Le dio de nuevo las gracias a Charlene y regresó sobre sus pasos hasta el motel. Muy bien, cambio de planes. Recogería el coche, iría a ver la fotocopiadora del supermercado y si no disponía de alimentador de hojas, buscaría otra.
Lloyd caminaba arriba y abajo delante del taller.
– Ya se lo puede llevar -gritó en cuanto la vio-. Está arreglado. Y antes de hora. Le dije que se lo tendría y he cumplido. ¿Lo ve?
Era un manojo de nervios. Cuando le dio la factura desglosada, le temblaba la mano. Era evidente que tenía prisa por librarse de ella, porque ni siquiera contó el dinero cuando le pagó.
– ¿Pasa algo?
– No, no. Puede irse cuando quiera -se apresuró a decir. Y, sin volver la vista atrás, entró rápidamente en el taller.
Jordan dejó el bolso y el portátil en el asiento del copiloto y puso en marcha el motor. Todo parecía funcionar bien. Decidió que Lloyd era tan raro como el profesor MacKenna y se alegró de no tener que tratar más con él.
Se encaminó directamente al supermercado y comprobó, encantada, que tenía una fotocopiadora moderna con todos los accesorios necesarios. Se puso de nuevo manos a la obra. Le pareció que podría tenerlo todo terminado en un par de horas si se daba prisa. Después, llamaría al profesor para devolverle las cajas.
Se recordó que más valía prevenir que curar. Así que compró agua por si el coche volvía a tener problemas en la carretera y decidió que se detendría en la primera gasolinera a comprar refrigerante por si el radiador volvía a perder.
Salió de la tienda cargada con veinte litros de agua, diez en cada brazo. El estacionamiento estaba desierto. No era de extrañar. Nadie iría a comprar entonces, con el calor que hacía. A esa hora, el sol era abrasador, y su luz se reflejaba en el cemento. Deslumbrada, se acercó a su coche con los ojos entrecerrados y la sensación de estarse quemando la piel. Dejó las bolsas en el suelo, junto al maletero. Mientras rebuscaba las llaves en el bolso, observó un pedazo de plástico transparente que sobresalía de debajo de la tapa y le pareció extraño no haberlo visto antes. Intentó arrancarlo, pero no cedió.
Encontró la llave, la metió en la cerradura y dio un paso hacia atrás a la vez que se levantaba la tapa. Echó un vistazo al interior… y se quedó helada. Después, bajó muy despacio la tapa.
– No -susurró-. No es posible.
Negó con la cabeza. Tenía alucinaciones, eso era todo. La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Todo ese azúcar que había ingerido… y el calor. Sí, era eso. El calor. Sufría una insolación y no se había dado cuenta.
Levantó la tapa otra vez, y le pareció que el corazón dejaba de latirle. Ahí, acurrucado como un gato atigrado dentro de la bolsa de plástico con cierre hermético más grande que había visto en su vida, estaba el profesor MacKenna. Tenía abiertos los ojos, sin vida, y parecía observarla. Estaba tan alucinada que no podía respirar. No sabía el rato que se había quedado ahí, mirando el cadáver del profesor: dos segundos, quizá tres, pero pareció pasar una eternidad antes de que su cerebro dejase reaccionar a su cuerpo.
Entonces se asustó. Se le cayó el bolso, tropezó con una de las botellas de agua y cerró de golpe el maletero. Por mucho que lo intentara, no lograba convencerse de no haber visto un cadáver en su interior.
¿Qué diablos hacía allí dentro?
De acuerdo, tenía que volver a echar un vistazo, pero, por Dios que no quería hacerlo. Inspiró hondo, giró otra vez la llave y se preparó mentalmente.
Dios santo, seguía ahí.
Dejó la llave en la cerradura, corrió hacia el costado del coche y metió la mitad superior del cuerpo por la ventanilla para tomar el móvil del asiento del copiloto.
¿A quién debía llamar? ¿Al Departamento de Policía de Serenity? ¿Al del Condado o al local? ¿Al sheriff? ¿O al FBI?
Había dos cosas claras: la primera, que le habían tendido una trampa, y la segunda, que no entendía nada. Era una ciudadana que respetaba la ley, maldita sea. No llevaba cadáveres en el maletero del coche y, por tanto, no tenía la menor idea de qué hacer con ése.
Necesitaba consejo, y deprisa. La primera persona a quien se le ocurrió llamar fue a su padre. Era juez federal, de modo que, sin duda, sabría qué hacer. Pero también era muy sufridor, como la mayoría de padres, y ya tenía demasiadas preocupaciones con el juicio explosivo que se estaba celebrando en Boston.
