A la una de la tarde, Kelsa llegó a la conclusión de que podían llevar a cabo la lectura del testamento sin ella; Brian Rawlings había dicho que le escribiría, de todos modos.
Habiendo tomado esa decisión, fue a la cafetería a comer algo y después caminó hacia el taller pensando en recoger su coche. Sin embargo, mientras esperaba que la atendieran, su fibra moral de pronto se rebeló y empezó a preguntarse desde cuándo se había vuelto tan cobarde.
No era como si la señora Hetherington pensara que ella era la amante de su esposo, ¿verdad? Era sólo Lyle el que pensaba así y ella le aclaró muchas veces que nunca hubo nada entre ella y su padre. Si Lyle Hetherington tenía una mente maligna, ése era problema de él, no de ella.
Habiéndose encolerizado por la etiqueta que Lyle le adjudicó tan injustificadamente, Kelsa decidió que no lo aceptaría. No sería una cobarde; no dejaría que él la sometiera.
– ¡Vine por mi coche! -le exigió en tono agresivo al asistente que por fin vino a atenderla.
– Yo… me temo que todavía no está listo -repuso él con timidez y Kelsa sintió deseos de disculparse por su agresividad.
– Es el Fiesta rojo -dijo con un tono más gentil.
– Lo sé, señorita Stevens -dijo él con más confianza-; pero todavía no está listo.
Eso resolvería el asunto, pensó Kelsa al salir del taller. Sin su coche, no llegaría a Burton y Bowett a las dos. Miró su reloj y advirtió que sería difícil que llegara a ese lugar a las dos, con su coche.
Empezó a caminar de regreso a Hetherington, resignada al hecho de que, mientras su interior se rebelaba contra el calificativo de “cobarde”, ignoraría la llamada de Brian Rawlings de esa mañana.
Sin embargo, casi llegando a Hetherington, tomó un atajo por una calle cuando ahí, en un sitio donde casi nunca se veía un taxi, apareció uno que venía hacia ella. ¡Estaba destinado! En un segundo, le hizo la señal de parada, dio al chofer la dirección y empezó a sentir un vuelco en su estómago por la emoción.
Cuando el taxi se detuvo frente al despacho, a las dos y cinco minutos, Kelsa pensó que realmente no debería de entrar; pero sí entró y mientras le daba su nombre a la recepcionista y le informaba a quién venía a ver, pensó que ya que Garwood Hetherington había sido tan gentil en recordarla en su testamento, ella debería hacer cualquier esfuerzo necesario para reclamar su legado.
– Ah, sí, señorita Stevens -dijo la recepcionista-. El señor Rawlings pidió que subiera de inmediato, en cuanto llegara. Están todos ahí, esperándola a usted.
“¡Qué barbaridad!”, pensó Kelsa mientras subía por la escalera, para llegar a la oficina del señor Rawlings; pues mientras ella esperaba confundirse con los demás legatarios presentes, parecía que el señor Rawlings esperaba que llegara el último de todos, por más baja posición que tuviera, para empezar la lectura.
Todavía había tiempo para que ella se arrepintiera, pero sabía que no lo haría. Y, encontrando la puerta que buscaba, tocó con firmeza en la madera.
Abrió de inmediato un hombre de unos treinta años, con modales encantadores.
– ¿Señorita Stevens? -preguntó.
– Así es.
– Brian Rawlings -se presentó él, extendiendo una mano-. Por favor, pase -le sonrió y la guió al interior de la oficina, donde, para sorpresa de Kelsa, sólo había tres personas: Lyle Hetherington, la mujer a quien había escoltado el día anterior, seguramente su madre, y otra mujer de unos cuarenta años.
Kelsa no fue la única sorprendida, advirtió al entrar, pues aunque de Lyle Hetherington sólo percibió una fría hostilidad, la madre de él se vio muy irritada y la otra mujer la miró con gran interés.
– ¿Quién es esta mujer? -preguntó la señora Hetherington en forma autoritaria, antes que Brian Rawlings pudiera decirle nada, y Kelsa comprendió que no le gustaría ser contrincante de ella-. ¿Y por qué está aquí?
– Es la señorita Kelsa Stevens -la presentó él, mientras Kelsa, pensando que no debió haber asistido, se concentró en una pintura de yates en la pared. Brian Rawlings continuó-: La señorita Stevens está aquí por la misma razón que todos los demás: la lectura del testamento.
– ¿Quiere decir que ella está incluida ahí? -exclamó la viuda.
