– No creo. Amy puede financiar el centro, Rafe arreglarlo. Brian puede publicar un artículo en el Globe y Liam hacer unas fotos de promoción. Olivia puede encargarse de conseguir muebles usados y Lily te proporcionará un buen relaciones públicas. Eleanor trabaja en un banco, así que podría llevar la contabilidad.
– ¿Y qué harás tú por mí?
– Ofrecerte apoyo moral y relajarte -contestó Sean sonriente.
Después de abrazarlo, fue hacia un lavabo viejo que colgaba de una pared.
– ¿Qué harás con el dinero?
– ¿Qué dinero? -preguntó Sean.
– El que te voy a pagar. ¿Qué harás con él? Sean se había olvidado por completo del dinero. Aunque era lo que lo había metido en aquella situación al principio, ya no le importaba en absoluto.
– Había pensado abrir un despacho. Llevo un tiempo ahorrando un poco. Trabajando en casa no es fácil conseguir una buena cartera de clientes. Necesito tener un sitio donde establecer el negocio.
– ¿Es un negocio lucrativo?
– Para algunos -contestó Sean.
– ¿Para ti lo es?
Era obvio por qué lo preguntaba. Una chica rica como ella no podía casarse con un hombre corriente como Sean Quinn. Él llegaba a fin de mes con apuros para pagar el alquiler. Conducía un coche destartalado, ni siquiera tenía un traje decente. Y ella estaba a punto de embolsarse cinco millones de dólares.
– Nunca seré millonario como tú.
– ¿Y eso te importa?
– No. ¿Y a ti? -contestó Sean y Laurel negó con la cabeza.
– No me malinterpretes. Tener dinero está bien. Pero daría hasta el último dólar por tener una familia. Por tener a mi madre y a mi padre. Por tener hermanos. Gente que me quiera. Suena hueco, pero el dinero no lo compra todo. El amor no puede comprarse.
– Tú te has comprado un marido -dijo él.
– Pero sólo por un mes -Laurel esbozó una sonrisa débil-. Al final del mes te volverás a tu casa. Puede que antes si Amy acepta financiar el proyecto -añadió mientras se acercaba a las ventanas de la pared opuesta.
De pronto, Sean lamentó haber llamado a Rafe. Si Amy financiaba el proyecto, Laurel ya no necesitaría sus servicios. Le extendería un cheque y lo mandaría de vuelta a su casa. Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en dejar a Laurel. No estaba preparado para que saliese de su vida. Pero tampoco lo estaba para pedirle que se casara con él.
Había una forma sencilla de averiguar lo que ella sentía, pensó. Podía poner todas las cartas encima de la mesa y reconocer que estaba locamente enamorado de ella. Sean sabía que podría ver su reacción en sus ojos. Durante la última semana, había aprendido a captar lo que sentía.
Y si sabía lo que Laurel sentía, entonces, tal vez, podría arriesgarse. Pero debía ser precavido. Aunque sí lo quisiera, ¿qué le garantizaba que siguiera sintiendo lo mismo al cabo de un mes o un año? Fiona Quinn había querido a su marido y se había marchado cuando la situación se había complicado. Laurel podía hacer lo mismo.
Sean se mesó el cabello. ¿Por qué había sido todo tan fácil para sus hermanos y era tan complicado para él? Todos se habían enamorado y había sabido lo que querían perfectamente en cuestión de semanas.
Tal vez no existiese ninguna maldición familiar. Y tal vez Laurel no fuera la mujer de su vida. O quizá necesitaba un poco más de tiempo.
Capítulo 8
Laurel se alisó la falda del vestido y comprobó que tenía los botones de delante bien abrochados.
– ¿Cómo estoy? -preguntó.
– Estás preciosa -dijo él mientras se hacía el nudo de la corbata-. ¿Estás segura de que tengo que llevar esto?
– Sólo va a ser un rato. Nos tomamos una copa con Sinclair, cenamos y luego te la quitas. Además, tienes que acostumbrarte a llevar corbata para el trabajo. Te hace parecer respetable y un detective privado debe dar confianza – contestó Laurel mientras le ajustaba el nudo-. Creo que Sinclair quiere que hablemos del fideicomiso. Alistair ha insinuado que ha hablado del tema en Nueva York -añadió mientras mi raba a Sean a través del espejo al que se estaba mirando.
– ¿Y se acabó?
– Te extenderé un cheque y podrás irte a casa… en cuanto cobre el fideicomiso -dijo ella asintiendo con la cabeza.
– ¿Es eso lo que quieres?
