– ¡Santo cielo! -Conor soltó una carcajada-. ¿Te cuelas en la casa de una mujer, te ata y, aun así, consigues ligártela? ¿Te dio su teléfono?

– No -Liam se encogió de hombros y sonrió-. Pero sé dónde vive.

Conor dio un trago largo de cerveza. Luego se levantó de la banqueta y sacó las llaves.

– Sabes lo que esto significa, ¿verdad? Cuando un Quinn acude en auxilio de una mujer, está acabado. Has caído en sus garras, Li. No hay vuelta atrás.

– No pensarás que me creo toda esa basura de los Increíbles Quinn, ¿verdad? -contestó Liam-. He hecho una buena obra, nada más. No volveré a verla.

No le daba miedo exponerse al amor. Sabía arreglárselas para que no lo cazaran del todo y siempre era él quien rompía antes de que las relaciones se consolidaran. Además, no tenía intención de tener una relación con una presunta malversadora.

– Mantente alejado de ella. Podría decidir presentar cargos en tu contra y solo tengo influencia con los chicos de esta comisaría -Conor suspiro-. Por cierto, estamos pensando en reunimos para el bautizo de Riley. Olivia te mandó una invitación. ¿La has recibido?

– Sí, me acercaré. ¿Quién más se pasará?

– Todos.

– ¿Mamá también?

– Por supuesto -dijo Conor-. Es la abuela de Riley. Y también los padres de Olivia, de Florida.

Desde que Fiona había reaparecido en sus vidas hacía algo más de un año, las reuniones familiares se habían sucedido. Primero la boda de Keely y luego habían celebrado el cumpleaños de Seamus en el pub. En mayo había sido la boda de Dylan y Meggie. Habían celebrado las navidades en casa de Keely y Rafe. Y todos se habían juntado en el hospital la noche en la que había nacido Riley, una familia grande y ruidosa, que todavía estaba aprendiendo a portarse como tal.

Aunque el padre de Liam iba reconciliándose con su esposa fugitiva, no se habían cerrado todas las viejas cicatrices. Conor había aceptado a su madre de vuelta sin hacer preguntas, al igual que Dylan y Brian. Pero Brendan había mantenido una actitud de distanciamiento, mientras que Sean se mostraba abiertamente hostil con Fiona. Liam no sabía qué sentir todavía. Aunque quería conocer a su madre, no tenía un pasado que lo uniera a ella. Se había marchado cuando solo tenía un año.

– Cuenta conmigo -dijo por fin.

– De acuerdo. Y mira a ver si puedes convencer a Sean para que venga -le pidió Conor-. No le digas que Fiona irá. Ah, tráete la cámara.

– ¿Algo más?

– Solo asegúrate de no meterte en líos hasta entonces.

– Oye, no le cuentes nada de esto a Sean, ¿de acuerdo? Me va a pagar un buen pico por ayudarlo con este caso y me vendría bien el dinero.

– No te preocupes -Conor sonrió. Luego echó a andar y, tras despedirse de Seamus, salió del pub.

Liam se terminó la cerveza y siguió a Conor afuera. Se subió la cremallera de la chaqueta y caminó calle abajo. Compartía un piso con Sean a siete manzanas del pub. Podía ir a casa y descansar o volver al desván y echar un ojo a Ellie Thorpe.

Liam sacudió la cabeza mientras se dirigía hacia la parada del autobús. No volvía por ella. Le habían encargado un trabajo y le había prometido a Sean que lo haría. Que no hubiera podido quitarse a Ellie de la cabeza desde que la había conocido no significaba nada en absoluto.


– ¡Descafeinado de máquina!

Un hombre con traje de negocios apartó a Ellie para recoger su café de la encimera. Ellie se pasó la mano por el pelo y bostezó. Contó el número de personas que tenía delante y decidió que pediría cuatro cucharadas de café, en vez de las dos de costumbre. Desde su encuentro con Liam Quinn hacía tres noches, no había conseguido dormir bien ni un día.

Lo recordó tumbado, atado sobre el suelo del salón. Sintió calor en las mejillas. Nunca había imaginado que su siguiente encuentro con un hombre atractivo incluiría un numerito sadomasoquista. Solo pensar en juegos sexuales con un hombre como Liam Quinn le bastaba para que la sangre bombeara con mucha más eficiencia que mediante cualquier dosis de cafeína.

Por suerte, la policía se lo había llevado antes de considerar más seriamente ese tipo de pensamientos. Al marcharse de Nueva York se había jurado olvidarse de los hombres durante una temporada. No porque no le gustaran, sino porque ella no parecía gustarles nunca a ellos lo suficiente. Había tenía cinco relaciones serias en otros tantos años y todas habían terminado por motivos que se le escapaban. Un día todo era perfecto y al siguiente volvía a estar sola.