– Todo se aclarará en un momento, señora Hetherington -repuso él y trató de presentar a Kelsa con los demás-: Señorita Stevens, esta es la viuda de Garwood Hetherington -empezó y la señora Hetherington ni se dignó ofrecer su mano-. Señora Ecclestone -se volvió hacia la otra mujer-, la señorita Stevens -a Kelsa le pareció que la señora Ecclestone estaba algo agitada, dudando si sería por la actitud de la señora Hetherington o porque a ella tampoco le agradaba su presencia ahí. Luego, Brian Rawlings miró a Kelsa y a Lyle y comentó-: supongo que no necesito presentarte a la señorita Stevens, ¿verdad, Lyle? Ella trabaja en…
– ¡No hace ninguna falta! -lo cortó Lyle, fulminándola con la mirada y luego, ignorándola-. Cuando estés listo, Brian -sugirió.
Con ese nada sutil recordatorio del motivo de que estuvieran todos ahí, Brian Rawlings invitó a Kelsa a ocupar la única silla que quedaba vacante y luego empezó los trámites.
– Este es el último testamento de Garwood David Hetherington, con fecha… -se detuvo, tosió un poco y reveló que ese testamento fue hecho recientemente.
– ¿Hizo un nuevo testamento? -exclamó la señora Hetherington, mostrando con el tono cultivado de su voz que no estaba nada complacida con eso y que no había sido consultada por su esposo. Y, refiriéndose a la fecha que mencionó Brian Rawlings, calculó-: Pero eso fue tan sólo hace dos semanas.
– Y… así es -pero, aunque sonreía amablemente, él pareció decidir que podrían estar ahí todo el día, si no apresuraba las cosas-. Mencionaré los legados pequeños primero.
“Bien”, pensó Kelsa. En cuanto oyera el motivo de su presencia ahí, podría irse. Pero no fue tan simple; porque, a medida que las cantidades y los bienes se iban anunciando en escala ascendente, ella se iba incomodando al oír cantidades de mil libras y dos mil libras, sin que la mencionaran a ella. Cuando, antes que el de ella, el nombre de Nadine Anderson y la cantidad de tres mil libras se mencionó, por el leal y dedicado servicio de Nadine todos esos años, Kelsa empezó a sentirse realmente aprensiva. ¿Qué le habría dejado a ella el señor Hetherington?
Sintiendo el rubor hasta las orejas, mientras Brian Rawlings continuaba lo único que Kelsa esperaba era que su nombre estuviera incluido hasta el final, como una idea tardía con una nota de que el señor Hetherington quería que ella se quedara con alguna chuchería.
– Esto concluye los legados menores -dijo Brian Rawlings alzando la vista. La boca de Kelsa formó una “O”, pero cuando iba a comentar que ella no debía estar ahí, que todo era un error, el abogado, como queriendo acabar pronto, continuó-: A mí hermana Alicia Helen Ecclestone, de… -a Kelsa se le hizo un blanco en la mente, por el pánico de preguntarse qué era lo que sucedía. De seguro…- a mi esposa, Edwina Sibilla Hetherington… -Kelsa oyó la voz de Brian Rawlings, que continuaba, mientras cada nervio de su cuerpo se rebelaba y rechazaba la noción de que su nombre podría ser el próximo que se pronunciara. El legado a la señora Hetherington, con una mención de que ella tenía su propia fortuna, era detallado y extenso. Ella tendría la casa y el terreno de jardines que, sin duda, a la larga, llegarían a manos de su hijo. También había otras propiedades y bienes para ella. Posteriormente, Brian Rawlings se aclaró la voz-: A mi querido hijo Carlyle Garwood Hetherington -empezó, dando la dirección de Lyle en Berkshire, y, para asombro de Kelsa, continuó-: y para mi querida Kelsa Primrose March Stevens, de… -a pesar de la sorda exclamación que soltaron las otras dos mujeres, él continuó con determinación y, después de dar su dirección, leyó-: les dejo, por partes iguales, conjuntamente, toda mi participación en el negocio, mis acciones y valores en el Grupo Hetherington, todo mi… -hasta ahí pudo llegar antes de que estallara el alboroto.
– ¡No! -Lyle se puso de pie, furioso. Fue el primero que estalló-. ¡Esto es absurdo! ¡Ultrajante!
– ¡Escandaloso! -la señora Hetherington también se había puesto de pie-. ¡No puede ser legal! ¡Lo impugnaremos! -declaró con ponzoña.
