– Tío, tenemos que irnos. Nos espera una estupenda luna de miel en Hawai.

– ¿Hawai? No comáis plátanos -los avisó-. Manteneos lejos de cualquier fruta amarilla y todo irá bien. Ya hablaremos de tu herencia cuando vuelvas.

Laurel se agachó a darle un beso en la mejilla a su tío.

– Te llamaré cuando volvamos -dijo y tiró con disimulo del brazo de Sean. Pero éste permaneció firme.

– Encantado de conocerte. Espero que volvamos a vernos.

Cuando Sinclair sacudió la mano dándoles permiso para marcharse, Laurel decidió retirarse antes de que Sean dijera nada más. Una vez se hubieron alejado, se giró hacia él:

– ¿Por qué has dicho eso? Sabes que no vas a volver a verlo.

– Pero se supone que él no lo sabe. De hecho, si de verdad fuera Edward, pensaría que volveríamos a encontrarnos, ¿no?

– Sí -murmuró ella con el ceño fruncido-. Tiene lógica. Bien pensado. Venga, ya sólo tenemos que despedirnos, lanzo el ramo de flores y asunto terminado.

Y, sin embargo, Laurel no quería que la noche terminara. Aunque le dolían los pies y estaba deseando cambiarse de ropa, no estaba segura de qué haría a continuación. Se suponía que debía marcharse a Hawai a la mañana siguiente. Cuando volviera, buscaría a su tío y este le extendería un cheque por cinco millones de dólares. Luego espaciaría las visitas, aparentaría estar triste y acabaría confesando que el matrimonio había sido una equivocación. Si le echaba la culpa a Sean, a Edward, tal vez su tío se mostrase comprensivo.

Pero, a pesar de que apenas conocía a Sean, le costaba imaginarlo como un marido horrible.

La había apoyado durante todo el día, se había mostrado atento y había empezado a verlo como algo más que un desconocido que estaba haciendo un trabajo a cambio de dinero. Por un instante, había sido el marido perfecto: un hombre seguro de sí mismo, en quien podía confiar… y atractivo.

Lo miró. Podía ser que no supiera nada de Sean Quinn. Pero sí sabía lo que la hacía sentir cuando la besaba y la rozaba. Apasionada, salvaje… la dejaba sin aliento. Y Laurel sabía que quizá no volviera a sentirse así con otro hombre.


Estaba sentado en el asiento trasero de la limusina, mirando por la ventanilla. Iban por la costa, por un barrio caro de casas y mansiones bonitas junto al mar. Laurel le había ofrecido acercarlo a la iglesia para que pudiera recoger su coche, pero Sean había insistido en que podía esperar. No había imaginado que viviera tan lejos.

Con todo, se alegraba de la tranquilidad del viaje y de tener la oportunidad de pasar un rato más con Laurel. Aunque le había pagado por un día de trabajo, no quería poner fin a aquel trato. Al principio, le había parecido que sería una odisea superar la farsa de la boda. Pero la responsabilidad de compartir la tarde y la velada con Laurel había terminado resultándole agradable.

La miró y la encontró ensimismada en sus propios pensamientos.

– ¿A qué hora sale tu avión? -le preguntó.

– A primera hora. Tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana. Tío Sinclair está en casa, pero puedo colarme, cambiarme de ropa y recoger el equipaje sin despertarlo. El chofer te llevará a tu coche -Laurel se giró a mirarlo-. ¿Qué vas a hacer el resto de la noche?

– Mi familia tiene un pub en Southie, el Pub de Quinn. Abren hasta las dos. Supongo que me acercaré a tomar una pinta si no es muy tarde.

– Quiero darte las gracias por ayudarme – dijo ella.

– No hay de qué -dijo Sean. De repente, ya no le resultaba tan fácil hablar con Laurel. Volvía a sentirse como un adolescente nervioso ante una chica bonita-. Seguro que hará un tiempo estupendo en Hawai -añadió, lamentando al instante haber caído tan bajo como para tener que recurrir a hablar del tiempo.

Poco después, la limusina se detuvo y el chofer aparcó frente a una mansión de piedra enorme.

– Ésta es mi casa -dijo.

– Es enorme.

– Sí, demasiado para una sola persona. Pero es de la familia. Crecí aquí. Y tío Sinclair no me deja venderla, así que vivo aquí -contestó Laurel-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de despedirnos -añadió tras unos segundos de silencio.

– Te acompaño -propuso Sean. Abrió la puerta de la limusina y rodeó el vehículo para abrir la de Laurel. Salieron dados de la mano y caminaron, con el frufrú del vestido sobre la acera, hasta que Laurel tecleó el código de seguridad y la puerta se abrió automáticamente.