Después de la segunda ruptura, Ellie había decidido que los hombres eran inconstantes. Tras la tercera, había tomado la decisión de ser más cuidadosa con los hombres que elegía. A la cuarta había empezado a preguntarse si se debía a ella. Y después de cortar con Ronald Pettibone, había llegado a la conclusión de que no estaba hecha para tener relaciones de pareja.

Ronald había sido un hombre tranquilo, modesto, entregado a su trabajo en el banco. No bebía, no fumaba, ni siquiera tenía muchos amigos masculinos. Desde que se habían conocido, solo había tenido ojos para ella. Ellie había tenido la certeza de que por fin había encontrado un hombre digno de amar. Y luego, de pronto, se había vuelto a terminar, sin razón alguna. Incapaz de seguir trabajando con él, había decidido marcharse de Nueva York y empezar de cero en Boston.

Pero no había supuesto que se sentiría tan sola. No conocía a nadie en la ciudad y, a falta todavía de trabajo, no tenía forma de hacer amigos. La única persona que la reconocía era la chica de pelo rizado que le servía el café cada mañana.

– Un café con leche en taza grande con cuatro cucharadas de café, Erica -dijo Ellie con una sonrisa radiante.

Erica la miró con extrañeza, como tratando de ubicar su cara.

– Un dólar veinte, señorita.

Ellie miró el reloj. Solo eran las siete. Empezaba el día dos horas antes de lo habitual. Tal vez Erica no estuviese acostumbrada a verla tan temprano. Ellie se dijo que debía releer uno de sus libros de autoayuda. Esa semana tenía cuatro entrevistas de trabajo y no podía permitir que la chica de los cafés hiciera mella en su seguridad.

Sacó el monedero del bolso. Ya se había presentado a otros seis bancos y le extrañaba que no la hubieran llamado de ninguno. Aunque había dejado su trabajo en Nueva York de forma precipitada, se había marchado amistosamente. Su jefe anterior no tenía motivos para dar de ella más que buenas recomendaciones. Ellie suspiró. Quizá no había muchos puestos vacantes en el sector.

Ellie pagó el café, agarró el vaso de plástico y se lo llevó a la mesa donde estaban los sobrecitos de azúcar. Echó dos y, una vez satisfecha, se giró hacia la puerta. Frenó en seco. El objeto de sus sueños insomnes estaba haciendo cola para el café, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y una chaqueta de cuero realzando la envergadura de sus hombros.

Miró hacia la puerta y se preguntó si debía limitarse a salir. Él no la había visto todavía y podía marcharse de forma inadvertida. Pero se sentía obligada a decirle algo. Debía darle las gracias. Probablemente, le había salvado la vida.

De modo que se situó detrás de él y le dio un toquecito sobre un hombro. Cuando se giró y la miró a los ojos, Ellie notó que el corazón le temblaba. De nuevo, se quedó embelesada con aquel increíble color de ojos, una mezcla extraña de verde y dorado. Tragó saliva.

– Hola -lo saludó.

– ¡Hola! -exclamó sorprendido Liam. Le lanzó una mirada de extrañeza, al igual que antes Erica, y, por un momento, se preguntó si recordaría quién era. Se obligó a sonreír.

– Soy Ellie -explicó-. Eleanor Thorpe. De…

– Ya -dijo él-. Sé quién eres. No es fácil olvidar a la mujer que me ató y me mandó arrestar.

– Lo siento -se disculpó Ellie-. Llamé a la comisaría el sábado por la mañana y me explicaron todo. Que no eras un ladrón ni estabas fichado por nada. Que era verdad que habías ido a rescatarme. Creo que te tengo que estar agradecida.

Liam miró a su alrededor con cierto nerviosismo, luego fijó la vista en el menú que había sobre la encimera. Ellie se preguntó por qué se mostraba tan distante. ¿Se sentía violento por lo que le había hecho?, ¿o simplemente no le apetecía hablar por hablar? La otra noche había estado encantador y, de pronto, parecía como si quisiera estar en cualquier lugar antes que allí, con ella.

– Bueno, tengo que irme.

– Sí -murmuró él-. En realidad no te salvé. El tipo solo querría algo de dinero, joyas…

– No, no, claro que me salvaste -insistió Ellie-. En comisaría me dijeron que era una suerte que hubieses aparecido. Muchos ladrones van armados y, si lo hubiera sorprendido en mi apartamento, podría haberse puesto nervioso y dispararme. Lo cual te convierte en… un caballero de brillante armadura.