– Sí es legal -Brian Rawlings trató de apaciguarlos-. Y me temo que impugnar el testamento de su difunto marido no servirá de nada, señora Hetherington. Yo estaba de vacaciones cuando vino el señor Hetherington a ver a un socio mayoritario del bufete para que le hiciera la nueva redacción. El señor Wendell y los testigos no tienen la menor duda de que él estaba en su sano juicio y bajo ninguna coacción. De hecho, me asegura el señor Wendell que el señor Hetherington se veía más contento que nunca, así que…
– ¡Así que nada! -exclamó bruscamente la señora Hetherington-. Mi hijo ha trabajado tanto como su padre para ese sitio y es injusto que esa mujer sea…
¡Esa mujer! Kelsa estaba sentada, tan sorprendida que no podía ni hablar; pero esas dos palabras tan desdeñosas, dirigidas a ella, le llegaron hasta el fondo y, sintiendo la hostilidad, se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
El escándalo continuaba cuando, totalmente atónita e incrédula, Kelsa salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
Estaba segura de que en medio de tanto alboroto, nadie notaría que había salido; pero, al llegar al primer descanso de la escalera, una dura mano la tomó de un brazo y le dio la vuelta. Ella alzó la vista, con sobresalto, y se encontró con un par de encendidos ojos grises. Entonces, se dio cuenta de que Lyle Hetherington no había pasado por alto su salida. No sólo la percibió sino que, furioso, la había seguido y la asía de un brazo que apretaba con mano de hierro.
– ¡Ahora dígame que no había nada entre usted y mi padre! -tronó con una ira apenas contenida.
La intensidad de su ira era alarmante, pero Kelsa, con la poca capacidad de razonar que le quedaba, advirtió que ése no era el momento adecuado para repetirle, una vez más, que nunca había sido la amante de su padre. Pensando que él la estrangularía si expresaba una sola palabra en su defensa, se sacudió violentamente de su mano y bajó corriendo por la escalera. Para su alivio, él no la siguió.
Una vez en la calle, no se decidía hacia dónde ir. Instintivamente, quería estar sola. Pero, contra eso, tenían mucho trabajo en la oficina y ya se había tomado algo de tiempo. Por el bien de Nadine, tomó un taxi y regresó al edificio Hetherington. Aturdida, llegó a la oficina y cuando Nadine le dijo:
– Hola… ¡Dios mío! Te ves horrible. ¿Quieres hablarme acerca de eso? -Kelsa se dio cuenta de que le urgía confiar en alguien.
– No lo vas a creer… Yo apenas puedo asimilarlo, pero…
Unos minutos después, Nadine también estaba alteradísima.
– ¡No puedo creerlo! -exclamó.
– ¿Y cómo crees que me siento yo?
– ¿Cómo lo tomó Lyle? -preguntó Nadine.
– Como si con gusto me fuera a estrangular.
– ¡Qué barbaridad! -murmuró Nadine-. ¿Y qué hacía Brian Rawlings mientras tanto?
– Trataba de calmar los ánimos, creo. Fue un estallido tal para mí, que no me daba muy bien cuenta de las cosas. Actuaba automáticamente -explicó Kelsa-. Aunque apuesto que él y Lyle se hablan de tú, sin mencionar la cantidad de negocios que tenemos con ellos, supongo que no podrá ser tan imparcial como trataba de ser.
– Él y Lyle son amigos desde la escuela -informó Nadine… luego se interrumpió cuando sonó el teléfono-. Hola, señor Ford -saludó y dedicando su profesionalismo a tomar unas notas de Ramsey Ford y a darle unas respuestas, Kelsa sacó algo de trabajo y se le quedó mirando.
Mas era inútil. Mucho de la actitud profesional de Nadine se le había contagiado en el poco tiempo que llevaba trabajando con ella, pero, al ver que las palabras y los números danzaban sin sentido ante sus ojos, tuvo que enfrentarse al hecho de que todavía estaba consternada.
– Es imposible -le dijo a Nadine cuando ésta colgó el teléfono-; mi cerebro parece estar muerto.
– No me sorprende -Nadine le sonrió compasivamente.
– ¿Te importaría mucho si me fuera a mi casa?
– ¿Pero estarás bien? Todavía te veo muy pálida.
– Estaré bien, gracias -le aseguró Kelsa y salió del edificio, dándose cuenta de lo desorientada que estaba cuando, en el estacionamiento, no encontraba su coche; finalmente recordó que estaba en el taller.
Entonces le pareció buena idea concentrarse en una cosa a la vez y, lo más importante primero, decidió caminar hasta el taller para recoger su coche… si ya estaba listo. La entrada al estacionamiento le quedaba más cerca al camino que debía tomar; pero, acababa de cruzar hasta ese punto, cuando entró rápidamente un elegante coche Jaguar negro que casi la atropella.
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