictos. Sabía lo que el público quería ver en una fotografía y se lo daba. Por desgracia, los directores del Globe consideraban su trabajo demasiado artístico para un periódico.
– Quiero fotos de prensa -le decía su jefe-, no una maldita obra de arte.
– ¿Y cuánto dinero es eso? -preguntó Liam volviendo a la realidad.
– Estamos trabajando para un banco -contestó Sean-. La junta directiva ha descubierto un agujero de un cuarto de millón de dólares. Creen que se trata de un caso de malversación de un par de empleados. Agarraron el dinero y se largaron. Después de localizar a uno de ellos en Boston, me llamaron. Si encontramos el dinero, nos llevamos el diez por ciento.
Liam pestañeó asombrado. Dividido entre dos, ¡eran más de doce mil dólares! Era más de lo que ganaba en un año como fotógrafo.
– ¿Por qué no llaman directamente a la policía?
– Cuestión de imagen. Centran sus campañas de publicidad en la seguridad y les perjudicaría reconocer que los han engañado.
– Está bien. Me apunto. ¿Qué estamos buscando?
– Vive ahí -dijo Sean tras retirar las cortinas apolilladas, apuntando hacia una ventana de enfrente.
– ¿Quién? -preguntó Liam. Cuando Sean le entregó la foto de una mujer, la ladeó hacia la luz procedente de una farola de la calle. Tenía un aspecto muy normal, tenía gafas, llevaba el pelo recogido hacia atrás, una camisa muy formal y un pañuelo enrollado al cuello con arte-. Se parece a mi profesora de tercero, la señorita Pruitt.
– Eleanor Thorpe, veintiséis años, licenciada con honores en Harvard, Empresariales. Entró de contable en el Banco Intertel de Manhattan nada más licenciarse. Una empleada ejemplar. Hace mes y medio dimitió sin dar explicaciones y vino a Boston. Está buscando otro trabajo en el mismo sector. Llamó a Intertel para pedir una carta de recomendación.
– ¿No es un poco raro para ser una malversadora?
– Puede ser una estrategia para que no sospechen de ella. Vive en el tercer piso, el último. Todas las ventanas son de su apartamento: el dormitorio a la derecha, el salón en la izquierda. Vigílala, toma nota de las visitas que recibe, apunta sus movimientos -Sean le entregó una segunda fotografía, esa de un hombre de aspecto conservador-. Es su cómplice, Ronald Pettibone, treinta y un años, trabajaban juntos en el banco. Quiero saber si viene a buscarla. Necesito fotos en las que aparezcan juntos.
– ¿Y ya?, ¿solo tengo que esperar a que venga?
– Exacto. Si cometieron la estafa juntos, tendrán que ponerse en contacto para repartirse el botín. Cuando vuelva de Atlantic City…
– ¿Qué pasa en Atlantic City?
– Hay un marido adúltero -dijo Sean-. Rico. Y una cláusula de indemnización por infidelidad en un contrato prematrimonial. La mujer necesita pruebas.
– ¿Por qué no me dejas que haga yo ese trabajo y tú te quedas aquí, helándote en el desván?
– Quiero saber a quién ve, dónde va -continuó Sean.
– ¿Por qué no le pinchas el teléfono o le pones micros dentro de casa?
– Te pueden encarcelar por eso.
– ¿Y por espiar no?
– No.
– ¿Qué tiempo estarás fuera? Si yo fuese a Atlantic City, me divertiría un poco, conocería a algunas mujeres, iría a algún casino. Conozco a una señorita con un trasero impresio…
– Es un viaje de trabajo -atajó Sean.
– Cuesta creer que seas un Quinn -Liam rió-. Está claro que te pasaron por alto cuando estaban repartiendo los genes de la familia.
– Tengo mejores cosas que hacer que dedicarme a perseguir mujeres -murmuró Sean.
