Si su tío Sinclair no hubiese sido tan avaro, no habría tenido que llegar a tal extremo. Pero controlaba el fideicomiso y lo repartía según le parecía conveniente. Lo habían nombrado administrador tras la muerte de sus padres y él fijaba las condiciones. Aunque recibía una cantidad mensual, tendría que casarse antes de los veintiséis años si quería heredar los cinco millones que le correspondían. Si seguía soltera, tendría que esperar a los treinta y un años para conseguir el dinero.
Era un machista. Para Sinclair Rand, ninguna mujer podía manejar tanto dinero sin un hombre que la supervisara. Le daba igual con quién se casara, ni siquiera se había molestado en conocer a Edward. Mientras su marido tuviera pene, el tío Sinclair daba por sentado que tendría cerebro suficiente para llevar sus finanzas, y con eso le bastaba. Tío Sinclair aseguraba que sólo seguía los deseos del padre de Laurel, Stewart Rand, pero ella sabía que sus padres la habrían apoyado en aquel proyecto.
– Dices que eres detective privado. Supongo que cobrarás en función del tiempo que necesites para resolver un caso -dijo por fin Laurel-. Estoy dispuesta a darte diez mil dólares si te pones el esmoquin y vas al altar conmigo.
– ¿Diez mil dólares?, ¿estás loca?
– No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Sería ilegal. No tenemos licencia de matrimonio. Sólo te pido que me acompañes durante la ceremonia -Laurel hizo una pausa-. Y el banquete. Nada más tienes que hacerte pasar por Edward. Tómatelo como un reto interpretativo. Y una vez que subamos a la limusina, rumbo a nuestra luna de miel, se acabó. Fin del juego.
Sería una forma de comprar tiempo, pensó Laurel. Antes o después, su tío tendría que ver que su empeño en que se casara carecía de toda lógica. Al fin y al cabo, había estado a punto de contraer matrimonio con un delincuente por intentar obedecerlo. Comparado con eso, fingir casarse con un apuesto detective privado no era tan grave. Cuando su tío comprendiera hasta dónde estaba dispuesta a llegar por conseguir su sueño, tendría que ceder.
– ¿Todo esto por evitar una situación embarazosa? -preguntó Sean con desconfianza.
– Sí -mintió ella. Tampoco tenía por qué contarle la verdad, ¿no? Después de todo, le pagaría una suma considerable por sus servicios.
– No estoy seguro de si me fío de ti -dijo Sean tras mirarla unos segundos a los ojos.
Laurel sintió un escalofrío por la espalda. Había planeado pasar una luna de miel maravillosa en Hawai y estuvo tentada de incluir el viaje como parte del acuerdo. Con otros diez mil dólares, quizá pudiera cubrir una semana retozando en una playa apartada. De pronto se imaginó a Sean Quinn sin camisa, con la piel bronceada por el sol. Luego lo vio meterse en el mar, desnudo entre las olas, con el agua brillante sobre su…
Maldijo para sus adentros. Era absurdo. Había estado a punto de casarse con otro hombre y, de repente, no podía dejar de fantasear con un tipo al que apenas conocía.
– No te pago para que confíes en mí. Te pago para que te cases conmigo. Si eso te hace sentir mejor, lo pondré todo por escrito.
Sean pensó en la oferta unos segundos antes de suspirar.
– Está bien, supongo que puedo echarte un cable. Me vendrá bien el dinero.
Laurel se lanzó a sus brazos, incapaz de contener la alegría y el alivio. Pero cuando sintió las manos de Sean sobre su cintura, se sorprendió preguntándose qué sentiría besando a Sean Quinn.
– Voy… a poner por escrito el acuerdo mientras te preparas -dijo camino de la puerta. Antes de abrirla, se giró hacia él-. No te vas a echar atrás, ¿verdad?
Sean agarró el esmoquin y lo miró con atención.
– ¿Con el golpe de derecha que tienes? No se me ocurriría volver a causar tu enfado.
La puerta se cerró con suavidad. Sean exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
– ¿Se puede saber qué estoy haciendo? Debo de estar loco -murmuró. Miró hacia la ventana y se preguntó si podría abrirla y escaparse antes de que Laurel volviese.
Había empezado el día con grandes expectativas. Cerraría un caso importante, atraparía a un delincuente y cobraría sus honorarios. Pero había cometido un error al acceder a hacerle un favor al delincuente y las cosas se habían complicado. No debería haberse sentido tentado por los cien dólares de Eddie. La codicia lo había conducido a donde estaba.
