– Tienes todo lo que necesitas -dijo Fiona.

– Sí… bueno, no todo.

Se quedaron en silencio hasta que, por fin, Fiona se animó a preguntar:

– ¿Qué pasó con Laurel?

Sean se encogió de hombros. Un mes atrás no soportaba estar en la misma habitación que su madre y, de pronto, sentía que podía confiar en ella. Costaba creer que fuese el mismo hombre.

– No sé… terminó tan rápidamente como empezó. Sin motivos. O quizá no teníamos motivos para seguir.

– ¿Discutisteis?

– No, simplemente nos separamos. Sólo tuvimos tiempo para estar juntos una semana. La gente no se enamora tan rápidamente.

– Tu padre y yo sí -contestó ella-. Nada más verlo, supe que me casaría con él. Y a él le pasó lo mismo conmigo. Eso pasa mucho en la familia Quinn. Puede dar miedo, pero nunca sabrás si la relación podía funcionar si no lo intentas.

– No quiero equivocarme y pasarme la vida como papá, amargado y lleno de resentimiento.

– No tiene por qué pasarte. Nosotros fuimos demasiado testarudos como para reconocer que teníamos problemas. A veces me pregunto si las cosas habrían sido distintas si nos hubiésemos sentado a hablar con calma. ¿No puedes hablar con esta chica, Laurel?

– Con ella hablo como no he hablado con nadie. Ni siquiera con Brian. Le puedo decir cualquier cosa… menos cuánto la quiero.

– La quieres.

– Sí.

– Entonces, ¿qué haces sentado en esta despacho diciéndomelo a mi?

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

Sean empezó a dar vueltas por el despacho.

– Está bien, voy a hacerlo. Se lo voy a decir. Y si no me quiere, fin de la historia -corrió hacia la puerta. Luego se giró hacia su madre-. Gracias.

– De nada -dijo Fiona-. Por cierto, antes de irte, venía para avisarte de que dentro de dos sábados hay reunión familiar en casa de Keely. A las cinco de la tarde. Se han mudado y quieren celebrar una fiesta de inauguración. Sé que no sueles ir a estas cosas, pero…

– Estaré -atajó Sean, ansioso por marcharse- ¿Te importa anotar el día en mi agenda? Está ahí, sobre la mesa. Y echa el cerrojo al salir.

Había aparcado a mitad de calle. Para cuando llegó al coche, ya había decidido empezar por buscarla en Dorchester. Si tenía suerte, encontraría a Laurel en el centro. Pensó en llamarla primero, pero decidió que el elemento sorpresa podría jugar a su favor.

Mientras conducía. Sean practicaba lo que iba a decirte. Era consciente de que podía ser el momento más importante de su vida y no quería atascarse:

– Te quiero -murmuró-, Laurel, te quiero, Pero, ¿y si le preguntaba por qué? Sean deseó tener a Brendan o a Brian al lado. A ellos siempre se les había dado bien hablar. Podrían decirle qué palabras escoger para que Laurel lo creyera.

– Te quiero -repitió cuando por fin aparcó frente al centro.

Bajó del coche y notó una presión en el estómago al ver el de Laurel. Entró en el centro, lleno de obreros y ruidos de taladradoras.

– Busco a Laurel Rand -le dijo a un hombre que estaba montando un andamio.

– Está arriba.

– Gracias.

Subió las escaleras de dos en dos, ansioso por verla. Tenía la sensación de que no la veía hacia años y se preguntaba si de veras recordaba lo bonita que era. Una vez arriba, la encontró, Estaba de espaldas a él, así que aprovechó la oportunidad para contemplarla unos segundos. Hasta que, cuando se dio la vuelta, lo vio y se quedó paralizada.

– Sean -acertó a murmurar,

Éste dio un paso adelante. Quiso declarar lo mucho que la quería, pero sólo consiguió pronunciar su nombre:

– Laurel.

– ¿Qué haces aquí?

– He venido a verte. Tengo que decirte una cosa -Sean tragó saliva-. ¿Qué tal estás?

– Bien.

– Sí, estás bien. Mejor que bien -dijo él y miró a su alrededor-. Y el edificio también va bien.

– Todo va bien -Laurel sonrió, confusa todavía.

Sean no soportaba hablar de naderías, pero tampoco podía soltarle de golpe que la quería. De pronto, se le ocurría una idea. Volvería al punto en el que todo había empezado.

– Verás, he venido porque tengo un problema.

– ¿Estás bien? -Laurel se acercó a él.

– Sí, lo que pasa es que necesito… una mujer. Había conocido a una mujer fantástica. Fui un cretino y la fastidié. No le dije lo que sentía por ella. Debería haberlo hecho, pero me dio miedo que ella no sintiera lo mismo por mí.

– Quizá sí sentía lo mismo -murmuró Laurel con la vista clavada en sus ojos.

– Puede. El caso es que quería ofrecerte un trato -Sean sacó la cartera-. Tengo… catorce dólares y… setenta y nueve centavos. ¿Cuántos días puedo comprar por este dinero? -añadió extendiendo la mano hacia Laurel.