– Supongo que ahora sí que ha llegado el momento de despedirnos -repitió.

– Todavía no -dijo él justo antes de estrecharla entre los brazos.

– ¿Qué haces?

– Terminar el trabajo -Sean empujó la puerta con el pie, entró en la casa a oscuras y cerró.

– No tienes que seguir con la farsa por el chofer. No trabaja para la familia. No dirá nada.

Si creía que estaba actuando para el chofer, estaba muy equivocada. Sólo se había limitado a encontrar una excusa para volver a tocarla. Despacio, la posó de nuevo sobre el suelo, pero sin dejar de sujetarla por la cintura.

Trató de controlarse, pero perdió la batalla. Sin pensar en las consecuencias, la besó, con fuerza, a fondo. Necesitaba saborear sus labios una última vez. Sólo entonces podría marcharse.

¿Qué tenía esa mujer que lo hacía sentirse tan a gusto? Se había puesto un poco nervioso en la limusina, pero el resto del día había estado muy relajado con ella. Con otras mujeres, siempre se había sentido inseguro, receloso de los motivos por los que estaban a su lado. El acuerdo al que había llegado con Laurel le había permitido disfrutar de su compañía sin los juegos habituales al cortejar a una mujer. Y al besarla no se había molestado en pensar qué hacer a continuación.

Sólo había aprovechado el momento.

Sean se echó hacia atrás, pero ella entrelazó las manos tras su nuca y le impidió alejarse. Paso a paso, la hizo retroceder hasta clavar su cuerpo contra una pared. Apretó las caderas contra las de ella, sorprendido por la erección que había despertado bajo sus pantalones. ¿Dónde estaba su autocontrol?, ¿por qué le resultaba tan fácil desearla?

Recordó todas las viejas historias de los Increíbles Quinn, pero nada pudo frenarlo. Le acarició los costados con las manos al tiempo que su boca se deslizaba sobre un hombro desnudo de Laurel. Si hubiese sido una noche de bodas auténtica, no habrían tardado en hacer el amor sobre el suelo del vestíbulo. Pero sólo eran desconocidos apurando unos segundos furtivos.

– Deberías irte -murmuró ella mientras le acariciaba el pelo.

– Debería -Sean posó los labios sobre la curva de su cuello.

– Si seguimos adelante, acabaremos arrepintiéndonos.

– Nos arrepentiremos -respondió él.

– Tienes razón -Laurel tomó aire y apoyó las palmas sobre su torso para empujarlo un poco.

– A veces me equivoco -dijo Sean, mirándola a los ojos. Una simple señal y la llevaría a la habitación más próxima. Pero advirtió cierta indecisión en su cara. ¿Por qué complicar más las cosas? Había cumplido su parte del trato y había llegado el momento de marcharse. Además, era evidente que Laurel Rand era de las que se casaban. Y él no.

– Ha sido un placer estar casada contigo – susurró ella, esbozando una sonrisa débil-. Gracias por sacarme las castañas del fuego.

– Gracias por los diez mil dólares -dijo Sean al tiempo que le acariciaba una mejilla-. Disfruta de la luna de miel. Espero que encuentres otro marido… Un buen marido. Pronto. Te lo mereces.

Laurel asintió con la cabeza y Sean echó a andar hacia la puerta; pero el sonido de su voz lo hizo girarse:

– ¿Te gustaría…? -dejó la frase en el aire.

– ¿Qué?

– No importa -Laurel negó con la cabeza-. Era una tontería. Adiós, Sean Quinn.

– Adiós, Laurel Rand.


El Pub de Quinn estaba abarrotado cuando llegó. Los sábados por la noche siempre había mucho movimiento; sobre todo, después de que una guía turística hubiese dicho que era un bar «típico irlandés». Esperaba encontrar a uno de sus hermanos al menos, aunque desde que estaban casados o prometidos las probabilidades no eran tantas como antes.

Sean no se había molestado en ir a casa a cambiarse tras recoger el coche en la iglesia. Durante el trayecto, no había dejado de pensar en su breve y agradable matrimonio con Laurel Rand. Había un hueco libre entre dos mujeres que le sonrieron nada más verlo llegar. Dado que el resto de hermanos estaban fuera del mercado, se había convertido en el objetivo de muchas de las clientes del pub. Sólo quedaba un Quinn libre y las mujeres lo consideraban su última oportunidad.

