– ¿Es que no oís que os estoy llamando? – Conor estaba en la puerta, con el uniforme del departamento de policía de Boston. Por un momento, Sean se quedó sorprendido por lo distinto que parecía: mucho mayor, como un adulto de verdad. Ya no era el incordio de su hermano mayor. En un par de meses, sería policía-. La cena está lista. Venga, se está enfriando.

– Termina la historia -le dijo Liam a Brian después de marcharse Conor.

– ¿La termino? -Brian consultó a Sean con la mirada.

– Más te vale -dijo este, sabedor de que Liam no iría a cenar mientras no oyera otro final feliz de los Increíbles Quinn.

– Cuando Ronan vio el corcel, pensó que podría cazar muchos lobos, conseguir muchas recompensas y hacer rica a su familia. Sacó del bolsillo la última bellota. Pero dudó. Las bellotas debían de ser muy valiosas para que la princesa las deseara tanto. Con voz chillona, roja de rabia, la princesa le exigió que le entregara la bellota. De pronto, Ronan recordó los consejos de la codorniz, el jabalí y el ciervo.

– El bosque está encantado, las cosas no son lo que parecen y lo que quieres y lo que necesitas no siempre son la misma cosa -repitió Liam.

– ¡No!, gritó Ronan, reteniendo en el puño la última bellota. En un abrir y cerrar de ojos, el banquete, el arco, las flechas y el corcel desaparecieron, pues no eran más que una ilusión. Y la princesa se transformó en un lobo enorme, feroz, que arremetió contra él. Ronan había soltado sus armas, de modo que no tenía escapatoria.

Ni siquiera Sean estaba seguro de cómo terminaría la historia, pues se trataba de una versión totalmente distinta a la que les había contado su padre, en la que el lobo tenía prisionera a una princesa y Ronan mataba al lobo para rescatarla. Luego la llevaba con su padre y seguía su camino, pues los Increíbles Quinn nunca se enamoraban.

Brian hizo una pausa y esperó, saboreando el momento.

– Bueno, ¿y qué pasó entonces? -preguntó por fin Sean.

– Ronan se armó de valor, apretó la bellota con fuerza dentro del puño y, con los ojos cerrados, deseó que el lobo se convirtiera en un animal inofensivo, como un ratón o un conejo. Cuando dejó de oír los gruñidos del lobo. Ronan abrió los ojos y se encontró ante una delicada piel de lobo. Al agacharse a recogerla, saltó una rana fea y la princesa, al verse convertida en rana, se perdió entre los árboles del bosque. Ronan regresó a casa, ansioso por obtener la recompensa. Y nunca más volvió a faltar comida en su mesa.

Sean no pudo evitar reírse del final.

– No tiene sentido. Si Ronan era tan listo, ¿por qué no se volvió directamente a casa con las tres bellotas y pidió tres deseos que de verdad necesitara? ¿Y para qué va a querer una princesa bellotas mágicas si ya tiene una corona de esmeraldas? Y si ella ya tenía dos bellotas y Ronan sólo una, podía haber…

– Cállate ya -Brian le dio un empujón en el hombro-. No es más que una historia. ¿O es que crees que existen bellotas mágicas?

– A mí me ha gustado -dijo Liam con satisfacción-. Y he entendido la moraleja: no te fíes nunca de las mujeres, por muy bonitas que sean. Los Increíbles Quinn no deben enamorarse… Ah, y no seas demasiado codicioso cuando alguien te ofrezca algo -añadió justo antes de echar a correr, gritándole a Conor que estaba hambriento.

Brian se puso de pie. Sean lo siguió. Se sentía un poco mejor. A la porra con Colleen Kiley. Que la zurcieran. Además, en realidad no era tan guapa. Se ponía mucho maquillaje y se reía como una hiena.

– Una última cosa -dijo Brian mientras salían de la habitación.

– Si me vas a preguntar si voy a pedirle a Colleen Kiley que vaya al baile conmigo, ya te puedes ir despidiendo de tus dientes.

Brian soltó una carcajada y sacó del bolsillo tres bellotas.

– He pensado que te podían venir bien.

– ¿Para qué?

– No sé, podrías convertir a Colleen Kiley en una rana. O en un escarabajo -Brian sacó otras tres bellotas. Y si con tres no tienes bastantes, utilizaré las mías. Los Quinn tenemos que estar unidos -añadió, pasando un brazo sobre el hombro de su hermano.

Sean sonrió y asintió con la cabeza. Por mucho que se peleara con ellos, sabía que siempre podía contar con sus hermanos.

– Sí, supongo que sí -murmuró mientras se guardaba las bellotas en el bolsillo.

