– Así que decidiste casarte tú con ella. ¿No te parece extralimitar tus responsabilidades?
– Me ofreció pagarme -Sean sacó el cheque y lo puso encima de la mesa-. Diez mil dólares por acompañarla al altar. Por hacerme pasar por su novio durante la ceremonia y el banquete.
– Pero te has casado con ella.
– No de verdad. No teníamos permiso de matrimonio. No es legal. ¿Crees que me habría casado con una mujer a la que acabo de conocer?
Brian miró la botella de whisky y volvió a llenar los dos vasos.
– Si somos objetivos, ¿podría decirse que…has acudido en su auxilio?
– Sí. Y me he casado con ella. La maldición se ha roto, ¿es que no lo ves? -contestó Sean-. He recogido mi dinero y punto. Sin más complicaciones.
Aunque las historias de los Increíbles Quinn se remontaban a tiempos inmemoriales, la maldición era un añadido reciente. Había empezado el día en que Conor había conocido a Olivia y, desde entonces, cada vez que un hermano Quinn acudía en auxilio de una dama en apuros, se enamoraba de ella irremediablemente. Pero eso no le pasaría a él, se aseguró Sean.
– No sé yo -dijo Brian-. ¿Cuándo vas a volver a verla?
– No voy a volver a verla -contestó Sean-. Hice lo que me pidió, me pagó y por fin puedo alquilar un despacho y comprar algún mueble y material de oficina. Ya no tendré que llevar el trabajo desde casa. Quizá consiga clientes mejores.
– Tengo la sensación de que no quieres que la cosa termine aquí.
Sean acarició el borde del vaso de whisky.
– Era guapa. Sabía que no debía haber aceptado su propuesta, que era jugar con fuego. Pero quería ayudarla. Me alegro de haberlo hecho.
– ¿Sabes qué creo? Creo que todas esas historias que nos contaba papá sobre los Increíbles Quinn son una tontería. Igual que la maldición. Existe una razón por la que todos nos hemos enamorado de nuestras mujeres. Eran las mujeres adecuadas y aparecieron en el momento justo y en el lugar apropiado.
– ¿Y eso qué tiene que ver con Laurel Rand?
– Quizá sea tu pareja perfecta -respondió Brian-. Quizá sea el momento justo y no te has dado cuenta todavía. Piénsalo: tú siempre guardas las distancias con el sexo opuesto. Pero con esta mujer no lo has hecho. Quizá tenga una explicación.
– Eso son muchos quizás. Estás enamorado y no dices más que bobadas.
– Yo sólo digo que quizá no deberías quitártela de la cabeza tan rápidamente -Brian suspiró-. Puede que haya algo especial.
– Sí, hay algo especial -Sean se levantó, agarró el cheque y lo puso ante la cara de su hermano-. Diez mil dólares y la oportunidad de dar un empujón a mi negocio.
Después de despedirse de su padre, salió del pub. Había sido un día muy largo y el whisky lo había dejado adormilado, Pero una vez en la calle no pudo evitar considerar las dudas de su hermano. Quizá…
Cuando llegó al coche, entró, apoyó las manos en el volante y se quedó sentado en silencio. No podía negar que en los últimos tiempos había pensado bastante en su futuro. Había visto a sus hermanos enamorarse y era evidente que se sentían más felices y contentos de lo que jamás habían estado.
Resultaba milagroso que hubiesen conseguido llevar una vida normal con la infancia tan caótica que habían sufrido. Aunque nunca se había parado a pensarlo demasiado, lo cierto era que aquellos años le habían dejado más huella de lo que quería reconocer. Su actitud ante el amor, sus inseguridades al relacionarse y su desconfianza hacia las mujeres se debían a esa primera etapa de crecimiento.
Y aunque se merecía ser feliz, no estaba seguro de lo que el futuro le depararía. En los últimos meses lo había perseguido una imagen de sí mismo; sólo que ya no era joven, sino viejo y agotado, como Bert Hinshaw, que se pasaba el día en los bares y las noches en un apartamento solitario. Sean no quería terminar así, que la vida le pasara de largo.
¿Cómo habían encontrado la felicidad sus hermanos?, ¿había ido a su encuentro o la habían buscado ellos? Y una vez que la habían encontrado, ¿cómo habían sabido que era una felicidad para toda la vida? Quería formularles esas preguntas, pero se sentía incómodo hablando de esos temas. Le había sido más sencillo no dar importancia a sus relaciones y negarse a creer que durarían.
