Vivir bajo el techo de la familia Quinn había enseñado a los seis hermanos a vivir el momento. Su padre, Seamus, casi nunca estaba en casa, pues su trabajo como pescador lo obligaba a pasar semanas seguidas enteras en el mar. Y la madre de Brian los había abandonado cuando este sólo tenía tres años. Él y sus hermanos se habían criado por su cuenta, teniendo a Conor, el mayor de los hermanos, como auténtica figura paternal.

Todos se habían metido en más de un lío, pero él y su hermano, Sean, habían sido los más rebeldes. Se las habían arreglado para conseguir un buen historial de delitos menores, aunque, por suerte, Conor había empezado a trabajar como policía antes de que se metieran en mayores problemas. Los había metido en la cárcel tres días tras robar el coche de un vecino y los había obligado a pasarse las vacaciones de verano pintando la casa del tipo. El castigo había servido para que Sean y él decidieran que no merecía la pena seguir por ese camino.

Así que él había centrado sus energías en los estudios y había aceptado un trabajo a media jornada, cargando periódicos en los camiones del Globe. Y al finalizar el instituto, se había convertido en el segundo Quinn en matricularse en la universidad, después de su hermano Brendan. Tenía que escoger una carrera y, al ir a inscribirse, le había preguntado a una chica guapa que hacía cola delante de él qué iba a estudiar. Periodismo no había estado entre sus primeras opciones, pero había resultado ser un buen sitio para conocer chicas apasionadas. Y las clases habían resultado sorprendentemente interesantes; sobre todo, después de descubrir que se le daba bien contar historias.

Brian echó una carrerita hasta el aparcamiento donde tenía el coche. Con un poco de suerte, conseguiría lo que quería pronto y podría pasar el resto de la noche del sábado en el pub de Quinn, relajándose con una pinta de Guinness y seduciendo a alguna mujer bonita. Brian sonrió. Quizá hasta se dejaba puesto el esmoquin. Seguro que conseguiría llamar la atención de un buen puñado de bellezas.

– Primero el deber, luego el placer -murmuró mientras arrancaba.


Cuando recogieron las mesas y la orquesta empezó a tocar, Lily Gallagher estaba lista para irse a casa… o volver al hotel, que era su casa en esos momentos. Se apoyó en la barra y pidió su primera copa de champán. Luego, hizo una mueca de dolor, martirizada por el calzado que había elegido. Aunque los zapatos hacían juego con el vestido, no eran para una larga velada de pie.

Había llegado al aeropuerto de Boston esa misma tarde, procedente de Chicago, intrigada por la razón por la que la habían llamado. Richard Patterson se había puesto en contacto personalmente con su jefe en la empresa de relaciones públicas DeLay Scoville para solicitar sus servicios. Según Don DeLay, Richard Patterson estaba dispuesto a pagar un adelanto jugoso sin dar explicaciones del motivo por el que la quería.

Y no iba a negarse. Ese trabajo podía ser su billete hacia la directiva, a un paso de la vicepresidencia. Aunque no le habían dado ninguna pista, Lily sospechaba la razón por la que la habían elegido. Patterson era un pez gordo del sector inmobiliario y el año pasado ella había llevado un gran escándalo sobre una constructora inmobiliaria de Chicago.

Estaba especializada en momentos críticos. La gente la llamaba cuando las cosas se ponían feas y ella se encargaba de arreglarlas. Durante el vuelo, Lily se había leído todo lo que había podido reunir sobre Inversiones Patterson, empresa en poder de centros comerciales, moteles y restaurantes de comida rápida. Richard Patterson tenía contactos políticos y, a pesar de sus orígenes humildes en un barrio de clase trabajadora en Boston, su negocio subía como la espuma.

Para Lily, había sido un alivio recibir una oferta para trabajar fuera de Chicago, aunque echaba de menos su casa nueva y a su mejor amiga, Emma Carsten. Trabajaban juntas en la agencia y solían hablar de montar su propia empresa. Pero tenía una hipoteca que pagar y, por el momento, trabajar para DeLay era un paso adelante que no podía dejar de dar.

Esperaba que Patterson estuviese hundido en una buena crisis a la que hincarle el colmillo o algún problema político espinoso que pudiese solucionar. Resolvería lo que tuviese que resolver y unos meses después volvería a Chicago con una experiencia sobresaliente para su currículo. Luego, exigiría el ascenso.

