No fue a trabajar y como a las nueve y diez telefoneó a la oficina y pidió hablar con Nadine.
– Nadine…-empezó.
– Te dormiste -supuso Nadine.
– No; no es eso -corrigió Kelsa rápidamente y habiendo tenido tres horas para pensar lo que iba a decir, continuó-: ¿Te importaría mucho si no trabajo el resto del tiempo, de mi aviso de renuncia?
Hubo un silencio atónito en el otro extremo de la línea y luego Nadine, para alivio de Kelsa, recuperó su acostumbrada serenidad.
– Suenas muy seria, Kelsa. ¿Tienes algún problema en el que yo te pueda ayudar?
– No, no es ningún problema -tuvo que mentir Kelsa-. Sólo es que… estuve pensándolo el fin de semana… y… me parece que es lo que debo hacer. Si tú puedes arreglártelas…
– Claro que puedo arreglármelas… o buscar ayuda de alguien, ¿pero estás segura…?
Pasaron otros cinco difíciles minutos hasta que, sintiéndose bastante mal al concluir su trabajo en Hetheringtons, por fin colgó la bocina.
Hecho esto, telefoneó al agente por medio de quien había rentado su apartamento, para rescindir su contrato, ya que había decidido regresar a Drifton Edge al anochecer. Sabiendo que el agente no tendría ninguna dificultad para volver a alquilar su apartamento, Kelsa lo encontró muy dispuesto a comunicarse con los de la mudanza y otros servicios.
– Con que me entregue usted la llave cuando termine, lo demás no será problema -le aseguró-. Si es que ya está cerrada la oficina, eche aquella en el buzón… etiquetada, desde luego -le recordó él.
Kelsa pasó una mañana y parte de la tarde muy ocupada, empacando las cosas que pudiera transportar en el coche y pensando en cómo había coqueteado brevemente con Londres, y se había quemado los dedos; y ahora, mientras todavía le quedaba su orgullo, se iba de ahí.
Pero una prueba de lo mucho que deseaba quedarse, fue cuando iba a tirar la canasta de flores de Lyle y encontró que simplemente no podía hacerlo. Tenía la mano sobre el asa de la canasta, cuando se quedó inmóvil. ¡Maldito!, pensó, furiosa, y odió a Lyle como se odió a sí misma, por ser tan vulnerable. Aun cuando sabía que esas flores eran una mentira, no podía tirarlas.
Todavía tenía algunas cosas que hacer, cuando se dio cuenta de que debía dejar lo que estaba haciendo, si quería llegar a tiempo a la cita que tenía a las cuatro y media con Brian Rawlings.
Había pensado irse directamente a Drifton Edge de la oficina de los abogados, pero el tiempo estaba en su contra y se fue a su cita, sabiendo que tendría que regresar al apartamento.
– Pase, señorita Stevens -le sonrió Brian Rawlings, dándole la mano cuando la secretaria la introdujo a su oficina-. Dígame, ¿en qué puedo servirle?
La cita fue más larga de lo que Kelsa planeó, pues, aunque ella creía que simplemente tenía que decir que no quería el legado y ya, Brian Rawlings parecía dispuesto a ponerle obstáculos.
– Tiene usted que estar muy segura -insistió él-. A lo que usted piensa renunciar es…
– No pienso señor Rawlings -dijo Kelsa con firmeza-; lo hago. Y estoy muy segura… Y… -no sabiendo mucho del aspecto legal, empezó a sentir pánico-… y nadie puede obligarme a aceptarlo, si no lo quiero.
– Pero el señor Garwood Hetherington quería que usted…
Así continuó la discusión media hora más, hasta que por fin Kelsa convenció a Brian Rawlings de lo inflexible de sus intenciones. Le dio su dirección y el teléfono de Drifton Edge, para el caso de que necesitara alguna firma o tuviera alguna duda y salió de la oficina para ir a su apartamento por última vez.
Ahí, terminó de empacar y después de llevar el último bulto a su coche, regresó al apartamento a echar un último vistazo. Estaba a punto de salir, cuando sonó el teléfono. Se acercó, sabiendo que sería la última vez que lo contestaría en ese domicilio, y alzó la bocina.
– ¿Hola? -dijo y por poco se desmaya al oír la voz de Lyle.
– ¿Me extrañas? -preguntó él con suavidad, haciendo que el corazón de Kelsa se acelerara tontamente, a pesar del antídoto de orgullo que había recibido. Lo único que se le ocurrió era que tenía que desengañar a este hombre, dueño de su corazón, de cualquier noción de que ella lo encontraba maravilloso.
– ¿Extrañarte? -repitió, y con una risita-: ¡Pero si sólo has estado ausente cinco minutos!