Sean sabía el origen de su recelo. Fiona. El abandono de su madre había creado un vacío en su vida que no había conseguido llenar todavía. Sacó del bolsillo trasero la cartera y, de ésta, la fotografía que había encontrado de pequeño. Durante años, había tomado a su madre como su ángel personal de la guarda, que lo protegía desde el cielo. Hasta que un día, de pronto, todo había cambiado. Había bajado a un bar para arrastrar a su padre de vuelta a casa. Y lo había encontrado borracho, hablando con otros clientes sobre su «difunta» esposa.
Seamus, sin advertir la llegada de Sean, había procedido a contar cómo había sorprendido a su mujer con otro hombre y la había echado de casa. El accidente de coche en el que había fallecido años después había sido un castigo divino por el adulterio.
Sean recordó haber salido del bar a todo correr y no haber parado hasta arderle los pulmones y no poder respirar. Su ángel lo había traicionado. Era como si todo el amor que le había ofrecido hubiese sido una mentira. Y había cargado con ese sentimiento desde entonces… incluso después de regresar su madre.
Fiona Quinn había vuelto a sus vidas hacía casi dos años, junto con Keely, la hermana a la que nunca habían conocido. Sus hermanos la habían acogido con los brazos abiertos, hasta habían perdonado a su padre por haberles hecho creer que había muerto. Pero Sean no podía perdonar tan fácilmente… ni confiaba en el cariño que Fiona parecía dispuesta a volcar sobre toda la familia.
Si no podía querer a su propia madre, ¿cómo iba a querer a otra mujer? No había respuestas fáciles… y las preguntas se amontonaban sin parar.
Capítulo 3
Laurel llegó a la mansión de los Rand a las cinco de la tarde. Ocultó un bostezo tras la mano e intentó relajar la tensión del cuello. El vuelo desde Honolulu a Boston, con escala en Los Ángeles, la había dejado agotada y estaba deseando darse una ducha caliente y acostarse.
Aquellas vacaciones sola habían sido justo lo que necesitaba para comprender lo que había ocurrido el día de su boda. Laurel apago el motor y apoyó las manos sobre el volante. Edward la había engañado, pero, teniendo en cuenta su reacción ante Sean Quinn, quizá fuese mejor que su prometido no hubiese acudido a la boda.
Había pensado que podría tolerar un matrimonio sin amor. Edward era simpático e inteligente y le había parecido que le tenía cariño de verdad. Pero le habían bastado unas horas con Sean Quinn para darse cuenta de lo equivocada que había estado.
Una pasión oculta hasta entonces en su interior había subido a la superficie. Cada vez que Sean la había tocado, el corazón se le había acelerado y las rodillas se le habían vuelto de mantequilla. Edward nunca había tenido tamaño efecto sobre ella.
Sacando fuerzas de donde no creía tenerlas, Laurel bajó del coche. Las maletas parecían pesar una tonelada mientras las cargaba hasta la puerta. Tecleó el código en el sistema de seguridad y, cuando la puerta se abrió, metió el equipaje.
Una vez en el vestíbulo, recordó la noche de bodas. Sintió un escalofrío al acordarse de aquel último beso, Sean acorralándola contra la pared, explorándola con los labios y las manos.
– Bienvenida, señorita Laurel -dijo Alistair y ella se sobresaltó al oír su voz cantarina-. ¿Dónde está el señor Edward? -preguntó mientras se acercaba a recoger las maletas.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Laurel.
– Su tío ha decidido quedarse aquí una temporada. Se ha enterado de que se va a celebrar una subasta de numismática cerca y ha decidido no volver a Maine hasta finales de mes. Parece muy cansada. ¿El señor Edward no está con usted?
Se estrujó los sesos en busca de una excusa. ¡La presencia de su tío no formaba parte del plan!
– Lo… lo he dejado en su apartamento para que recoja unas cosas. No tuvo tiempo antes de la boda. Dentro de una hora vuelvo a recogerlo.
– ¿Y qué tal el viaje? Romántico, ¿verdad?
– ¡Mucho! Lo hemos pasado… de maravilla -Laurel trató de sonar entusiasmada-. Las playas eran preciosas y… hemos salido a pasear todos los días. Voy por Edward -finalizó con brusquedad, consciente de que nunca se le había dado bien mentir, no fuese a despertar alguna sospecha.
– Creía que la esperaba dentro de una hora.