Capítulo 1

Sean Quinn estaba arrellanado en su maltrecho Ford. Había encontrado aparcamiento justo bajo la calle de un edificio de tres plantas situado en uno de los barrios de moda de Cambridge y llevaba observando el portal casi dos horas.

Le habían encargado el caso de forma indirecta, a través de un colega al que había conocido una noche en un bar. Bert Hinshaw, detective privado de sesenta años, mujeriego y bebedor empedernido, había visto numerosos casos delirantes. Habían hablado durante horas, Sean tomando nota de la mayor experiencia de Bert y éste complacido por tener a alguien dispuesto a escuchar sus historias. A partir de ahí habían desarrollado un sentimiento de amistad y quedaban de vez en cuando para charlar.

Pero Berr había tenido que reducir el ritmo de trabajo por problemas de salud y había empezado a derivar algún caso hacia Sean. Éste se lo había pasado hacía dos semanas y su cliente era una mujer adinerada a la que un tal Eddie Perkins, también conocido como Edward Naughton Smyth, Eddie el Gusano y seis o siete apodos más, había seducido, convencido para que se casara con él y esquilmado buena parte de su fortuna.

Se trataba del caso más lucrativo que había tenido nunca con diferencia, mejor incluso que el del banco Intertel de hacía unos meses, Estaba ganando mucho dinero, con un fijo garantizado de casi cuatrocientos dólares diarios.

Eddie, conocido estafador y polígamo, había dejado una buena ristra de corazones partidos y cuentas bancarias vacías por todo el país. El FBI llevaba años detrás de él, Pero era Sean quien lo había localizado después de que la séptima mujer de Eddie oyera que se encontraba en Boston. Había contratado a Sean para dar con él y entregarlo luego al FBI, a fin de obtener una indemnización en un juicio posterior.

Sean miró la hora. Los sábados, Eddie no solía levantarse antes de las tres de la tarde. Y la noche anterior había sido larga. La había pasado con una de las cinco amigas con las que coqueteaba en esos momentos, una divorciada también rica. Sean había decidido que había llegado el momento de actuar y había llamado al FBI. El agente al mando le había asegurado que enviaría a dos hombres al piso en menos de una hora.

– Venga, venga -murmuró mientras miraba por el retrovisor en busca de un sedan sin matricula.

Le resultaba asombroso que un hombre como Eddie pudiera haber convencido a nueve mujeres inteligentes para que se casaran con él y le confiaran su dinero. En ese sentido, debía reconocer que era digno de admiración. Aunque Sean tampoco tenía problemas con las mujeres. Era un Quinn y, por alguna razón, los hermanos Quinn tenían un gen misterioso que los hacía irresistibles para el sexo opuesto. Pero, a diferencia de sus hermanos, él nunca se había sentido relajado hablando con una mujer. No se le ocurría nada ingenioso ni halagador, nada para entretenerlas… aparte de su talento en la cama.

Las cosas no habían cambiado mucho desde que era un niño. Brian seguía siendo el gemelo extravertido y él permanecía en segundo plano, observando, evaluando. Sus hermanos le tomaban el pelo con que era justo ese aire reservado lo que lo hacía irresistible a las mujeres. Cuanto menos interés mostraba, más fascinadas quedaban.

Pero Sean sabía lo que esas chicas querían en realidad: sexo del bueno y un futuro que no estaba preparado para ofrecerles. Advertía su deseo de atraparlo en el matrimonio, y siempre se escapaba antes de que le echaran el lazo. Se suponía que los Quinn no debían enamorarse. Y aunque para sus hermanos era demasiado tarde, Sean no tenía intención de cometer el mismo error que ellos.

Un sedán gris pasó despacio por delante y Sean se incorporó.

– Ya era hora -murmuró. Salió del coche y, segundos después, se le acercaron dos agentes con trajes negros y gafas de sol.

– ¿El señor Quinn? -preguntó uno de ellos-. Soy Randolph. Éste es Atkins. Del FBI.

– ¿Por qué habéis tardado tanto?, ¿habéis parado a comprar donuts? -murmuró Sean.

– Estábamos ocupados deteniendo a unos tipos malos de verdad -respondió con desdén Atkins.

– Si el caso no os interesa, creo que en Baltimore ofrecen una recompensa -Sean levantó las manos en un gesto de burla, como si se rindiera-. Puedo llamar y que lo encierren allí – añadió, sabedor de que el FBI preferiría detener a Eddie por su cuenta.

– ¿En qué apartamento está? -preguntó Atkins.

