De pronto, la invadió la alarma, al siguiente sonido que oyó y las lágrimas se secaron al instante, pues en vez de escuchar la puerta que se abría y se cerraba, vio a Lyle frente a ella.

Abrió la boca para decirle nuevamente que se fuera, pero no salió ningún sonido, pues advirtió que él tenía una mirada muy sagaz y, demasiado tarde, Kelsa recordó su agilidad mental; cuando se trataba de pensar rápido, él era el mejor.

– Dijiste “ustedes, los Hetherington”, plural -le recordó él lo que ella había dicho, sin darse cuenta.

– ¿Lo dije…? -repitió ella, tratando de quitarle importancia.

– Apreciabas a mi padre, eso lo sé, así que no creo que lo incluyeras en ese despectivo “ustedes los Hetherington” -analizó él rápidamente-. Ni, a pesar de que mi tía Alice tuvo la desagradable tarea de informarte que no tenías una hermana, creo que la incluyeras a ella -Kelsa se le quedó mirando, sin habla. Al ver cómo funcionaba la mente de Lyle, tenía deseos de mentirle, de decirle que sí le tenía rencor a su tía por lo que le dijo, pero eso no era verdad y no pudo decir nada, mientras Lyle continuaba-: Así que eso sólo me deja a mí y… -hubo más viveza en su mirada-. Ah, Kelsa; eso es, ¿no? Mi madre habló contigo, ¿verdad?

– Yo… -ella quena negarlo, pero tampoco pudo, aunque sabía, con desesperación, que no quería que Lyle supiera la verdad… que su madre sí había hablado con ella y que ese era el motivo por el que había abandonado Londres, porque saber que Lyle sólo la estaba engañando para sus propios fines, era más de lo que ella podía soportar. Sin embargo, cuando le costaba trabajo estar en sus cinco sentidos, surgió en ella de pronto una habilidad de actuación que no sabía que tenía y con un tono sorprendido, preguntó-: ¿Por qué iba tu madre a querer hablar conmigo? -y tuvo que sufrir la mirada fija de Lyle sobre ella, examinándola.

Luego, dejándola atónita, dejó caer las palabras:

– Supongo que por la misma razón por la que me telefoneó a mi hotel de Suiza, el domingo.

Y Kelsa, aunque asimiló que él había estado en Suiza, se quedó tan asombrada, que incautamente jadeó:

– ¿Te telefoneó a ti después de que me vino a ver el domingo?

– ¡Vaya que eres un amor de ingenuidad! -comentó Lyle, impresionándola, al sonar tan natural.

– ¿Cómo? -preguntó ella, con el corazón acelerado, al tratar de que no la afectara cualquier palabra cariñosa, por más natural que sonara.

– Para que te enteres, mi madre logró comunicarse conmigo alrededor del mediodía, el domingo -dijo él-: pero gracias por confirmar esa terrible sospecha.

– ¡Eso no fue justo!

– ¿Qué diablos hay en este negocio? -quiso saber él y, al lanzarle Kelsa una mirada resentida por haberle sacado la información que no quería compartir con nadie, fue obvio que él tenía la mente en los negocios todo el tiempo-. ¿Vas a decirme para que fue a verte? -preguntó él con suavidad.

– ¡Tú eres muy inteligente; adivínalo! -lanzó ella con hostilidad y él rápidamente lo hizo.

– Es obvio que tiene una conexión con la llamada que me hizo -empezó él, pero dejando eso a un lado, él continuó con tensión-: Si mis conjeturas son correctas, tendré que… -se interrumpió y, poniendo una mano en el brazo de Kelsa, dijo-: Mira, Kelsa, independientemente de lo que te haya dicho mi madre, trata de confiar en mí. Confía en mí y escúchame.

– ¿Escucharte? -preguntó ella, haciendo tiempo para controlarse, pues el contacto de la mano de Lyle en su brazo la debilitaba.

– Tengo mucho que decirte, pero gracias a la interferencia de mi madre, para convencerte de mi sinceridad, tendré que dar un largo rodeo.

– Por primera vez para ti, de seguro -murmuró ella con acidez, sabiendo que él siempre iba derecho a lo que quería.

– Posiblemente, aunque desde que te conozco ha habido muchas primeras veces en varios aspectos.

– No lo dudo -comentó ella con escepticismo.

– Por lo que parece, mi madre hizo muy buen trabajo -observó él y luego preguntó-: ¿Me darás el tiempo que necesito para explicarte unas cosas? Me urge hablar contigo; créeme -subrayó él, con un aspecto tan sincero, tan tenso, que Kelsa, a pesar de haber endurecido su corazón contra él, se ablandó un poco.

– Adelante -ofreció sin pensar.