Pero en esos momentos sólo había una mujer en su cabeza; Laurel Rand. Se abrió hueco entre la multitud y lo sorprendió localizar a su hermano gemelo, Brian, detrás de la barra. Su prometida, Lily Gallagher, estaba charlando con él, sentada en un taburete. Los tres habían vivido juntos hasta finales de agosto cuando los recién casados se habían mudado a un apartamento nuevo.

Luego distinguió a Dylan y a Meggie, que estaban echando una partida de billar al fondo;Lily recibió a Sean con una sonrisa, pero cuando Brian se giró, exclamó asombrado:

– ¿Se puede saber qué llevas puesto?

– Un esmoquin -contestó Sean mientras tomaba asiento junto a Lily.

– Ya sé que es un esmoquin. ¿Qué haces con él?

– He asistido a… un acontecimiento -Sean se encogió de hombros-. No eres el único que puede ponerse elegante.

– ¿Y qué desea tomar, señor Bond?, ¿tal vez un martini?

– Una Guinness -contestó Sean-. Y un poco de esparadrapo para taparte la boca.

Brian rió mientras le servía una pinta encima de un posavasos. Sean se quitó la chaqueta y la dejó sobre la barra. Sacó un papel doblado del bolsillo de la pechera y desdobló el acuerdo que Laurel había dejado por escrito. Estaba observando los trazos delicados de su caligrafía cuando le arrebataron el papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó Brian.

– Dámelo -Sean se puso de pie.

– Brian, devuélveselo -dijo Lily.

– ¿Tiene que ver con el esmoquin que llevas? -contestó Brian, alejándose lo justo para poder leer el papel-. Yo, Laurel Rand, prometo pagarte, Sean Quinn, la suma de… ¡Caramba! ¿Diez mil dólares?

Sean apoyó las manos sobre la barra para darse impulso y salto al otro lado. Le quitó el papel a su hermano y lo agarró por las solapas de la camisa. Siempre igual: tan pronto eran los mejores amigos como, de repente, se convertían en los peores enemigos. Quizá consistiera en eso ser hermanos gemelos.

– No te metas donde no te llaman -dijo Sean.

– ¿Se puede saber qué pasa? -terció Seamus al advertir el revuelo.

– Tus hijos están a punto de liarse a puñetazos -informó Lily-. Y yo me voy a jugar al billar con Dylan y Meggie antes de acabar en medio -añadió justo antes de darse la vuelta y marcharse

– Sal de la barra -le ordenó Seamus a Sean-. La gente va a pensar que es un bar de finolis si te ve con esa pinta.

– No pretendía entrometerme -Brian le dio una palmada en la espalda a su hermano.

– Claro que querías.

– Bueno, ¿qué haces vestido así?

– ¿Me prometes que no se lo contarás a los demás? -dijo Sean tras mesarse el pelo. Se habían hecho la misma promesa miles de veces. Desde aquella vez en que Sean había roto la ventana del dormitorio y Brian le había jurado a Conor que había sido un pájaro, a cuando Brian le quitó las llaves del coche a Dylan para dar una vuelta. Sus secretos estaban a salvo con Brian.

– Sabes que no se lo contaré -dijo éste.

– Acabo de casarme.

Brian se quedó boquiabierto. Trató de decir algo, pero no consiguió articular palabra. Cuando por fin recuperó la voz, sacudió la cabeza.

– ¿Te has casado?, ¿así sin más, sin decírselo a la familia? No sabía ni que estuvieses saliendo con alguien. Tío, vale que hayamos aceptado que eres reservado, pero esto es demasiado.

– No ha sido una boda de verdad -explicó Sean.

– ¿Y tampoco llevas un esmoquin de verdad? -replicó Brian. Lo agarró por el brazo y tiró de él hasta el final de la barra-. Anda, consigue una mesa para que hablemos mientras voy por algo más fuerte para beber.

Sean encontró un sitio cerca de la entrada del pub; no era un lugar muy tranquilo, pero suficientemente alejado de oídos cotillas para tener una conversación en privado. Brian se unió a él instantes después con una botella de whisky y dos vasos. Los puso en la mesa, tomó asiento frente a su hermano, llenó los dos vasos y se bebió el suyo de un trago. Sean lo imitó, agarró la botella y sirvió de nuevo.

– Primero cuéntamelo todo -dijo Brian.

– He estado siguiendo a un estafador llamado Eddie Perkins. Seduce a mujeres ricas, se casa con ellas y las deja sin dinero.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Lo encontré y avisé al FBI para que lo detuvieran. Entonces me pidió que le hiciera un favor. Me dio un billete de cien dólares a cambio de que le diera un recado a una mujer llamada Laurel Rand. No me di cuenta de que la dirección que me dio era de una iglesia y Laurel Rand estaba esperándolo vestida de novia.