– Oye, que yo no persigo mujeres. Son ellas las que me siguen. Lo que no entiendo es por qué te siguen persiguiendo a ti. Quizá les guste ese aire distante que tienes. O se lo toman como un reto. Estoy deseando que la maldición de los Quinn te atrape.
– No pasará si me mantengo alejado de las mujeres -contestó Sean-. Eres tú quien debería preocuparse.
– ¿Por qué? -Liam frunció el ceño-. Yo amo a las mujeres. A toda clase de mujeres. Si sigo yendo de una a otra, no me atrapará ninguna.
En cualquier caso, a ninguno de los hermanos les gustaba excederse bromeando sobre la maldición de los Quinn. Durante toda la infancia, su padre los había prevenido contra los peligros del amor, ocultando su propia desconfianza hacia las mujeres con las historias de los Increíbles Quinn. Pero después de que tres de los hijos cayeran en las redes de una mujer, Seamus había declarado que habían sido víctimas de una maldición lejana.
Les había contado aquella nueva historia una noche, estando todos reunidos en la barra del pub. Y aunque a los tres hermanos mayores les parecía una bobada, los tres pequeños no eran tan escépticos. Liam no estaba dispuesto a caer en la misma trampa en la que habían caído Conor, Dylan y Brendan. De hecho, sabía el secreto, la razón por la que Olivia, Meggie y Amy se las habían arreglado para capturar a uno de los Quinn.
– Nunca vayas al rescate de una damisela en apuros -murmuró. Por algún motivo, una vez que un Quinn acudía en auxilio de una mujer este quedaba condenado.
Miró la hora. De haber sido un viernes normal, estaría detrás de la barra, examinando a las mujeres del pub y decidiendo a cuál seducir esa noche, Aunque los tres hermanos Quinn mayores estaban fuera del mercado, las mujeres seguían detrás de los tres más jóvenes.
– Te he comprado cerveza y unos sandwiches -dijo Sean-. Están en la nevera. Hay un chino con comida para llevar justo abajo. Una cafetería en la esquina. Si tienes que salir, deja grabando la cámara. Volveré el domingo por la noche, lunes por la noche como muy tarde.
– ¿Qué hago si el tipo aparece?, ¿lo sigo a él o a ella?
– Me llamas. Tienes mi móvil. Luego consigue todo lo que puedas de él: modelo del coche, matrícula, cualquier cosa que nos sirva para localizarlo. Como si tienes que forzar la puerta de su coche, qué diablos.
– ¿Y no me encarcelarán por eso? -preguntó sonriente Liam.
– Solo si te arrestan -dijo Sean camino de la salida.
Liam miró a su hermano abandonar el desván y cerrar la puerta. Luego se centró en el trabajo que le habían encomendado. Aunque no se daban las condiciones ideales, sus colaboraciones con Sean solían ser sencillas. Se giró hacia la ventana y orientó el teleobjetivo al apartamento del tercero. Había luz en todas las habitaciones y el objeto de su vigilancia estaba sentado en el salón. A pesar de que le daba la espalda, Liam intuía que la mujer estaba leyendo un libro.
De pronto se puso de pie, sujetando el libro con una mano y haciendo aspavientos con la otra. Liam aguzó la vista, tratando de averiguar con quién demonios estaba hablando. Pero estaba sola.
– Aquí control, tenemos a una chiflada – murmuró.
Liam deslizó el objetivo a lo largo de su cuerpo. Era una mujer alta, esbelta, de melena oscura hasta media espalda. Unos vaqueros se ceñían a su trasero y la camiseta era suficientemente ajustada para marcar unos hombros delicados y una cintura estrecha.
– Vamos, Eleanor -dijo Liam-. Date la vuelta, que te eche un vistazo. No estoy acostumbrado a pasar viernes por la noche sin compañía femenina.
Pero no se giró. Sino que dejó el libro y echó a andar hacia el dormitorio, demasiado rápido para enfocarle el perfil. Cuando volvió a tenerla encuadrada, estaba de pie frente al armario. Luego, con un movimiento lento y sinuoso, se sacó la camiseta por encima de la cabeza. Liam contuvo la respiración un segundo antes de soltarla.