– Puede tomar un buen rato… ¿Nos sentamos? -sugirió él.

– ¡Luego me pedirás que te sirva café! -lanzó ella con irritación, aunque por el efecto debilitador de la mano de Lyle sobre su brazo, tomó asiento. Lo mismo hizo Lyle. Sin embargo, como era un sillón para tres personas, aunque él estaba más cerca de lo que ella hubiera deseado, no estaba presionándola. ¿Decías? -sugirió Kelsa.

– Decía -siguió él, titubeó y luego, volviéndose hacia ella, continuó-: Para comenzar por el principio, te vi por primera vez…

– Y de inmediato supusiste que era yo la amante de tu padre.

– ¿Lo voy a contar yo? -sugirió él.

– Adelante, por favor -se encogió de hombros ella. Tal vez fue muy débil al aceptar que él le hablara; pero, gracias a Dios, había sido advertida por su madre y si él trataba de convencerla por algún tortuoso camino, ante la sola mención de la palabra “compromiso”, ya no se diga “matrimonio”, recibiría una incisiva respuesta.

– Ahí estaba yo -reanudó él-, a punto de salir para Australia…

– Me viste por primera vez cuando regresaste.

– Te vi por primera vez antes de irme.

– ¿Sí? ¿Dónde? -preguntó Kelsa que habiéndose recuperado de su debilidad, no estaba dispuesta a creer nada sin cuestionarlo.

– En el estacionamiento de la compañía.

– Yo no te vi -lo habría recordado, pensó ella. Aun sin saber quién era, nunca habría olvidado al alto y sofisticado Lyle Hetherington.

– Yo no estaba en el estacionamiento. Estaba con prisa debido a mi tardanza inesperada en la oficina antes de irme por un mes a Australia. Por la impaciencia, no quise esperar el ascensor y, al empezar a bajar por la escalera, te vi por la ventana del descansillo. Tú salías de tu coche y yo… -se detuvo, aspiró profundamente y continuó-: Observé cómo caminabas, tan garbosa, y pensé que eras la mujer más hermosa que había yo visto jamás.

Ella se le quedó mirando, con la boca abierta. Quería creerle… ¡Ah, cómo quería creerle! Pero la señora Hetherington le había dicho… De pronto, Kelsa recordó, sin saber exactamente cuándo, que ella no pensaba que Lyle conocía su coche. Pero si él la vio salir del coche, como acababa de mencionar, entonces…

– Ah… Continúa -invitó, cuando pareció que él esperaba un comentario de ella, algo alentador, tal vez.

– Te vi y supe… que tenía que investigar quién eras. Habiéndote observado hasta que estabas fuera de mi visión, llegué a la planta baja cuando tú cruzabas el área de recepción, alejándote de mí. Con la ayuda de un joven que se hallaba cerca, pronto supe que eras Kelsa Stevens, la nueva secretaria de Ian Collins, de la sección de Transportes y…

– Dijiste que me alejaba de ti; también me alejaba del joven que te ayudó -intervino Kelsa, decidida a no dejarlo salirse con la suya, a pesar del impresionante comentario de Lyle, que la consideraba la mujer más bella que él había visto.

– Así era -convino él-; pero tus espléndidas piernas y tu rubia cabellera son conocidas a todo lo ancho y largo del edificio. Ha de haber pocos hombres en Hetherington, que no pudieran decirme quién eras.

– Ah -murmuró Kelsa, necesitando desesperadamente algo para endurecerse-. ¿Así que me viste y ya?

– Claro que no. Ya se me había hecho tarde y tenía que apresurarme para tomar mi avión; así que lo único que podía hacer era decidir darme una vuelta por la sección de Transportes, cuando regresara y…

– Pero en el mes que pasó, rápidamente te olvidaste de todo.

– ¿Olvidarte? ¡Jamás! -declaró Lyle con vehemencia y el corazón de Kelsa empezó a corretear de nuevo-. Regresé a la oficina matriz un lunes por la tarde -continuó él-. Sabía, o creía saber, que mi padre estaría en su habitual junta de los lunes en la tarde; pero yo ya había decidido que, en vez de interrumpir cualquier asunto que estuvieran discutiendo, primero me daría una vuelta por la sección de Transportes.

– ¿Fuiste ahí antes de ir a ver a tu padre? -jadeó Kelsa.

– ¿No te dije que te tenía en la cabeza? -repuso él y, mientras Kelsa luchaba por controlarse, él continuó-: Pero cuando llegué a la oficina de Ian Collins, no encontré ninguna cabellera rubia, sino a una secretaria amable, pero insignificante. Desde luego, le pregunté cómo estaba adaptándose a su trabajo.