– Ya, pero… no quiero que termine la luna de miel. No puedo estar lejos de él ni un segundo -contestó justo antes de abrir la puerta, cerrar y echar a correr hacia el coche-. ¡Maldita sea!
¿Qué podía hacer? No había imaginado encontrarse aquel inconveniente. Durante las anteriores dos semanas, había trazado un plan perfecto. Cobraría su herencia, esperaría unos meses y escribiría a su tío para comunicarle que el matrimonio había sido un error. Hasta había decidido utilizar el verdadero pasado de Edward a su favor. Se había casado con un estafador que ya estaba casado. Así que había cumplido los requisitos para conseguir el dinero. Lo único que la preocupaba era que su tío era un hombre caprichoso y que decidiera que un matrimonio Frustrado no era un matrimonio de verdad.
– Necesito un marido -se dijo mientras arrancaba-. Tengo un marido. Sólo tengo que encontrarlo.
Mientras conducía hacia Boston, Laurel buscó en el bolso el teléfono móvil. Llamó a información y preguntó por Sean Quinn.
– Lo siento, señorita, no viene en la guía.
– Pruebe con S. Quinn, por favor.
– No aparece, lo siento.
Laurel gruñó. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Por diez mil dólares, debería haberle pedido el número de teléfono por lo menos. Tenía que haber alguna forma de encontrarlo.
– ¿Y el Pub de Quinn? -preguntó entonces-. Está en el sur de Boston.
Esperó unos segundos, conteniendo la respiración hasta que la operadora contestó:
– Tome nota.
Una voz grabada le dictó el teléfono y un minuto después ya tenía la dirección del pub e indicaciones para llegar.
Hasta ese momento, no había considerado posible volver a ver a Sean. Pero después de lo que había ocurrido entre ambos, no había podido evitar fantasear con un reencuentro. Había estado a punto de pedirle que se fuera con ella a Hawai esa noche al despedirse, y había lamentado no haberlo hecho.
Mientras conducía, trató de pensar en la mejor manera de abordar el problema. Diez mil dólares era mucho dinero por un día de trabajo. Tal vez pudiera convencerlo de que le debía más tiempo. Si le pedía más dinero, quizá pudiera ofrecerle unos cientos. O quizá aceptara esperar a obtener un cachito de la herencia.
Cuando aparcó frente al pub, rezó por que se lo encontrara. Se miró al espejo del retrovisor, agarró el bolso y se aplicó un poco de pintalabios. Luego salió del coche y corrió hacia el bar.
Sonaba música irlandesa. Una barra de madera recorría una pared lateral y un espejo reflejaba la tenue iluminación. Sólo había estado una vez en Dublín, durante unas vacaciones cuando iba a la universidad, y los pubs que habían visitado eran como aquél. Un hombre canoso la saludó cuando se acercó a la barra.
– Me gustaría encontrar a Sean Quinn. ¿Sabría decirme cómo localizarlo?
– ¿Para qué quieres hablar con Sean? -preguntó el hombre con un fuerte acento irlandés.
– Un asunto personal -contestó Laurel-. ¿Sabes dónde está?
– No estoy seguro. ¿Por qué no le dejas una nota y se la doy cuando…
– No -atajó con impaciencia ella-. Tengo que verlo ahora.
– No sé quién crees que eres, pero…
– Soy su mujer -espetó Laurel. El hombre canoso se quedó helado, estupefacto, y Laurel lamentó tener la lengua tan suelta. Pero necesitaba encontrar a Sean-. No exactamente su mujer, pero…
– Un momento, voy a llamarlo -la interrumpió el hombre. Se marcho al otro extremo de la barra y, tras una breve conversación, regreso-. Viene de camino.
– Gracias -dijo Laurel al tiempo que notaba como si se le formase un nudo en el estómago. Se mesó el pelo y se alisó las arrugas del vestido. Si quería que las cosas salieran bien, tendría que controlar su temperamento. Siempre había sido demasiado impulsiva… motivo por el cual había acabado casándose con un hombre al que ni siquiera conocía.
– ¿Quieres beber algo? -le preguntó el hombre canoso.
– Un vino blanco, por favor.
Mientras daba el primer sorbo, Laurel echó un vistazo a su alrededor. En la parte de atrás había una mesa de billar y unas dianas. Cerca de la barra colgaba una pizarra con un menú de platos irlandeses. Cuando le sonaron las tripas, advirtió que hacía seis horas que no comía nada.
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