El silencio que siguió a esas palabras era tangible, pero el tono de voz de Lyle era sereno cuando preguntó, un segundo después:
– ¿Pasa algo malo, Kelsa?
– ¿Malo? -replicó ella-. ¡No, nada! Sólo estoy apurada para salir.
– ¡Tienes una cita! -se molestó él.
– Yo… no quiero tenerlo esperando -aprovechó ella y de inmediato recibió una letanía del Lyle Hetherington que conoció al principio, pues él, con la rapidez de un rayo, vociferó:
– ¡Asegúrate de no ofrecerle tu virginidad tal como me la ofreciste a mí! -Kelsa estaba con la boca abierta, cuando él colgó la bocina violentamente.
Un instante después, la furia invadió a Kelsa también, de lo cual se alegró, pues o era furia o eran lágrimas. ¡El muy canalla! ¡Cómo se atrevía a echarle eso en cara! Por su saludo de “¿Me extrañas?”, supuso que él todavía estaba en el extranjero. Pues dondequiera que estuviera… y cada vez estaba más segura de que estaba de vacaciones con alguna morena… lo único que le deseaba era que le sucediera lo peor.
Ese último estallido no hizo nada para tranquilizarla y Kelsa casi olvidó dejar las llaves al agente. Pero, una vez hecho eso, sintió el impacto del carácter concluyente de sus acciones, así que para cuando se detuvo frente a su casa de Drifton Edge, hubiera querido estar furiosa de nuevo.
Dolida por dentro, sabiendo que era la única manera, ese día cortó de tajo las oportunidades de volver a ver a Lyle alguna vez. Kelsa metió el coche a la cochera, diciendo que desempacaría al día siguiente.
Entró a su antigua casa, encendió la calefacción, hizo un par de cosas y luego fue a acostarse, para tratar de encontrar un poco de reposo mental. Sin embargo, su sueño no fue nada tranquilo y todavía estaba oscuro cuando el jueves se levantó y tomó una ducha; luego se puso un pantalón de mezclilla y un suéter.
Como de costumbre, Lyle dominó sus pensamientos mientras se cepillaba el pelo, en su alcoba. Su meditación se interrumpió cuando, en la quietud de la casa, de pronto sonó el timbre de la puerta.
Kelsa pensó que Len, el lechero, debió haber visto luz en la casa y venía a preguntarle si necesitaba una entrega. Presurosa, bajó corriendo por la escalera y abrió la puerta… sólo para quedarse con la boca abierta por la sorpresa, porque, sabiendo que ya había cortado todas las oportunidades de ver a Lyle de nuevo y suponiendo que todavía estaba en el extranjero, ahí mismo estaba parado en la luz que salía del vestíbulo.
Un Lyle Hetherington que no parecía nada complacido de verla, advirtió Kelsa, cuando habiendo esperado bastante para que ella dijera algo, atacó:
– ¡Supongo que tu visitante ya se fue! -espetó agresivamente.
– Él… -logró decir ella, al comprender vagamente que debía referirse a la supuesta cita que tenía-. ¡No se quedó a dormir! -replicó, con el corazón acelerado, atónita, cuando él, con el rostro sombrío, dio unos pasos.
– Quiero hablar contigo -ordenó él bruscamente y, antes que ella pudiera detenerlo, la empujó y entró al vestíbulo.
– ¿Por qué no pasas? -preguntó ella ásperamente, pero cuando él se volvió y la fulminó con la mirada por su sarcasmo, Kelsa supo que él era de nuevo el bruto con el que había lidiado al principio. Sin tener la menor idea de por qué él estaba de regreso en Inglaterra, ni por qué la vino a visitar, lo único que esperaba era que ella no terminara dándole una bofetada por segunda vez.
Capítulo 9
Lyle tenía un aspecto decidido que no le gustaba nada a Kelsa y, aunque, a pesar del vigoroso latir de su corazón, no tenía ningún deseo de ser su amable anfitriona, de todos modos lo condujo a la sala.
Una vez ahí, habiendo encendido la luz, rápidamente se separó de él. Si iban a tener un pleito… y nadie la incitaba más al enfado que este hombre… no quería estar demasiado cerca de él, para no ceder a la tentación de darle una bofetada.
– Pensé que estabas en el extranjero -espetó de entrada.
– Regreso esta tarde -replicó él con sequedad, sintiéndose obviamente igual de cordial hacia ella como ella hacia él.
– ¿Ah, sí? -murmuró Kelsa y de inmediato aplastó la ridícula idea de que Lyle había volado especialmente para verla a ella-. Pues si has venido a recoger algo que olvidaste, deberías estar en tu oficina o en tu casa, no aquí.
