– Me gustaría comer algo. ¿Tiene sopa? – preguntó tras hacerle un gesto para llamarlo.

– La sopa de patata está muy rica. O quizá prefiera la de guisantes con jamón.

– La de patata, por favor.

– Ahora mismo.

Laurel se tomó el resto del vino de un trago con la esperanza de que le infundiera valor. Había pagado a Sean para que se hiciera pasar por su novio un día y no tenía obligación de ayudarla. ¿Cómo podría convencerlo para que siguiera interpretando su papel?, ¿qué clase de oferta aceptaría?

No sabía cuánto debería pagar por un marido, pero supuso que no podía ser más de lo que pudiera ganar en su trabajo. Al fin y al cabo, no era un trabajo difícil. Empezaría a negociar a partir de veinte mil dólares. Veinte mil dólares no era tanto a cambio de obtener los cinco millones.

– Aquí tienes, sopa de patata -el hombre canoso se acodó sobre la barra-. Dime, ¿cuándo te has casado con mi hijo?

La cuchara estaba a medio camino cuando el hombre formuló la pregunta. Laurel se atragantó y se limpió con la servilleta. Los ojos empezaron a llorarle.

– ¿Es… tu hijo?

– Sean es mi hijo, sí. Soy Seamus Quinn. ¿Y tú eres?

– Laurel Rand.

– Me sorprende que Sean no nos haya contado que había encontrado a una mujer. Claro que el chico nunca ha sido muy hablador.

– En realidad no soy su mujer. Al menos técnicamente -Laurel se levantó y agarró el bolso para arreglarse el rímel corrido de los ojos-. ¿Me disculpas un momento? En seguida vuelvo.

El aseo de mujeres estaba en la parte de atrás, pasada la mesa de billar. Una vez dentro, echó el cerrojo y se miró al espejo.

– Tranquila -se dijo-. Si acepta la oferta, todo irá bien. Y si se niega, ya te las arreglarás.

Luego abrió el bolso y sacó el neceser de los cosméticos. Iba a tener que utilizar todas las armas que estuviesen a su alcance, incluida perfumarse y perfilarse los ojos y la boca de modo que resultaran irresistiblemente sexys.


Sean entró en el Pub de Quinn y buscó a su padre con la mirada. Seamus lo había llamado hacía diez minutos, nervioso, pidiéndole que fuera al pub de inmediato. Había dicho que era urgente, pero se había negado a entrar en detalles; de modo que había tenido que interrumpir el partido que había estado viendo en la tele para acercarse al bar.

Mientras se dirigía hacia allá había pensado que tal vez hubiera mucha gente y simplemente necesitaba que alguien le echara una mano. Pero la gente que había allí era la normal para un sábado. Sean tomó asiento en un extremo de la barra, agarró un mandil, se lo puso y vio que su padre se acercaba a él.

– Me alegra verte -dijo Seamus.

– ¿Qué pasa?

– Está aquí. En el aseo.

– ¿Quién?

– Tu mujer. Hemos estado hablando un poco y dice que estás casado.

Sean frunció el ceño. Una cosa era querer llamar la atención del único hermano Quinn que quedaba libre y otra llegar a esos… Dios, ¿se estaría refiriendo a Laurel Rand?

– ¿Qué aspecto tiene, papá?

– Tiene aspecto de acabar de casarse.

– ¿Es rubia?, ¿con el pelo ondulado? -Sean se puso la mano en la barbilla-. ¿De esta altura?

– Ha dicho que se llamaba Laurie o…

No se molestó en continuar la conversación con su padre. Se quitó el mandil, lo dejó sobre la barra y fue hacia el servicio de mujeres. Al despedirse de Laurel aquella noche después de la boda, se había dicho que no volvería a verla. Y aunque sentía curiosidad por lo atraído que se había sentido hacia ella, había preferido no prestarle atención. No estaba preparado para enamorarse y sospechaba que nunca lo estaría.

La puerta de los aseos se abrió un instante antes de que pusiera la mano en el pomo. Laurel apareció ante él, con una mezcla de sorpresa y cautela en su expresión. Sean trató de decir algo. Se le ocurrieron varias frases para romper el hielo y abrió la boca para probar suerte con una. ¿Qué le pasaba con esa mujer? Tan pronto se sentía cómodo con ella como era incapaz de hablar y pensar con normalidad.