– Desde luego -convino Kelsa, con un poco de cautela-. Y, obviamente, le pediste que te dijera qué había sucedido conmigo -sugirió, preguntándose si él estaría mintiendo. ¿Pero por qué mentir?

– No quería que trabajaras para ninguna otra compañía que no fuera Hetherington -explicó él-. Quería que estuvieras donde pudiera yo verte y comunicarme contigo.

– Ah, desde luego -murmuró ella, con incredulidad en la mirada.

– Trata de creerme -la instó él-. Te digo todo tal como sucedió, porque supongo que es difícil sacarte de la cabeza lo que pasó entre tú y mi madre ayer. Sé que ella puede ser ruda y contundente hasta llegar a la crueldad, si…

– ¡Pues tiene un hijo igual a ella! -interrumpió Kelsa con frialdad; pero pronto desapareció su soberbia cuando Lyle aceptó.

– Merezco eso y más; lo sé. Pero regresando a la oficina de Ian Collins, cuando le sugerí a la nueva secretaria que Kelsa Stevens no se había quedado mucho tiempo en la compañía, ella me replicó, para mi asombro, que no te habías ido, sino que te habían transferido a la oficina del presidente de la compañía. Todavía seguía yo rumiando el hecho de que, habiendo otras secretarias más experimentadas, que llevaban años trabajando en la compañía, te hubieran dado ese puesto tan ambicionado a ti, cuando regresé al área de recepción… sólo para recibir otro impacto que me anonadó.

– ¡Ah! -exclamó Kelsa, al empezar a funcionar su mente con agilidad-. Eso fue cuando nos viste a tu padre y a mí, saliendo… y riéndonos.

– Nunca había visto a mi padre tan feliz con la vida -agregó Lyle-. ¡Y me puse furioso!

– ¡Nos seguiste!

– Sí; y por poco y entro a tu apartamento para confrontarlos a los dos.

– ¿Ah, sí? -eso no lo sabía Kelsa.

– Sí. No podía soportarlo; pero me di cuenta de que tenía que pensarlo bien, antes de hacer algo.

– Generalmente, eres muy bueno para pensar con claridad.

– Pues en esa ocasión estaba yo demasiado afectado para hacerlo -reveló él-. Estaba muy alterado, pues no sólo parecía que mi padre había perdido el juicio, sino que lo había hecho con la mujer a quien yo… -Lyle se interrumpió y, mirándola a los ojos, continuó en voz baja-: de quien yo… me había enamorado.

– ¿Enamorado? -repitió ella, con la voz ronca, a pesar de sus firmes intenciones de no dejarlo entrever la forma en que él la afectaba-. Pero -protestó, cuando la fría cordura la invadió para pisotear sus esperanzas- tú ni siquiera habías hablado conmigo, entonces.

– Sé que parece una locura, pero no necesitaba yo hablarte; simplemente… ahí estaba el sentimiento.

¿Qué tanto estaba ahí?, quería ella preguntar. ¿Qué tanto estabas enamorado de mí? ¿Sería una décima parte de lo que yo me enamoré de ti? Si no hubiera recibido la visita de la señora Hetherington, tal vez lo habría preguntado. Así que Kelsa negó con la cabeza y, con un esfuerzo, encontró el valor para decirle:

– No necesito esto, Lyle. Quiero que te vayas.

– ¿Quieres que me vaya? ¿Antes que relate todo…?

– ¡No quiero oír nada más! -lo interrumpió ella, al agitarse y salir a flote todo lo que había pasado: su amor por él, su choque al recibir la visita de su madre, su huida de Londres, el impacto de estar con Lyle ahí-. Mira, Lyle Hetherington -estalló y se puso de pie-. ¡No quiero oír ni una sola mentira más! -él también se levantó y, temiendo ella que la volviera a asir del brazo, retrocedió un paso-. Tu madre me dijo cómo sería todo; cómo… -se detuvo bruscamente, consciente de pronto de que iba a revelar sus sentimientos más íntimos.

– No te detengas. ¡Dímelo! -la instó Lyle.

– ¡No!

– ¿Es justo esto?

– Sí; es muy justo -replicó ella con pánico-. ¡Tan sólo vete!

– ¿Y si me niego a irme? ¿Si me niego, hasta que me digas qué ideas falsas y descarriadas te metió mi madre en la cabeza? Si yo…

– ¡Ya basta! -gritó Kelsa.

– Así que me juzgas injustamente sólo porque…

– ¿Por qué no había de hacerlo? Tú también ¡me juzgaste injustamente!

– Dios mío, lo merezco. Sé que lo merezco -reconoció él-, pero…

– ¡Pero nada! -lo interrumpió ella, acalorada-. ¿No ves que no estoy interesada? -mintió, pero empezó a titubear de su decisión de no escucharlo, cuando vio que él palidecía.