Él la miró con expresión helada, que no revelaba nada de lo que ella pudiera inferir si él estuvo de vacaciones o de negocios. Pero esa mirada la hacía sentirse incómoda, como si ella hubiera hecho algo malo. Apartó la vista de él y se hundió más en el sofá, como si eso le sirviera de protección antes que empezara el ataque. Porque él lo haría, de eso estaba segura. Lo sentía, sentía su tensión, como si estuviera agazapado para saltar sobre ella.
Y no tuvo que esperar mucho, pues, al volver a mirarlo a los ojos, descubrió que la mirada de él no estaba helada, sino que ardía de ira. Eso lo demostró al retarla agresivamente:
– ¿Qué sucedió?
– ¿Sucedió?
Él le lanzó una mirada sombría, como queriendo ahorcarla por fingir que no sabía de lo que él hablaba.
– La última vez que te vi, eras una mujer cálida, cariñosa, sensible…
– ¡Por amor de Dios! -lo interrumpió ella-. ¿Cómo esperabas que fuera yo? Tú eras un hombre fuera de mi experiencia… Un…
– ¡No te atrevas a decirme que te comportas así con cualquier hombre! -interpuso él, furioso.
– ¡No te digo nada! -replicó ella, con pánico y con ira-. Ni quiero sostener esta conversación. Obviamente viniste con algún propósito, así que…
– ¿Qué sucedió? -insistió él-. Nos estábamos llevando bien. Yo pensé que… -se interrumpió, como si no estuviera seguro de lo que le podía confiar. Pero entonces Kelsa reaccionó. ¿Qué era lo que él pensaba? ¡Ese hombre estaba tratando de seducirla con engaños!
– Mira, Lyle -decidió ser afirmativa-. No sé que habrás interpretado en… mi… mmm -eso no era ser muy afirmativa-. De cualquier manera -reanudó rápidamente-, si criticas el hecho de que salí con otro hombre, entonces…
– ¿Y sí saliste con otro hombre? -preguntó él bruscamente y cuando ella se le quedó mirando, sin poder continuar con la mentira, él insistió-: ¡No pudo haber sido gran cosa de cita, si después viniste para acá!
– Bueno, tal vez no tuve una cita -se encogió de hombros ella y, al aumentar su tensión, estuvo a punto de decir que no había necesidad de toda esa farsa; de que él sugiriera que era importante si salía con un hombre o con cien además de él, porque ella de todos modos le transfería todos sus derechos a la herencia, así que él podía guardarse sus engaños y no quedarse ni un minuto más en Drifton Edge.
Pero él la observaba, la ponía nerviosa y no la dejaba pensar correctamente. También empezó a sentirse insegura y confundida, así que le pareció que, si quería salir de ese lío con su orgullo y su dignidad intactos, mientras menos le dijera, sería mejor. De todos modos, Brian Rawlings le diría todo lo necesario, una vez que ella firmara el documento que él redactaría.
Sin embargo, en ese momento Lyle la examinaba, pareciendo más relajado, apoyado indolentemente contra la chimenea y a ella le habría gustado saber en qué pensaba él. Pero sus ojos no revelaban nada, aunque la agresividad había desaparecido de su voz, al preguntar suavemente:
– ¿Por qué mentir, Kelsa?
– ¿Acaso es cuestión de vida o muerte? -lo retó ella, perturbada.
– ¡Estás nerviosa! -advirtió él y ella lo odió por ser tan perspicaz-. ¿Por qué estás intranquila?
– Oye… -exclamó ella, exasperada-, si tienes que tomar un avión para regresar a donde sea que tienes que estar esta tarde, más vale que te vayas, ¡ya!
– No antes de obtener lo que vine a buscar -repuso él.
Aunque ella sabía que debía preguntarle qué era lo que buscaba allí, la invadieron los nervios nuevamente. Además, le surgió el temor de que, en una discusión, ella podría revelar algo de lo que sentía.
– ¡Por amor de Dios, Lyle! Son las seis y media de la mañana -empezó como intentando desviar la atención.
– Y por tu aspecto lavado y el hecho de que estuvieras levantada y vestida cuando vine, yo diría que o tienes una cama muy incómoda o tienes problemas para dormir.
– Ah, por… -empezó ella con pánico y acabó volviéndole la espalda y estallando-: ¡Ya tuve bastante de ustedes los Hetherington! -y acabó con voz temblorosa-: Quisiera que te fueras.
Oyó que él se movía y apretó los puños cuando pareció que acataba sus deseos de que se fuera. Las lágrimas le ardían en los ojos y en la garganta y Hubiera querido voltear a verlo por última vez; pero no lo haría. Tenía que terminar ahora.
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