De pronto, Laurel se lanzó a sus brazos y lo besó. Al principio se quedó demasiado asombrado como para responder. Pero cuando separó los labios, Sean no vio razón alguna para no disfrutar de lo que le ofrecía. La sujetó por la cintura, la atrajo contra su cuerpo y aumentó la intensidad del beso hasta dejarla rendida en sus brazos. Cuando Laurel se apartó, tenía las mejillas encendidas y los ojos chispeantes.

– Hola -dijo Sean.

– Hola -Laurel esbozó una sonrisita-. Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.

– No -contestó él. Lo cierto era que desde que había rozado su boca, había dejado de preocuparse por el motivo de su visita. El beso era motivo de sobra. En las últimas dos semanas casi había olvidado el sabor de sus labios, la sensación de tenerla entre sus brazos…

– ¿No?

– Bueno, quizá -reconoció Sean-. ¿Qué tal en Hawai?

– Bien: buen tiempo, playas preciosas. Era la única mujer soltera en un chalé de luna de miel, así que me sentía un poco rara. Pero me venía bien descansar un poco. Ha sido una buena forma de celebrar mi veintiséis cumpleaños.

– Felicidades -dijo él al tiempo que le acariciaba un mechón sobre la oreja.

– Gracias -dijo Laurel-. Un año más vieja, pero no un año más sabia.

– Laurel, ¿Qué haces aquí?

– Yo… quería verte -contestó. Luego se quedó callada. Negó con la cabeza-. No, no es verdad. Tío Sinclair se ha mudado a la mansión donde vivo a pasar una temporada. Hasta que se celebre una subasta de numismática. Y, claro, no se le ha ocurrido alquilar una habitación de hotel cuando yo tengo ocho habitaciones vacías.

– ¿Le has dicho lo de Edward?

– Necesito que me hagas un favor -respondió inquieta Laurel-. Sé que te dije que sólo tendrías que hacerte pasar por mi novio un día; pero creo que voy a necesitarte un poco más de tiempo. Y me preguntaba si podía… alquilarte unas semanas más.

– ¿Alquilarme?

– Contratarte. Necesito que vuelvas a ser mi marido -Laurel le agarró una mano y lo metió dentro del servicio de mujeres-. Hay una cosa que no te conté el día de la boda. No sólo me resultaba violento quedarme plantada en el altar. Necesitaba casarme ese día.

– ¿Estás embarazada? -preguntó él, dirigiendo la mirada hacia su vientre automáticamente.

– ¡No! Tenía que casarme antes de cumplir los veintiséis para poder heredar cinco millones de dólares de un fideicomiso -reconoció Laurel-. Mi tío es el administrador del dinero que mi padre me dejó al morir. Parece que no me ve capaz de manejarlo si no estoy casada.

– O sea, que no era porque te diera vergüenza. Era por dinero -dijo Sean decepcionado. La mujer con la que creía haberse casado desapareció ante sus ojos. De pronto comprendió que la atracción que habían compartido no había sido más que un acto motivado por intereses mercenarios.

– Necesito el dinero. Ya. Si no me caso, tendré que esperar a cumplir treinta y uno. Son cinco años, no puedo esperar tanto.

– ¿Te falta dinero para comprarte modelitos y joyas? -preguntó Sean con sarcasmo.

– No, no es eso.

Se había quedado cautivado por su honestidad y al final todo había sido un engaño. En realidad no era distinta a las demás mujeres: sólo le interesaba lo que pudiera hacer por ella, lo que pudiera darle. Sean se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros para no tocarla de nuevo. No debería haber confiado en ella. Por muy bonita que fuera.

– ¿Qué me estás ofreciendo?

Pareció sorprendida por la pregunta, pero Sean no se arrepintió de formularla. Si se trataba de una cuestión de dinero, no le ofrecería sus servicios gratis.

– He estado pensándolo. Tendríamos que negociar una cantidad razonable. Pero podemos dejarlo para luego. Ahora necesito que recojas tus cosas y te vengas a casa conmigo. Sean se apoyó contra la puerta del cuarto de baño y la observó con detenimiento. En las últimas semanas se había estado preguntando si habría caído en la maldición de los Quinn, si acudir al rescate de Laurel aquel día le costaría su libertad. Pero le alegraba comprobar que le había ganado la batalla a la maldición. Una mujer tan maquiavélica nunca podría conquistar su corazón.

– No hasta que lleguemos a un acuerdo – contestó-. ¿Cuánto tiempo vas a necesitar mis servicios?

– Un mes como poco.

– Mi tarifa son quinientos dólares al día – dijo Sean-. Treinta días a quinientos dólares hacen quince mil dólares. Gastos aparte, por supuesto.

– ¿Tu tarifa?, ¿eres fontanero?

– Soy detective privado -le recordó.