Decidió llamar a Nick. Trabajaba para el FBI, y le diría qué hacer.
De repente, sonó el teléfono. El timbre la sobresaltó tanto que soltó un grito y casi se le cayó el móvil al suelo.
– ¿Sí? -Sonó como si la estuvieran estrangulando.
Era su hermana. No pareció darse cuenta de la histeria que reflejaba su voz.
– No te vas a creer lo que he encontrado. Ni siquiera buscaba un vestido, pero he terminado comprándome dos. Estaban de rebajas, y casi me he quedado también uno para ti, pero he pensado que tenemos gustos tan distintos que a lo mejor no te gustaba. ¿Quieres que te lo compre de todos modos? La oferta no durará demasiado, y podríamos devolverlo si…
– ¿Qué? Por Dios, Sidney, ¿de qué me estás hablando? Bueno, da igual. ¿Estás en casa?
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Hay alguien contigo?
– No -contestó-. ¿Por qué? ¿Pasa algo, Jordan?
Se preguntó cómo reaccionaría Sidney si le contaba la verdad: «Sí, pasa algo. Tengo un cadáver en el maletero del coche.»
No podía decírselo. Si Sidney la creía, se alteraría, y no había nada que pudiese hacer desde Boston. Además, quería mucho a su hermana pero era incapaz de guardar un secreto, e iría a contárselo inmediatamente a sus padres. Ahora que lo pensaba, se lo explicaría a quien quisiera escucharla.
– Ya te lo contaré después -comentó-. Tengo que llamar a Nick.
– Espera. ¿Qué hago con el vestido? ¿Quieres que…?
Jordan colgó sin contestar a la pregunta y marcó deprisa el número del móvil de Nick.
No contestó su hermano, sino su compañero, Noah.
Por el amor de Dios, no podía perder tiempo si quería salvar su vida.
– Hola, Jordan. Nick no puede ponerse en este instante. Le pediré que te llame. ¿Todavía estás en Tejas?
– Sí, pero Noah…
– Es un estado estupendo, ¿verdad?
– Estoy en un apuro. -El pánico de su voz se oyó perfectamente al otro lado del teléfono.
– ¿Qué clase de apuro? -preguntó Noah con calma.
– Hay un cadáver en el maletero de mi coche.
– No me digas -soltó él sin inmutarse.
¿Podría haberse mostrado más indiferente?
– Está metido en una bolsa de plástico.
– ¿Ah, sí?
No sabía por qué le había parecido necesario añadir esa información, pero en aquel momento había tenido la impresión de que era fundamental que supiera lo de la bolsa de plástico.
– Y lleva un pijama a rayas azules y blancas. Pero no zapatillas.
– Jordan, respira y cálmate.
– ¿Que me calme? ¿Has oído lo que acabo de decirte? ¿Has captado lo de que hay un cadáver en el maletero de mi coche?
– Sí, ya te he oído -contestó Noah con una serenidad exasperante en la voz.
Era como si lo que acababa de decirle no tuviera importancia, lo que, por supuesto, era ridículo, pero aun así, el hecho de que estuviera tan tranquilo le sirvió para serenarse.
– ¿Lo conoces? -preguntó a continuación Noah.
– Es el profesor MacKenna -contestó. Inspiró hondo y bajó la voz-. Lo conocí en el banquete de boda de Dylan. Ayer por la noche cené con él. No, miento. Fue antes de ayer. Lo encontré repugnante. Comía como un cerdo. Es horrible hablar así de un muerto, ¿verdad? Sólo que entonces no estaba muerto…
Se percató de que estaba divagando y se detuvo a mitad de la frase. Un monovolumen accedió al estacionamiento y se detuvo cerca de la puerta principal del supermercado. Una mujer de mediana edad bajó del vehículo, entrecerró los ojos hacia Jordan, y entró.
– Tengo que largarme de aquí -susurró-. Tengo que deshacerme de él, ¿verdad? Porque es evidente que me han tendido una trampa para culparme de su asesinato.
– ¿Dónde estás en este momento?
– En el estacionamiento de un supermercado de Serenity, en Tejas. Es un pueblo tan pequeño que apenas aparece en el mapa. Está a unos setenta kilómetros al oeste de Bourbon. Tal vez podría deshacerme allí del cadáver. Ya me entiendes, encontrar un sitio aislado y…
– No vas a deshacerte del cadáver en ningún sitio. Te diré qué vas a hacer. Vas a llamar a la policía, y yo también -le explicó Noah-. También enviaré a un par de agentes del FBI, que llegarán en una hora, dos como mucho. Y Phoenix no está demasiado lejos. Nick y yo estaremos ahí muy pronto.