– Es un animal de costumbres. Los sábados se marcha a las tres en punto, se toma un capuchino en la cafetería de abajo, compra el Racing News en el kiosco y llama a su corredor de apuestas desde una cabina. Se compra algo, cena y sale a pasar la noche.

– ¿Cuánto tiempo llevas vigilando a este tipo?

– Dos semanas -Sean devolvió la mirada al portal del edificio. La puerta se abrió y no pudo evitar sonreír al ver salir a Eddie, a la hora en punto, con un abrigo a medida y unos pantalones perfectamente planchados. Aunque tenía cuarenta y pico años, se ocupaba de mantenerse en forma. Podía pasar sin problemas por un hombre diez años menor. Llevaba una maleta pequeña de cuero, dato significativo para un hombre como Eddie. ¿Pensaba marcharse?-. Es él.

– Son las dos y cincuenta y cinco. Supongo que no conoces a tu hombre tan bien como crees -dijo Atkins y echó a andar seguido por su compañero-. Nosotros lo detendremos. Tú quédate aquí.

– Ni hablar -dijo Sean-. Si intenta huir, quiero estar cerca para atraparlo.

Estaban a mitad de camino cuando Eddie los vio. Sean supo antes que los agentes que echaría a correr. Lo supo nada más enlazarse sus miradas. Lo cual le permitió aventajar a los agentes. No les había dado tiempo a gritar siquiera y Sean ya había arrancado tras Eddie. Le dio alcance a mitad de la manzana, le agarró la muñeca por la espalda y lo tiró al suelo.

Cuando Randolph y Atkins llegaron, Sean ya lo tenía totalmente inmovilizado. Atkins lo esposó y le puso de pie.

– Eddie -le dijo.

– Un momento, esperad -se resistió Eddie-. No podéis detenerme ahora.

– ¿Quieres que volvamos luego? -Randolph rió-. Vale, lo que tú digas. Es más, si te parece, nos llamas por teléfono cuando estés dispuesto a entregarte, ¿de acuerdo? -añadió justo antes de darle un empujón hacia el coche.

– ¡Hey, tú! -Eddie se giró hacia Sean-. ¡Ven!

Sean miró a los dos agentes, los cuales se encogieron de hombros.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Tienes que sacarme de esta. Es muy importante -Eddie trató de meterse la mano en un bolsillo del pantalón, pero los agentes se lo impidieron. Atkins sacó un fajo de billetes-. Dale cincuenta; no, que sean cien.

– ¿Para? -preguntó Sean cuando el agente le hubo entregado dos billetes de cincuenta dólares.

– Quiero que vayas al 634 de la calle Milholme y le cuentes a Laurel Rand lo que ha pasado.

– Tienes derecho a una llamada -contestó Sean-. Llámala tú -añadió al tiempo que le devolvía el dinero.

– No, no puedo. Será demasiado tarde. Tienes que hacer esto por mí. Dile que lo siento de verdad. Dile que la quería de verdad.

Sean miró los billetes. Sabía que debía negarse, pero cada dólar que echaba al bolsillo suponía estar un dólar más cerca de conseguir un despacho de verdad y, quizá, hasta una secretaria en condiciones. Con cien dólares podría pagar la factura de la luz durante unos meses. ¿Por qué no emplear un rato en un encargo tan sencillo?

– Está bien. ¿Quieres que le diga que te han detenido? -preguntó y Eddie asintió con la cabeza-. ¿Quieres que le cuente por qué?

– Como quieras. Cuando se entere de la verdad, no querrá volver a verme. Pero dile que la quería de verdad. Que era la elegida.

– Por supuesto, Eddie -murmuró Atkins-. Estoy seguro de que eso se lo dices a todas. ¿Lo haces antes o después de limpiarles la cuenta corriente?

– Las he querido a todas -aseguró él-. Pero es como una compulsión. No puedo evitar pedirles matrimonio y ellas siempre aceptan. La culpa es de ellas, no mía.

– Andando -el agente Randolph le dio un tirón del brazo.

– Recuérdalo, me lo has prometido -gritó Eddie a Sean-. Confío en ti.

Los agentes introdujeron a Eddie en el asiento trasero del sedán y se marcharon calle abajo. Sean volvió a mirar el reloj. No tardaría más de media hora en dar el recado. Después, volvería al apartamento, prepararía una última factura y la enviaría por correo electrónico. La semana siguiente tendría el dinero ingresado y a la otra podría empezar a buscar un despacho pequeño. Todavía tenía que pensar en amueblarlo y en los gastos de promoción, por supuesto. Y necesitaría un teléfono, un contestador y un busca. Si quería que el negocio tuviese éxito, debía prepararse para el éxito… y comprarse un par de trajes y una corbata o dos quizá.