– ¿Lily?

Se giró y encontró a Richard Patterson frente a ella. Era un tipo atractivo, de cuarenta y pico, con el pelo gris por los lados y modales impecables. Llevaba un esmoquin a medida, probablemente de uno de los mejores diseñadores en moda masculina. Si no hubiese sido un cliente, y no hubiese estado casado, Lily podría haberlo considerado una opción. Pero ella nunca mezclaba el placer con los negocios.

– Una fiesta estupenda -dijo ella-. Ha hecho un trabajo excelente como anfitrión, señor Patterson.

– Yo no he hecho nada -Patterson esbozó una sonrisa forzada-. Contraté a una persona para que organizara la fiesta y mi mujer se ocupó del resto. Mire, tengo que irme. Tengo que tomar un avión. Una emergencia con un grupo de inversores de Japón. Sé que no hemos tenido oportunidad de hablar y voy a estar fuera los próximos días. Pero quiero que el lunes llame a mi secretaria. Le programará citas con los principales miembros de la directiva.

– Perfecto. Necesito saber todo lo que pueda. Si me dice en qué quiere que trabaje, quizá pueda preparar las entrevistas y la siguiente vez que nos veamos…

– Ya hablaremos de eso el martes -atajó él.

– De acuerdo.

– Si necesita algo, llame a la señora Wilburn.

Boston es una ciudad bonita en junio. Salga, haga turismo -dijo, se dio media vuelta y se marchó.

Lily se quedó extrañada. No entendía por qué la había hecho ir ese día para acudir a la fiesta. Miró a su alrededor y decidió que esperaría a que Richard se fuera. Luego daría la noche por terminada. Dio otro sorbo de champán mientras estudiaba las parejas que bailaban en la pista. La decoración de la sala de baile del hotel Copley Plaza se asemejaba a los jardines de Versalles. Había fuentes, cenadores con flores fragantes, pequeñas luces blancas que creaban el más romántico de los ambientes. Suspiró.

Tenía más razones para alegrarse de dejar Chicago. Acababa de romper oficialmente su compromiso con el fiscal Daniel Martín. Después de dos años de salir juntos y cuatro meses de compromiso, había creído que por fin había encontrado al hombre de sus sueños… hasta que lo encontró desnudo, acostado con una morena de aspecto exótico y grandes pechos de silicona. Jamás había imaginado que la engañaría de ese modo y su única excusa había sido que no estaba preparado para el compromiso.

Lily se había organizado la vida en torno a ese hombre, había planeado su futuro con él y, de pronto, todo había terminado. Dio otro sorbo de champán y miró a los invitados. Quizá fuera hora de tranquilizarse, dejar de perseguir el amor a la desesperada y disfrutar de un poco… de lujuria. Había dado un primer paso hacia su independencia comprándose una casa a su nombre nada más.

– Sé exactamente lo que necesito en estos momentos -murmuró Lily-. Una aventura de una noche, agradable y muy apasionada.

No se dedicaba a buscar tipos raros, pero los hombres que se habían cruzado en su vida siempre habían tenido algún extraño inconveniente: tenían miedo al compromiso o estaban casados con alguien a quien olvidaban mencionar, eran fríos o fetichistas con el calzado femenino, estaban planteándose un cambio de orientación sexual o eran casanovas como Daniel. Hasta había intentado mantener una relación a distancia con un escritor de Los Ángeles, pero él había terminado enamorándose de una actriz insulsa.

Había llegado el momento de poner ella las condiciones. Sería ella la que no estuviera disponible, y no tendría intención de compromiso alguno; sólo estaría en Boston unos meses trabajando y no buscaba una relación a largo plazo. Evitaría cualquier tipo de atadura y se limitaría a divertirse.

Volvió a suspirar. Aquella fiesta de recaudación de fondos sería el último lugar donde podría encontrar un hombre soltero. La única razón por la que un hombre asistía a un acto de beneficencia era que sus mujeres los habían presionado para que las acompañaran. De hecho, la mayoría de los hombres presentes preferirían estar en otra parte. Lily siempre había imaginado que ella planearía un acto benéfico alternativo, de modo que la gente pagara por no asistir y el dinero recaudado fuera íntegramente a la organización benéfica y no se destinara a pagar la decoración.