– Guau -murmuró. Aunque se sentía como un voyeur, no podía retirar la vista del teleobjetivo-. Date la vuelta, date la vuelta -añadió mientras le hacía una fotografía.
Pero, como si estuviera provocándolo, continuó de espaldas. Lo siguiente en caer fueron los pantalones. Los empujó caderas abajo y sacó los pies de las perneras. Sin más ropa que el sostén y las braguitas, se agachó para recoger los vaqueros del suelo, ofreciéndole a Liam un panorama tentador de su trasero.
– Ropa interior negra. Un tanto atrevido para ser contable -murmuró al tiempo que le hacía otra foto.
De repente, el frío y la humedad del desván no parecían molestarlo. La sangre le circulaba un poco más rápido, avivada por el objeto de sus pesquisas. Liam acercó la cámara todavía más contra el cristal mugriento de la ventana.
– Ahora el sostén. O las bragas -murmuró él-. Soy de fácil conformar. Lo que tú prefieras.
Momento en el que la mujer se dio la vuelta y pareció mirarlo directamente a él, con aquel cabello negro enmarcando un rostro de facciones exquisitas.
Liam soltó un exabrupto y se retiró de la ventana de un brinco, dejando caer la cámara sobre el pecho. Era muy bella, nada que ver con la fotografía que le había enseñado Sean.
– Maldición -Liam se pasó una mano por el pelo. Debía de haberse equivocado de ventana. Agarró la cámara, la enfocó al edificio y volvió a contar los pisos mientras repasaba la descripción que le había dado su hermano.
Pero no parecía haberse confundido y cuando se fijó de nuevo en la mujer, se había vuelto a girar y tenía una mano en el cierre del sujetador. Liam tragó saliva. Había estado en locales de striptease más de una vez y había visto cómo se desnudaban las mujeres para deleite de los clientes. Pero eso era algo más que un simple cuerpo fabuloso. Tenía algo… íntimo. De modo que cuando se cubrió con una bata de seda, Liam respiró aliviado.
¿Quién sería? Desde luego, no era la mujer de la fotografía, de aspecto conservador y eficiente. Pero quizá fuera parte del plan. Sean había dicho que Eleanor Thorpe era sospechosa de una malversación de un cuarto de millón de dólares.
¿Qué mejor manera de llevar a cabo un delito así que hacerse pasar por la típica empleada de fiar?
– No -murmuró cuando la mujer se acercó a la ventana-. Las cortinas no. Déjalas abiertas -pidió Liam. Pero en vano.
Luego arrastró una silla vieja hacia la ventana, se sentó y puso los pies en el alféizar. Permaneció atento al apartamento un buen rato, imaginándose a la mujer de dentro. Y cuando las luces se apagaron horas después, dio un trago largo a la cerveza que había abierto.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, preparándose para una larga noche. La veía en su cabeza, girándose hacia él, dejando caer la bata al suelo. Se imaginó su cuerpo, de pechos perfectos, cintura estrecha y largas piernas torneadas. Luego empezaba a moverse a un ritmo provocativo registrado por el teleobjetivo de la cámara.
Liam no sabía cuánto tiempo había estado dormido ni qué lo había despertado: si un ruido en la calle o quizá la intuición de que algo pasaba. Se frotó los ojos, miró el reloj. Era casi medianoche, el desván estaba helado por el viento húmedo que soplaba afuera.
Se puso recto sobre la silla, se calentó los brazos, se peinó con los dedos. El apartamento de enfrente seguía a oscuras, pero Liam agarró la cámara y observó a través del teleobjetivo de todos modos. En algún lugar lejano se oía una sirena y, más cerca, sonó el ladrido de un perro. Después se encendió una luz extraña en la ventana del apartamento de Eleanor Thorpe.
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