– Me han tendido una trampa, ¿verdad? Oh, Dios mío, oigo una sirena. Vienen por mí, seguro.
– Jordan, cuelga y llama a la policía antes de que lleguen. Si te detienen, pide un abogado y no digas nada. ¿Lo has entendido?
Cuando la operadora de urgencias contestó, el ruido de la sirena indicaba que la policía estaba a un par de manzanas. Jordan le explicó en qué consistía la urgencia y le dijo su nombre y dónde estaba.
Mientras la operadora le indicaba que no se moviera de ese sitio, un sedán gris entró derrapando en el estacionamiento.
– Acaba de llegar el coche del sheriff -comentó Jordan.
– ¿El sheriff? -La operadora pareció sorprendida.
– Sí -confirmó Jordan-. Es lo que lleva escrito el lateral del coche, y estoy segura de que oirá la sirena por el teléfono.
Jordan no pudo oír la siguiente pregunta de la operadora. El coche se detuvo con un chirrido a unos metros de distancia y un hombre bajó del asiento del copiloto. No llevaba uniforme.
Corrió hacia ella con una expresión escalofriante. Jordan vio que algo volaba hacia ella y se volvió instintivamente para intentar protegerse, pero el golpe la alcanzó en la mejilla derecha y la arrojó al suelo.
Capítulo 9
La disputa era sobre la jurisdicción. Jordan oyó voces altas y abrió los ojos justo cuando el sanitario le colocaba una bolsa de hielo en la mejilla. Intentó apartársela de la cara. Estaba aturdida y desorientada.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó en un susurro mientras se esforzaba por incorporarse. El cemento le quemaba el brazo.
Uno de los sanitarios, un joven que llevaba un uniforme azul, le sujetó un brazo para ayudarla. Todavía estaba algo mareada y se apoyó en él.
– Le han golpeado -respondió-. Eso es lo que ha pasado. Cuando Barry y yo hemos llegado, los hermanos Dickey estaban aquí. Hemos oído que el sheriff Randy le gritaba a su hermano, J.D., porque había bajado del coche y le había pegado. Pero dejó de hacerlo cuando me vio atravesar corriendo el estacionamiento. Ahora él y su hermano están discutiendo con la jefa de policía de Serenity.
– ¿De qué están discutiendo? -preguntó Jordan. Le dolía la cabeza y tenía la impresión de tener la mandíbula desencajada.
– J.D. insiste en que se resistía a la detención y que le ha pegado para ayudar a su hermano, el sheriff Randy, a reducirla para que pudiese ponerle las esposas.
A Jordan se le iba despejando la cabeza.
– Eso no es verdad.
– Ya lo sé -susurró para que los hermanos Dickey no pudieran oírlo-. Barry y yo hemos oído su llamada a urgencias, y hemos llegado lo más rápido que hemos podido, es decir, en un segundo porque nuestro hospital está a sólo tres manzanas de aquí. Hemos sabido que le había pasado algo porque estaba hablando la mar de claro y, de repente, oímos una especie de grito. ¿Sabe qué quiero decir?
– Me arrancó el móvil de la mano.
– Lo ha roto en pedazos. Me temo que tendrá que comprarse uno nuevo. Pero no están discutiendo sobre su móvil. El sheriff Randy dice que estaba en su condado cuando salió para venir aquí. Ahora está en el Condado de Grady -explicó-. Randy Dickey es sheriff del Condado de Jessup, y cómo acabó siéndolo es un misterio que ninguno de nosotros consigue descifrar. Debió de hacer muchas promesas. Bueno, el caso es que la jurisdicción del sheriff Randy termina donde empieza el puente que cruza el riachuelo. Una vez enfilas ese puente, estás en el Condado de Grady. Nosotros también tenemos sheriff, pero está de vacaciones en Hawái con su mujer y sus hijos, y sólo lo vemos de uvas a peras porque vive en el extremo este del condado.
Barry, el otro sanitario, había estado escuchando su conversación. Se metió un palillo en la boca, se lo situó en la comisura de los labios y se acercó.
– La única razón de que el sheriff Randy venga por aquí es que su hermano vive en Serenity. Le gusta ir a pescar con él. Del, debería ponerse esa bolsa de hielo en la mejilla. Se le está empezando a hinchar el pómulo. Creo que deberíamos llevarla al hospital para hacerle una radiografía.
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