– A la calle Milholme -murmuró camino del coche-. Será divertido.
Estaba a sólo unos pocos kilómetros de la casa de Eddie. Sean guiñó los ojos contra el sol y se bajó las gafas de sol para leer los números por la ancha avenida. Pero al llegar a la dirección que Eddie le había indicado, descubrió que no había un apartamento o una tienda, sino una iglesia.
Detuvo el coche. Delante de la iglesia había una limusina aparcada con un cartel de «Recién Casados» detrás. -¿Qué demonios? De pronto, Sean lamentó haber aceptado el encargo de Eddie. Lo último que quería era decirle a una mujer que su pareja no se presentaría al banquete de boda.
Sean se fijó en varias mujeres desparejadas, paradas frente a la iglesia, vestidas con elegancia. Una de ellas tenía que ser Laurel Rand. Bajó del coche, echó una carrera y se dirigió a la primera mujer que encontró.
– Busco a Laurel Rand -dijo.
– Está dentro -contestó la guapa invitada. Sean asintió con la cabeza y entró sin vacilar. Cuanto antes se librara de aquel recado, antes podría volver al Pub de Quinn y celebrar el cierre exitoso del caso. Justo detrás de la puerta había una dama de honor con un ramillete en la mano.
– ¿Laurel Rand? -preguntó Sean.
– Bajando por ese pasillo -la mujer apuntó hacia la izquierda-. La última puerta a la derecha. ¿Eres el fotógrafo?
Sean frunció el ceño y echó a andar pasillo abajo. No estaba seguro de qué esperaba al llamar a la puerta. Pero cuando una mujer vestida de novia abrió, supo que aceptar el dinero de Eddie había sido un error colosal.
– ¿Laurel Rand?
– ¿Sí?
Sean tragó saliva al reconocerla. Era una de las mujeres que había visto con Eddie en las últimas semanas. Pero nunca se había fijado en lo bella que era. Parecía un ángel, tan pálida y perfecta, vestida de blanco. Tuvo que cerrar las manos en puño para no acariciarla. Llevaba el pelo, rubio y ondulado, recogido hacia atrás y cubierto por un velo.
– ¿Eres Laurel Rand? -repitió Sean, rezando para que ésta estuviera en algún lugar dentro de la habitación, quizá arreglando las flores o limpiando los zapatos de la novia.
– Sí, ¿eres el fotógrafo? Se suponía que tenías que llegar una hora antes de la boda -Laurel le estrechó la mano y lo hizo pasar a la habitación. Su piel cálida y suave le provocó una reacción prohibida-. Sólo tenemos media hora hasta el comienzo previsto de la ceremonia. ¿Dónde tienes la cámara?
– No… no soy el fotógrafo.
– ¿Quién eres?, ¿por qué me interrumpes? – preguntó entonces ella al tiempo que le soltaba la mano-. ¿Es que no ves que soy la novia? No deberías ponerme nerviosa, se supone que tengo que estar tranquila, ¿parezco tranquila?
Contuvo el impulso de agarrarle la mano de nuevo mientras le daba la noticia.
– Pareces… -Sean respiró profundo en busca de la palabra adecuada-. Estás preciosa. Radiante. Arrebatadora.
Para no sentirse a gusto hablando con las mujeres, le había salido con mucha facilidad.
– Gracias -dijo Laurel, esbozando una leve sonrisa.
Le entraron ganas de darse la vuelta y echar a correr para quedarse con el recuerdo de Laurel Rand cuando sonreía. Al diablo con Eddie. Pero, aun así, cierto instinto desconocido quería protegerla de la humillación.
– ¿Podemos hablar? -le preguntó justo antes de sujetarla por el codo, ansioso por tocarla de nuevo.
– ¿Hablar?
Sean cerró la puerta, luego la condujo con delicadeza hacia una silla por si le daba por desmayarse.
– ¿Con quién te vas a casar? La mujer lo miró unos segundos con expresión confundida.
– Con… con Edward Garland Wilson. Pero deberías saberlo si estás invitado a la boda -dijo y frunció el ceño-. ¿Te has colado?, ¿quién eres?
– Sólo otra pregunta -dijo Sean-. ¿Tu novio mide alrededor de metro ochenta y cinco, tiene pelo negro, gris por las sienes?
– Sí. ¿Eres un amigo de Edward?
– No exactamente. Pero me ha pedido que te dé un recado -contestó Sean.
– ¿Sí? -el rostro de la mujer se iluminó-. ¡Qué considerado! Pero podía haber venido en persona. Yo no creo en esas supersticiones tontas de que el novio no puede ver a la novia antes de la ceremonia. ¿Cuál es el recado?