Aprovechó el paso de un camarero para agarrar de la bandeja otra copa de champán y miró hacia los balcones, resuelta a encontrar una mesa en la segunda planta, desde la que observar la fiesta en paz. Minutos después, se sentó en una esquina tranquila al otro lado de la orquesta. Se descalzó, se frotó los pies y empezó a sentir el cosquilleo del champán que ya había bebido. Cuando un camarero le ofreció otra copa, Lily aceptó y la puso al otro lado de la mesa, como si estuviese esperando a alguien.

– Una mujer tan bonita no debería estar sola. Lily levantó la mirada hacia el hombre que se había acercado. Aunque era atractiva, su sonrisa parecía demasiado… ensayada. Llevaba el pelo engominado hacia atrás y un esmoquin que le sentaba fatal. Aun así, decidió darle una oportunidad.

– Estoy a gusto -contestó. El hombre corrió la silla situada frente a Lily y se sentó, a pesar de la copa.

– Pues yo no -dijo él-. Estoy solo y todos los demás parecen acompañados. Soy Jim Franklin.

– Lily -se presentó ella.

– ¿Lily a secas?

– Lily Gallagher.

– Bueno, Lily Gallagher, ya que parece que los dos estamos solos, quizá podamos estar solos juntos. Háblame de ti -dijo. Lily abrió la boca para responder, pero Jim Franklin no esperó a que contestase-. Yo soy analista de inversiones en Bardweil Fleming. No sé si lo sabes, pero estas fiestas son un negocio estupendo. Siempre consigo captar algún cliente. No vendemos acciones ni letras, pero ofrecemos nuestros servicios de análisis para todo tipo de inversiones. Llevo cuatro años en Boston. Me trasladaron de la sede de Nueva York.

A pesar de sus intenciones, ligar no era tan simple. Primero tenía que encontrar un hombre que la atrajera. Y Lily ya sabía que ese tipo no le subía la temperatura.

– Bueno, ¿tú a qué te dedicas, Lily?

– Señor Franklin, me temo que no estoy interesada en…

– Jim -insistió él-. ¿Tienes un plan de jubilación?, ¿has invertido tu dinero inteligentemente? Lily agarró su copa, la vació y se puso de pie.

– Voy por más champán. Si me disculpas…

– Se está acercando un camarero -dijo Franklin con una sonrisa de oreja a oreja.

Lily reprimió una palabrota y volvió a sentarse. Si aquello no era una tortura, andaba muy cerca. No solía ser descortés, menos en el trabajo, pero no creía que Richard Patterson fuese amigo de Jim Franklin, analista de inversiones.

Mientras este peroraba sobre activos líquidos y bonos del Estado, Lily dejó vagar la mirada, intercalando algún monosílabo de tanto en tanto para contestar a alguna de las preguntas de Franklin. Dibujó una sonrisa forzada y se preguntó cuánto tiempo tendría que soportar el monólogo de Franklin. Buscó alguna excusa para acabar con aquel tormento sin parecer ruda. Entonces, se fijó en un hombre que estaba detrás de Franklin, de pie, apoyado contra una columna de mármol, con una sonrisa divertida en los labios.

Lily desvió la mirada de inmediato, pero cuando volvió a girarse, descubrió que el hombre seguía observándola. Luego, él miró el reloj, fingió bostezar y Lily no pudo evitar sonreír. Dio otro sorbo de champán, contemplando al desconocido sobre el borde de la copa.

A diferencia de Jim Franklin. el otro hombre sí que era despampanante. El pelo negro, bien cuidado, le caía hasta el cuello de la camisa. Sus cejas oscuras resaltaban el color indeterminado de los ojos, de un matiz tan poco corriente como atractivo. Era más alto que la media, de complexión elegante, y llevaba un esmoquin que acentuaba la envergadura de los hombros y su estrecha cintura.

Cuando subió a la cara, el hombre sonreía abiertamente. Asintió con la cabeza, como si supiera lo que estaba pensando Lily. Y luego echó a andar hacia ella. Lily contuvo la respiración, sin apartar la vista de los ojos del desconocido, con el corazón un poco acelerado.

– Cariño -dijo al llegar a la mesa-, te he estado buscando por todas partes.

Estiró un brazo y, vacilante, Lily le agarró la mano que le había ofrecido. Se sorprendió cuando se la llevó a los labios y le besó cerca de la muñeca. Tragó saliva.

– Te estaba esperando, corazón -dijo ella-. Has tardado.