– ¡De acuerdo!, ¡perfecto! Quinientos dólares al día más gastos, hasta un máximo de cinco mil dólares más -Laurel extendió la mano y él la estrechó, sujetándola un poco más de lo necesario.

– Trato hecho.

– Bien, entonces vámonos. Tenemos que ir por tus cosas. Le he dicho a Alistair que volveríamos en una hora. El tiempo justo para repasar los detalles de nuestra supuesta relación.

Sean asintió con la cabeza, abrió la puerta del baño y se echó a un lado para dejarla pasar. Mientras se abrían paso entre los clientes del bar, dejó la mano reposando sobre el talle de Laurel. Cualquier marido lo haría. Se lo había visto hacer a sus hermanos con las mujeres a las que amaban. El problema era que le bastaba tocarla para olvidar que todo lo que había entre ellos era pura fachada.

– Me voy, papá -gritó Sean-. No volveré en unas semanas. Dale un toque a Rudy, que me sustituya en el bar.

– ¡No puedes dejarme colgado! -gritó Seamus.

– Te las arreglarás.

Laurel había aparcado frente al bar. Rodeó el coche hasta la puerta del conductor y Sean la siguió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Las llaves. Soy el marido. El marido siempre conduce.

– En este matrimonio no. Mi coche tiene mucho genio.

– ¿Vamos a tener nuestra primera discusión? -contestó él. Laurel le entregó las llaves a regañadientes y fue al lado del pasajero. Sean se acomodó frente al volante y se estiró para subir el seguro de la puerta de Laurel, pero ésta no la abrió-. Entra.

– Los maridos les abren la puerta a la mujer -replicó ella a través del cristal de la ventana.

Sean gruñó. Para no estar casado de verdad, ya estaba obedeciendo órdenes como un perrillo faldero. Salió del coche, lo rodeó y le abrió la puerta.

– No dejes de criticar cómo conduzco -le sugirió-. Y asegúrate de guiarme mal hasta tu casa. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?

Luego, mientras cerraba la puerta, sonrió. Tal vez ese matrimonio fuese justo lo que necesitaba para convencerse de que él sí que se quedaría soltero.


Llegaron a la mansión una hora después. Alistair les dio la bienvenida en la entrada e hizo intención de tomar la bolsa de Sean. pero éste negó con la cabeza e insistió en subirla él mismo. Laurel se anotó en la cabeza que tendría que decirle a su marido que debía tener mucho cuidado con Alistair. Era un hombre leal a Sinclair y no dudaría en hablar con él si sospechaba lo más mínimo.

– Me he tomado la libertad de prepararles algo de picar -dijo el mayordomo, unos escalones detrás de ellos-. Unos sandwiches, una ensalada y fresas. Lo he puesto todo en la habitación. Al señor Sinclair le complacería que se tomara un coñac con él en la biblioteca cuando se haya instalado. ¿Quiere que le deshaga la maleta? -añadió tras entrar en el dormitorio de Laurel y encender la lámpara situada junto a un sofá.

– No, gracias -contestó Sean. Hizo ademán de echarse mano a la cartera, pero Laurel le agarró el brazo para frenarlo.

– Ya nos ocupamos nosotros -dijo ella-. Dile al tío que bajaremos en veinte minutos. Gracias, Alistair.

– Iba a darle una propina -comentó Sean cuando el mayordomo se hubo marchado-. ¿No está bien?

– No, Alistair trabaja para mi tío. Pero se ocupa de mí, y de ti ahora, porque quiere. No por obligación -explicó Laurel. Luego fue hacia la mesita de noche donde el mayordomo había dejado la bandeja con la cena. Agarró uno de los suculentos sandwiches y le dio un bocado-. ¿Tienes hambre? Alistair cocina de maravilla.

– No -contestó Sean, quieto en medio de la habitación, como si no supiera bien qué debía hacer.

Laurel se acercó al armario, abrió el cajón superior y sacó toda su ropa interior.

– Puedes guardas tus cosas aquí. Si necesitas otro cajón, me lo dices -Laurel metió la ropa interior en otro cajón con más prendas-. El baño está ahí. Tendrás que cambiarte antes de bajar -añadió apuntando hacia la puerta.

– ¿Que pasa con la ropa que llevo? -preguntó Sean.

Laurel deslizó la vista por aquel cuerpazo. Una camiseta se ceñía a su pecho musculoso y los vaqueros negros le caían por debajo de la cintura.

– Mi tío insiste en ir bien vestido a partir de las seis de la tarde. Es una de sus reglas. ¿Qué has traído?