Laurel se obligó a sonreír. No, no era lo que quería, pero Sean no le estaba ofreciendo nada más. Le había dado un sinfín de oportunidades para que le confesara la hondura de sus sentimientos. Pero cada vez que hablaban en serio sobre el futuro, se sumía en un silencio tan impenetrable como un muro de ladrillos.
– Ése era el trato.
– Sí.
– Venga, vamos -finalizó Laurel tras respirar profundamente.
Le había costado una inmensidad no decirle que lo quería. Pero, por primera vez en su vida, no se había dejado llevar por un acto impulsivo y había mantenido la boca cerrada. Quizá se le había pegado un poco el carácter de Sean.
Bajaron las escaleras juntos, dados de la mano. Al entrar en la biblioteca, le dio un pellizquito para animarla. Alistair puso una Guinness a Sean y una copa de vino blanco para Laurel en la mesa pegada al sofá.
Como de costumbre, Sinclair no reparó en su llegada. Esa vez tenía la nariz hundida en una revista de filatelia. Pero Laurel no estaba dispuesta a seguirle el juego. Tomaría la iniciativa, como había hecho Sean en el primer encuentro con su tío.
– ¿Qué tal la subasta, tío? ¿Has conseguido la moneda que querías?
– Estás distinta -comentó Sinclair tras levantar la mirada de la revista.
– Gracias -dijo ella.
– No he dicho que estés más guapa, digo que estás distinta.
– Bueno, por lo menos has notado algo. Ya es algo.
– Un vestido con rosas -señaló Sinclair tras dejar la revista.
– No, son peonías, no es lo mismo.
– ¿Qué tal la subasta? -terció Sean, poniendo fin a aquel duelo dialéctico.
– Mirad qué maravilla -dijo Sinclair tras abrir una cajita con una moneda.
– ¿Sabes lo que más me asombra de tu amor a las monedas? -preguntó Sean.
– ¿El qué, Edward?
– Que puedes tener en la mano lo que más amas -contestó al tiempo que agarraba la moneda-. Puedes cerrar la mano y no soltarla nunca. Y nadie puede quitártela. Hay pocas cosas que estén tan seguras.
Laurel contuvo la respiración, sorprendida por las palabras de Sean. ¿Se refería a la moneda o a ella misma? Sinclair había hecho lo posible por atarla a la casa con aquellas reglas tontas para obtener el fideicomiso. Se sentía como si fuese una moneda, una posesión que Sinclair no necesitaba, pero tampoco quería entregar a nadie más.
– Es bonita -añadió Sean tras abrir la mano y devolverle la moneda.
– Sí -Sinclair miró a Laurel a los ojos por primera vez desde hacía años-. Supongo que es hora de hablar de tu fideicomiso… Edward, eres consciente de que Laurel es heredera de una fortuna considerable. Su padre me nombró administrador de un fideicomiso y decidí que Laurel recibiría el dinero tras cumplir veintiséis años y casarse -añadió dirigiéndose a Sean de nuevo.
– Me lo ha dicho, sí -contestó éste.
– Me he asegurado de que el marido no pueda beneficiarse de ese dinero.
– Me da igual -Sean se encogió de hombros-. No me he casado con Laurel por dinero.
Laurel se dio cuenta de que no estaba respirando. Tragó saliva e intentó calmarse. Había entrado en la biblioteca con la idea de recibir un cheque, no de asistir a un examen.
– ¿Por qué te has casado con Laurel? -preguntó Sinclair.
– Porque la quiero.
– ¿Y crees que tu matrimonio durará muchos años?
– Sí -Sean asintió con la cabeza.
– Perfecto -Sinclair alzó una mano y Alistair le entregó un cheque. Laurel trató de contener la emoción. Pero no era una felicidad completa. Su futuro estaba a punto de empezar, pero su presente con Sean quedaría atrás-. Dados los tiempos que corren, me ha parecido necesario tomar unas precauciones por si el matrimonio resulta no ser… ¿cómo decirlo? Permanente. A tal fin, he decidido que te entregaré el dinero a plazos. Te daré doscientos cincuenta mil dólares hoy, quinientos mil en tu primer aniversario, un millón en el segundo, dos en el tercero y el resto en el cuarto. Si sigues casada, habrás recibido todo el dinero a los treinta y un años. Me parece una propuesta razonable.
– Ése no era el trato -Laurel se puso de pie-. No puedes hacerme esto. No puedes cambiar las reglas a mitad del juego.
– Puedo hacer lo que quiera -Sinclair se puso firme en la silla-, Ah, y otra condición. Tu marido y tú tenéis que seguir viviendo en la mansión. Ésta es la casa de los Rand y cualquier descendiente debe nacer y criarse aquí.
– ¿Por qué?, ¿por qué lo haces? -exigió Laurel-. ¿Quieres que te odie?