– No, no, para nada.

Un silencio incómodo se instaló entre los dos. Por fin, Ellie resolvió que había llegado el momento de despedirse.

– Bueno, me voy -dijo encogiéndose de hombros-. Gracias de nuevo.

– No hay de qué.

Ellie echó a andar hacia la puerta con paso indeciso. Luego paró. ¿Estaba tonta? No tenía ni un amigo en Boston y Liam Quinn era la primera persona interesante que había conocido allí. Aunque fuese un hombre y se hubiese jurado prescindir de ellos durante al menos un año, al menos podía intentar ser su amiga.

Ellie se giró, volvió hasta él y respiró profundamente antes de hablar:

– ¿Te gustaría cenar conmigo? -le preguntó sin reparar siquiera en que le estaba hablando a la espalda. Lo rodeó para que pudiera verla-. ¿Te gustaría cenar conmigo?

– ¿Yo?

– Siento que debería hacer algo por ti. En señal de agradecimiento.

– En realidad no fue nada.

– ¿Te caigo mal por alguna razón? -preguntó ella con el ceño fruncido.

– No te conozco -se limitó a responder Liam.

– Pero te noto incómodo. ¿Es porque te até? Si hubiera sabido que querías ayudarme, no lo habría hecho -Ellie se aclaró la voz-. No soy de esas mujeres que se sienten obligadas a dominar a los hombres. Te pegué en la cabeza porque tenía miedo y te até porque no quería que te escaparas.

– Entiendo.

– De acuerdo. Quería que quedase claro – Ellie tragó saliva y sonrió-. Encantada de volver a verte. Suerte con tus fotos.

Ellie se dio la vuelta con la sensación de que acababa de hacer el ridículo. Sabía suficiente de hombres para intuir cuándo alguien no estaba interesado en ella. Y Liam Quinn no podía haberse mostrado más indiferente. Tal vez irradiara algún tipo de aura extraño que los hombres encontraran repulsivo. Según el autor de “Lo que de verdad piensan los hombres”, el libro que había leído tras romper con Ronald, las mujeres que no estaban interesadas en una relación emitían señales sutiles de indiferencia que solo podían captar los hombres.

– ¿Ellie?

Se paró, giró la cabeza hacia Liam.

– ¿Sí?

– Me encantaría cenar contigo. ¿Cuándo?

– ¿Qué… qué tal esta noche?

– Perfecto. ¿A qué hora?

– ¿A las siete te va bien?

– Te veo a las siete -contestó Liam al tiempo que asentía con la cabeza-. Sé dónde vives.

Ellie sonrió y salió del café a toda velocidad, antes de que Liam cambiara de opinión. Por primera vez desde que estaba en Boston, tuvo la sensación de que podría gustarle vivir ahí. Había hecho un amigo y, aunque era el hombre más atractivo que jamás había visto, solo iba a disfrutar de su compañía, no a embarcarse en una aventura.

Ya en la calle, miró hacia atrás con la esperanza de verlo una última vez. Pero cuando se giró y siguió camino a casa, se chocó contra un hombre en la acera. Ambos pararon. Ellie se quedó de piedra.

– ¿Ronald?

– ¿Eleanor?, ¿qué haces aquí?

– ¿Yo? Ahora vivo aquí -contestó Ellie mirando a la cara del hombre que había sido su amante. Estaba muy cambiado. Llevaba el pelo mucho más largo de lo que recordaba y parecía haberse dado reflejos. Y no llevaba gafas. Y estaba moreno-. Casi no te reconozco. ¿Qué haces en Boston?

– Es increíble. Eres la última persona que esperaba encontrar hoy.

– ¿Entonces no has venido a verme?

– No, ni siquiera sabía que estabas aquí. He venido a ver a un compañero de la universidad. Vive a un par de manzanas de aquí. Me iba a tomar un café antes -contestó Ronald-. Pero quizá el destino haya querido que nos crucemos. He pensado mucho en ti últimamente. Me preguntaba qué tal te iba -añadió mientras le pasaba la mano a lo largo de un brazo.

– Me va bien -contestó Ellie con sequedad.

La sorprendía, pero no sentía la menor atracción hacia él. Al romper se había preguntado si sería capaz de superarlo. Al menos ya sabía la respuesta.

– Deberíamos vernos -sugirió Ronald-. ¿Qué haces esta noche?

– Ronald, he empezado una vida nueva – Ellie suspiró-. Lo que teníamos no funcionó y he seguido adelante. Creo que tú deberías hacer lo mismo. Me alegro de haberte visto, pero ahora tengo que irme.