Sean maldijo para sus adentros. ¿Por qué habría accedido? Debería haberse dado media vuelta y punto. No quería romperle el corazón a esa mujer. Y menos todavía quería verla llorar. Pero mucho se temía que no podría salir de la habitación sin que ambas cosas pasaran.
– Edward no va a venir a la boda -contestó.
Laurel miró al apuesto desconocido, incapaz de comprender lo que le decía.
– ¿Qué es esto?, ¿una broma estúpida?
– Me temo que no -respondió el hombre-. Eddie me dio cien dólares para que viniera a decírtelo en persona.
– No, no es posible. Tengo que casarme hoy. Los invitados, las damas de honor. He estado dos meses eligiendo la música. ¡No puede echarse atrás media hora antes de la boda! – dijo Laurel al borde de un ataque de nervios-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.
– No está aquí -el hombre la agarró, frenándola en su intento de salir a buscarlo-. Y no puedes hablar con él.
– ¿Por qué no?
– Porque está camino de la cárcel.
– ¿Quién eres? -preguntó entonces Laurel, mirándolo a los ojos-. ¿Por qué estás aquí?
– Ya te lo he dicho. Me manda Eddie. Me llamo Sean Quinn, soy detective privado. Y… he sido yo el que lo ha mandado a la cárcel.
– ¿A la cárcel?, ¿has metido a Eddie en la cárcel?
Quizá fuera la tensión de los últimos meses, organizar la boda, asegurarse de que todo fuera a salir perfecto, encontrar por fin a un hombre adecuado que quisiera casarse con ella. No esperaba una boda de cuento de hadas, pero tampoco una pesadilla. En cualquier caso, lo último que imaginaba era que reaccionaría pegándole un puñetazo en el estómago a Sean Quinn. El golpe lo pilló desprevenido y lo dejó sin respiración durante unos segundos. Se limitó a mirarla asombrado. Después recuperó el aliento.
– Buen golpe. Supongo que me lo merezco -Sean carraspeó-. Aunque esperaba que te echaras a llorar, no un derechazo… En fin, creo que después de que le explique la situación quizá se sienta mejor.
– Lo único que me hará sentir mejor es que te esfumes ahora mismo y aparezca Eddie en tu lugar -replicó ella.
– Lo siento, pero eso no va a pasar. Tu prometido no es quien aparenta ser. Su verdadero nombre es Eddie Perkins. Es un estafador y está buscado en ocho estados.
– Tiene que tratarse de un error. Edward proviene de una familia muy buena. Se dedican a inversiones bursátiles. Me presentó a sus padres.
– Serían actores contratados -contestó Sean-. Es su modus operandi, según el expediente. Es muy bueno en lo que hace. No deberías sentirte estúpida por que te haya engañado.
– ¿Estúpida? -repitió Laurel a punto de pegarle otro puñetazo-. ¿Te parece que soy estúpida?
– No, no, en absoluto. Creo que eres…
– ¿Ingenua?
– Ya te lo he dicho -Sean negó con la cabeza, tragó saliva-. Eres preciosa.
Cuando la miró a los ojos, Laurel no pudo respirar. Tenía unos ojos increíbles, una extraña mezcla de verde y dorado, una mirada intrigante a la vez que directa y franca. Hasta ese momento, no se había molestado en fijarse bien en él. Al fin y al cabo, era el día de su boda. Se suponía que debía tener la cabeza puesta en su novio.
Sintió una tremenda frustración y estuvo a punto de ponerse a gritar. Las cosas no estaban saliendo como se suponía. No tenía por qué ser el día más romántico de su vida, pero al menos sí que debía representar un punto de inflexión. A partir de ese día, se suponía que debía tomar las riendas de su vida.
– Con lo bien que iba todo… -Laurel se acercó a la ventana y dejó que la vista se perdiera en algún punto del patio exterior. ¿Cómo podía haberse torcido todo?-. No puedo creer que esto esté pasando.
– Lo siento -Sean le puso una mano encima del hombro-. No… no pretendía estropearte un día tan especial.
De repente, se sintió exhausta. Laurel se dio la vuelta hacia Sean.
– No pasa nada, no es culpa tuya -dijo al tiempo que se le escapaba una lágrima.
– No llores -murmuró Sean mientras le acariciaba los brazos, como para consolarla.
Pero nada más sentir las manos del desconocido a su alrededor, Laurel se olvidó de Edward y de la boda, sorprendida por la amabilidad, la fuerza… y el torso espectacular de Sean.
Respiró hondo y dio un paso atrás. Si tenía alguna duda sobre la hondura de sus sentimientos por Edward, ya se le había resuelto. Nunca lo había querido. No hacía ni diez minutos que había salido de su vida y ya estaba en brazos de otro hombre.