Recordó entonces la historia de Ronan Quinn, cómo el lobo había estado a punto de matarlo por ser demasiado avaricioso. Y allí estaba él, ante la oportunidad de ganarse diez mil bellotas por hacerse pasar por Edward Garland Wilson.
Le llevaría un total de diez horas de trabajo, a razón de mil dólares la hora. Tendría que ser tonto para rechazar la oferta. Además, ¿qué tenía que perder? Esa noche no tenía más planes que tomarse unas cervezas en el Pub de Quinn, volver a casa y preparar la factura. Y Laurel Rand tenía razón, no había firmado ninguna licencia de matrimonio, de modo que el acto no quedaría registrado en ningún libro. Sólo sería una farsa para los invitados.
Sean miró la etiqueta del esmoquin, de un diseñador prestigioso. Parecía que le estaría un poco ajustado, al igual que los pantalones, pero al menos no se ahogaría con el cuello de la camisa.
Desde luego, aquello no tenía nada que ver con su idea del matrimonio. Claro que tampoco había pensado en ser el protagonista de una boda. Al igual que sus hermanos, Sean había crecido con las historias de los Increíbles Quinn. Pero él era el único de los seis que no había caído en las redes de una mujer,
Sin embargo, una parte de él envidiaba a sus cinco hermanos… y hasta a su hermana pequeña, Keely. Todos habían encontrado algo que él jamás había experimentado. Sí, por supuesto que había conocido a muchas mujeres. Pero ninguna se había acercado a rozarle siquiera el corazón, un corazón que había protegido a lo largo de los años.
Tal vez no se hubiera mostrado tan contrario al matrimonio de haber tenido un modelo decente que seguir. Su padre había sido un ejemplo espantoso. Y su madre… Sean hizo una pausa. Siempre la había tenido por un ángel, por una madre perfecta. Pero su opinión había cambiado un día, poco después de cumplir catorce años, al descubrir la verdad sobre el matrimonio de sus padres.
Sacudió la cabeza. Las imperfecciones de su padre y las infidelidades de su madre formaban parte del pasado. Entonces, ¿por qué no conseguía olvidarlas? Un psiquiatra diría que tenía dificultad para confiar en las personas, pero Sean no creía en todas esas bobadas. Él era como era y no tenía sentido analizarlo. Tenía que vivir con ello y punto.
Respiró profundo, se quitó su chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Luego se quedó en calzoncillos y se puso los delicados pantalones negros. Acababa de terminar de subirse la cremallera cuando la puerta se abrió.
Laurel Rand entró y cerró la puerta deprisa.
Se giró hacia él. Por un momento, se quedó helada, mirándolo en silencio, con la vista clavada en su torso desnudo, para subir después hacia la cara. Sus ojos se enlazaron y, una vez más, Sean se quedó impactado por lo bonita que era. Pero en seguida se obligó a mirarla de un modo racional. Acababa de saber que su novio no iba a presentarse a la boda y parecía haber aceptado la noticia sin volverse histérica.
Sean se pasó la mano por el abdomen, justo donde le había pegado el puñetazo. El instinto le decía que no debía fiarse de Laurel Rand, pero era demasiado dinero para dejarlo pasar. No todos los días tenía la oportunidad de ganar diez de los grandes.
– Sí, voy a hacerlo.
Laurel esbozó una sonrisa delicada. Era ciertamente hermosa, pensó Sean; sobre todo, cuando sonreía. Podía ser que a alguien le pareciera que tenía una boca demasiado ancha o los pómulos demasiado marcados. Por separado, sus rasgos no eran tan bellos. Pero en conjunto resultaban de una belleza arrebatadora.
– Lo he puesto por escrito -dijo Laurel después de acercarse despacio a él y entregarle un papel doblado-. Y te he extendido un cheque. Con la fecha de pasado mañana.
Sean agarró el papel y el cheque y los guardó en el bolsillo del esmoquin.
– Gracias.
– ¿No vas a leerlo? -preguntó ella.
– Confío en ti -Sean se encogió de hombros. Luego miró los ojales de la camisa-. No hay botones.
– Hay gemelos -Laurel metió la mano en un bolsillo del pantalón y agarró un paquetito-. Ten.
Quiso sacar un gemelo, pero le temblaban los dedos de los nervios. Se le cayó al suelo y rodó bajo la silla.
– Nunca se me han dado bien estas cosas.
– Déjame -dijo Laurel, quitándole el gemelo de los dedos.