– ¿Me estás pidiendo que vuelva a ser tu mujer? -preguntó ella con voz trémula.

– Sí. Y estoy dispuesto a pagarte catorce dólares con setenta y nueve. Pero esta vez no quiero que sea de mentira. Esta vez quiero que nos casemos de verdad, Laurel. Quiero vivir contigo el resto de mi vida.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella, esbozando una sonrisa luminosa.

– Estoy seguro de que te quiero, Laurel. Estoy seguro de que jamás pensé que podría necesitarte tanto. Y sí, estoy seguro de que quiero pasar el resto de mi vida contigo.

– Nos conocemos hace poco.

– Sé todo lo que necesito saber -sentenció Sean. Laurel se lanzó a sus brazos y sus bocas se encontraron en un beso frenético. Sus labios eran como una droga. Sean le acarició las mejillas como si necesitara tocarla para convencerse de que Laurel estaba entre sus brazos de verdad-. Entonces, ¿quieres casarte conmigo?

– Sí -dijo Laurel riéndose-. Por supuesto que quiero.

– Prometo hacerte feliz, Laurel Rand -Sean la agarró por la cintura y la levantó del suelo-. Te quiero, Laurel Rand -gritó, de modo que las palabras quedaran resonando en el edificio.

– Y yo te quiero a ti, Sean Quinn -Laurel lo abrazó.

Mientras la besaba de nuevo, sintió una oleada de felicidad. El amor no era una maldición, no era una enfermedad. De hecho, era lo único que lo unía a sus antepasados Quinn. Porque, a pesar de las historias de su padre, eran las mujeres las que siempre habían hedió que los Increíbles Quinn fuesen los hombres más felices del mundo.

Epílogo

Una noche estrellada iluminaba el jardincito trasero de la casa de Keely y Rafe. Sean miró desde una habitación de la segunda planta al pequeño grupo que se había reunido ya. Conor y Dylan estaban esperando con sus mujeres, Olivia y Meggie, y Olivia sostenía en brazos a Riley, el primer nieto Quinn. Cerca, Brendan miraba una mesa llena de comida mientras Amy se ocupaba de un centro de flores. El resto de la familia estaba por la casa, preparándose para la boda, que debía empezar en diez minutos.

Sean se giró hacia el espejo y, por una vez, consiguió hacerse bien el nudo de la corbata.

– ¿Estás listo? -le preguntó Rafe tras asomar la cabeza por la puerta.

– Sí -Sean se mesó el pelo-. ¿Has visto a Laurel?

– Está abajo esperándote.

Sean terminó de ajustarse la corbata y siguió a su cuñado escaleras abajo, hacia la parte trasera de la casa. Encontró a Laurel en la cocina, esperando con Brian y Lily. Nada más verlo, sonrió.

– Estás guapísimo -dijo y se acercó a darle un beso en los labios-. Hasta la corbata está perfecta.

Aunque habían anunciado la boda como un acto formal, no habían enviado las invitaciones hasta unos pocos días antes. Sean había tenido que alquilar un esmoquin a toda prisa. La familia había creído que se trataba de una reunión para celebrar la inauguración de la casa de Rafe y Keely, pero todos se habían quedado encantados con la sorpresa.

– ¿Cómo está papá? -preguntó Brian mirando hacia el jardín.

– Parece un poco nervioso -dijo Laurel-. Creo que habría estado más tranquilo si la boda se hubiese celebrado en el pub.

– Nunca pensé que esto pusiera pasar. Papá y mamá se casan otra vez.

– A mí me parece muy dulce. Y romántico.

– Técnicamente están casados. Nunca llegaron a divorciarse.

– Después de tanto tiempo sin verse y seguían enamorados -Laurel retiró un mechón de pelo que caía sobre la frente de Sean asombroso.

– No tanto. Yo pienso amarte toda la vida sin separarme de ti ni un día.

– Va a ser cuestión de ir preparando nuestra boda -comentó ella entonces.

– No pienso ir de esmoquin -se apresuró a avisar Sean-. Bueno, salvo que tú me lo pidas.

– ¿Sabes? Deberíamos estar agradecidos a Eddie -dijo sonriente Laurel-. Si no es por él, no nos habríamos conocido.

– Bueno, pues esto va por Eddie -contestó Sean justo antes de besarla.

– Mamá está a punto de bajar -dijo de pronto Keely-. Todos los hermanos tienen que estar detrás de Seamus. Formad en fila para las lotos. Y no olvidéis sonreír.

– Venga -Sean tomó la mano de Laurel-. Te acompaño al altar.

La condujo hasta el jardín y la dejó junto a Lily, la prometida de Brian. Luego, mientras se ponía entre sus hermanos, abarcó con la mirada a toda la familia. Después de tantos años temiendo la maldición de los Quinn, había descubierto que no era una maldición, sino una bendición. Sean miró a la mujer con la que iba a casarse y pensó que quizá, algún día, se hablara de otra leyenda. La leyenda de cómo el amor había robado el corazón a los seis hermanos y, uno a uno, les había mostrado lo que siempre había brillado en su interior.

Kate Hoffmann

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