Laurel retrocedió con disimulo unos pasos más, como si quisiera observar a Sean Quinn desde una distancia más prudente. Sus ojos no eran el único rasgo atractivo. Tenía el pelo negro, y un poco largo. Era guapo, pero tenía algo, cierto aire indiferente que lo hacía parecer distante, intocable.
– ¿Por qué lo han detenido? -preguntó entonces Laurel.
– Eh… -Sean carraspeo-. Por polígamo.
– ¿Polígamo? -repitió sorprendida Laurel-. ¿Ya estaba casado?
– Nueve veces. Tú habrías sido la mujer número diez.
Laurel sintió que las mejillas le ardían de humillación.
– Supongo que me lo merezco -dijo y esbozó una sonrisa tímida-. Debería haber sospechado que pasaba algo. Quería presentarle a mis amigos, pero siempre tenía alguna excusa, alguna reunión de negocios inaplazable. Y cuando le pregunté por su familia, cambió de tema. Y anoche no pudo ir al ensayo general de la boda. Dijo que tenía una reunión.
– Estaba con otra mujer -dijo Sean-. Pero si te hace sentirte mejor, dijo que te quería de verdad.
Laurel soltó una risotada. La quería. Era demasiado práctica para creer en el amor. Edward y ella eran compatibles, había creído que venía de una buena familia y había decidido aceptar su propuesta cuando le había pedido que se casaran. Encajaba en sus planes. Se casaría con Edward, adquiriría el fideicomiso administrado por su tío y haría realidad todos sus sueños. Pero todo se había venido abajo. ¿O no?
– Dime una cosa, ¿estás casado? -preguntó de pronto Laurel.
– No.
– ¿Tienes novia o prometida?
Sean negó con la cabeza y frunció el ceño con inquietud.
– Será mejor que me vaya. Tienes un montón de cosas que hacer. Supongo que no podrás devolver el vestido de novia, pero puede que los invitados dejen que te quedes con los regalos… cuando sepan que no ha sido culpa tuya.
– ¿De qué talla es tu chaqueta? -Laurel se dio la vuelta y agarró una percha que colgaba del pomo de un armario con espejo-. Creo que es la tuya. Aunque no habrá tanta suerte con los pies. Los de Edward eran realmente grandes.
– Ni hablar. No pienso vestirme para decirles a tus invitados que la boda se suspende – atajó Sean-. Ya he hecho lo que tenía que hacer. Me voy.
– No quiero que les digas nada a los invitados -dijo ella-. Pienso casarme esta tarde.
– Eddie está en la cárcel. No creo que lo dejen salir -respondió Sean.
– No, con Edward no. Voy a casarme contigo -afirmó Laurel. Sobrevino un silencio ensordecedor. Esperó. Observó cómo se le abría la boca a Sean. Tal vez se hubiera precipitado, pero estaba desesperada-. Antes de que digas que no, quiero que escuches mi oferta.
– Ni hablar -Sean levantó las manos para frenarla-. No pienso encontrarme contigo en el altar. Ni contigo ni con ninguna mujer.
– Y yo no tengo intención de cancelar la boda. Desde mi punto de vista, la culpa de todo la tienes tú. Tú eres quien ha detenido a Edward…
– ¡Era polígamo! -exclamó Sean-. Estaba infringiendo la ley. Deberías estarme agradecido.
– Lo estaría si no hubiera tanto en juego en esta boda. Hay invitados, regalos, un banquete. Sería muy violento -dijo Laurel cada vez con menos convencimiento. Se sentía un poco culpable por manipularlo, pero era verdad que la boda era importante. Una vez se casara, podría disponer de su herencia. Entonces podría alquilar un edificio. Ya lo tenía todo elegido, con fachada de ladrillos, techos altos y mucha luz.
Se le había ocurrido la idea hacía varios años, al empezar a impartir clases de música en Dorchester. Después de licenciarse, había ido de un trabajo a otro, tratando de encontrar su lugar en el mundo. Se había enrolado en el Cuerpo de Paz y,a los cuatro meses, había tenido que darse de baja por un caso crónico de disentería, Un par de meses después, había aceptado un puesto como profesora de danza en un crucero. Pero no había sido capaz de soportar los mareos. Y su carrera como azafata había terminado al descubrir que le daba pánico volar.
Pero esa vez había descubierto algo que de veras podía dársele bien. Había un montón de actividades extraescolares para niños interesados en aprender idiomas o hacer deporte, pero muy pocos centros para niños con talento artístico. Así que había decidido que, cuando pudiera disfrutar de los cinco millones de dólares del fideicomiso, abriría un centro para enseñar teatro, danza, música y, tal vez, hasta pintura. Lo llamaría Centro Artístico Louise Carpenter Rand, en honor a su madre, de la que había heredado su amor a las artes.
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