– Quiero que seas feliz -contestó su tío como si fuese una respuesta evidente para todos menos para ella.
– Pues no lo parece -Laurel, incapaz de contenerse más, arrugó el cheque, se lo tiró a la cabeza y salió de la biblioteca. El cuerpo le temblaba, no sabía si gritar o llorar. ¡Tenía veintiséis años y estaba sometida por un hombre de ochenta!
Subió las escaleras de dos en dos y se encerró en su habitación de un portazo.
– Se acabó. No aguanto más. Que se quede con el dinero y se lo meta por… -Laurel dejó la frase a medias. Abrió unas maletas y empezó a sacar ropa del armario-. ¡Vete! -gritó cuando oyó que llamaban.
La puerta se abrió y Sean entró en la habitación.
– ¿Qué haces? -preguntó mirando las maletas.
– Estoy harta. Me da igual el dinero, me da igual el centro. No es más que un sueño estúpido. Creía que podía hacer algo de lo que mis padres se habrían sentido orgullosos, pero es imposible. Me voy a buscar apartamento e intentaré encontrar trabajo como profesora otra vez. Tengo que seguir adelante con mi vida.
– Quizá te venga bien esto -Sean le ofreció el cheque arrugado.
– No, no quiero el dinero de Sinclair.
– Es tu dinero, Laurel. Y con esto tienes suficiente para empezar la rehabilitación, hasta que Amy te conceda la subvención. Todavía puedes sacar el proyecto adelante. Sabes que puedes.
Se le agolparon las lágrimas en los ojos, pero pestañeó para no verterlas. Se negaba a llorar, se negaba a entregarle a Sinclair esa última pizca de dignidad. Pero cuando Sean le acarició una mejilla, no pudo evitar que se le escapara una.
– No puedo seguir así. No puedo seguir luchando con él -dijo mientras se dejaba abrazar-. Quiero empezar a vivir mi propia vida y aquí no puedo.
– Dale un poco más de tiempo nada más – dijo Sean-. Quédate esta noche conmigo, a ver cómo te encuentras mañana.
– ¿Por qué te importa tanto? -preguntó ella y Sean la miró a los ojos.
– Quiero que seas feliz.
– Pero no podemos seguir con esto -dijo frustrada.
– ¿Por qué no? Sinclair no ha pedido ninguna prueba de que estemos casados. Se volverá a Maine. Viviremos en la mansión cuando venga y seguiremos nuestras vidas cuando no esté. Hasta podría vivir aquí todo el tiempo. Me ahorraría el alquiler.
– ¿Ha… harías eso por mí?
– No tengo nada mejor que hacer.
– Si Sinclair descubre que no estamos casados, se quedará con todo hasta que cumpla treinta y uno. Quizá decida esperar hasta que cumpla cincuenta.
– ¿Cómo va a enterarse?
– Si pudiera pagarte un año, lo haría. Pero no puedo. Quinientos dólares al día hacen…
– No tienes que pagarme -atajó él.
– ¿Te quedarías sin ningún motivo?
– Tengo mis motivos. Quiero ver cómo inauguras tu centro. Con eso me basta.
– No puedo pedirte que hagas eso -Laurel negó con la cabeza-. Quieres empezar con tu negocio y…
– Eso puedo hacerlo de todos modos.
– ¿Y… cómo serían las cosas? -preguntó vacilante tras unos segundos.
– Yo iría a trabajar por la mañana, igual que tú. Volveríamos a casa y cenaríamos juntos.
– Quiero decir qué pasará con nosotros. ¿Qué tipo de relación tendremos?
– No sé -contestó Sean tras considerar la respuesta un rato-. Tendremos que verlo sobre la marcha.
Laurel pestañeó, bajó la mirada hacia las manos. Quería que fuese su amor, su vida. Quería que le prometiese que se quedaría para siempre. Pero era obvio que no estaba preparado para hacerle esa promesa. Aunque había aprendido a quererlo también por su vulnerabilidad, era esa vulnerabilidad lo que le impedía devolverle el amor que ella le profesaba.
– Te… te agradezco la propuesta, de verdad. Lo pensaré -añadió mientras se desplomaba sobre la cama.
– Lo pensaremos juntos -Sean se tumbó junto a ella-. Sólo necesitamos un poco más de tiempo.
Laurel exhaló un suspiro. Quizá era cierto. A veces era demasiado impaciente. Pero, ¿cuánto estaba dispuesta a esperar para ver hecho realidad su sueño? ¿Y cuánto tiempo tardaría Sean Quinn en reconocer que la quería? ¿Sucedería algún día o tendría que pasarse el resto de la vida esperando?
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