Se quedó quieto delante de ella, con la camisa abierta. Cuando lo rozó con los dedos, sintió un chispazo en el cuerpo. Sean contuvo la respiración mientras le ponía los gemelos, tratando de no imaginar que Laurel le quitaba la camisa y posaba los labios sobre su torso.
– ¿Son de tu talla? -la oyó preguntar de pronto.
Sean siguió la mirada de Laurel hasta el suelo, agarró el zapato el izquierdo y se lo calzó.
– Valdrán -contestó a pesar de que debían de quedarle grandes.
– No -Laurel se metió la mano en el escote del vestido y sacó unos pañuelos de papel-. Toma, póntelos en los zapatos. Total, no me hace falta el escote.
Sean contuvo una risotada. Su sinceridad resultaba conmovedora.
– ¿No estás nerviosa?
– ¿Por qué iba a estarlo?
– ¿No se supone que las novias están nerviosas?
– No voy a casarme -contestó Laurel-. Gracias a ti.
Sean notó un ligero reproche en su voz y lamentó haber sido el desencadenante de aquella situación apurada.
– Lo siento. Aunque creo que es mejor para ti -dijo-. ¿Lo querías mucho?
Ella puso la mano sobre su torso y fijó la mirada en brillo rosa de las uñas.
– Está claro que no lo conocía -contestó resignada. Luego se obligó a sonreír-. Supongo que deberíamos hablar de lo que va a pasar. Ya habrás ido a otras bodas, ¿no?
– A unas cuantas últimamente -dijo Sean, pensando en sus hermanos.
– Bien, entonces sabes cómo va todo. Irás hasta el altar y me esperarás.
– ¿Tengo padrino?
– No, Edward me llamó anoche para decirme que su hermano, Lawrence, no iba a poder al final. Tenía una urgencia familiar, no sé qué de su mujer embarazada. Claro que quizá fuera todo mentira. Quizá ni siquiera tenga hermanos -Laurel le acercó la chaqueta del esmoquin-. Será una ceremonia sencilla. Sólo tienes que oír al sacerdote y repetir todo lo que diga.
– Me veo capaz -Sean se dio la vuelta y Laurel le alisó los hombros de la chaqueta.
– Tengo que ir por el ramillete y hablar con el fotógrafo -dijo entonces-. Bueno, te veo en el altar.
– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? – le preguntó Sean tras darse la vuelta.
Laurel asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla.
– Otra cosa: ¿puedes hacer como si fuese el día más feliz de tu vida?
– Puedo intentarlo.
Laurel salió de la habitación. Sean se agachó por los zapatos y metió unos pañuelos en los dos. Se puso los calcetines antes de calzarse. Quería que la boda saliera bien. No estaba seguro de por qué. Lo único que sabía era que Laurel estaba en apuros y le había pedido ayuda.
Y tenía algo que lo atraía. No necesitaba medir cada palabra que le decía. Ella había sido totalmente sincera, confesándole lo que necesitaba y cómo se sentía. Le molestaban los jueguecitos habituales entre hombres y mujeres, las miradas insinuantes, los acercamientos y las retiradas que conducían al dormitorio. A sus hermanos se les daba bien, pero él tenía la sensación de que había faltado a clase ese día.
Laurel Rand no jugaba. Cuando la había informado de que había metido a Eddie en la cárcel, le había contestado con un puñetazo. Cuando se había dado cuenta de que necesitaba ayuda, se había limitado a ofrecerle dinero a cambio. No había intentado manipularlo para hacer algo que él no quisiera. Una mujer así era digna de admiración.
Terminó de atarse los zapatos y se dispuso a enfrentarse a la pajarita, pero no conseguía que le quedara recta. Al quinto intento se conformó. Se pasó los dedos por el pelo enmarañado y se miró al espejo. No tenía tan mala pinta.
– Para mí que es el día más raro de mi vida -murmuró antes de darse media vuelta hacia la puerta.
Bajó por un pasillo lateral. Vio a Laurel a lo lejos, de pie a la entrada de la iglesia. Ésta se giró y sus ojos se encontraron un instante. Ella esbozó una sonrisa insegura y él le devolvió un saludo discreto con la mano. Se paró y se giró para que le diera el visto bueno a su aspecto. Laurel rió y sus tres damas de honor se giraron para mirarlo. Sean avanzó hasta el final del pasillo, donde se encontró con el sacerdote.
– Bueno, ya casi estamos -dijo este-. ¿Preparado?
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