Un multiplicador de tomas de corriente, situado sobre el escritorio, tenía enchufados cinco cargadores de móvil. Pero los teléfonos no estaban. Jordan casi tropezó con un alargador. Noah la sujetó por la cintura antes de que se diera de cabeza con la mesa.

– ¡Cuidado! -exclamó Joe.

Jordan asintió mientras se separaba de Noah y se dirigía hacia la cocina desprovista de luz. Ahí, el olor era mayor, incluso peor. Había platos sucios en el fregadero, lo que suponía un banquete para las cucarachas que pululaban por la encimera, y una bolsa de una tienda que el profesor había utilizado como cubo de la basura rebosaba su contenido, ya en descomposición, cerca de la puerta trasera.

Jordan regresó al salón y se dirigió al pasillo. En un extremo había un cuarto de baño (sorprendentemente limpio, si se tenía en cuenta el estado del resto de la vivienda), y en el otro, un pequeño dormitorio. Alguien había arrancado los cajones del tocador y los había dejado tirados en el suelo. También le había dado la vuelta al colchón y al somier de la cama de matrimonio y los había destrozado con una navaja.

Noah llegó detrás de Jordan, observó el dormitorio unos cinco segundos, se dio la vuelta y volvió al comedor.

– ¿Crees que quien haya destrozado la casa encontró lo que buscaba? -preguntó Jordan mientras lo seguía.

– ¿Por qué hablas en singular? Pudo ser más de una persona -indicó Joe.

– ¿Qué falta, Jordan? -preguntó Noah.

– ¿Además de productos de limpieza? El ordenador del profesor.

– Exacto -dijo Noah.

– Los cables sí que están -comentó Joe-. ¿Los veis? En el suelo, detrás del escritorio. Y mirad los cargadores de móvil. Me juego lo que sea a que utilizaba teléfonos imposibles de rastrear.

A Jordan le pareció ver que algo se movía bajo uno de los periódicos. Tal vez un ratón. No se sobresaltó. Quería hacerlo, pero se contuvo.

– Voy a salir… a tomar aire fresco.

No esperó a que le dieran permiso. Cuando llegó a la acera, se frotó los brazos y se estremeció al pensar que algún insecto se le pudiera haber colado por debajo de la ropa.

Noah y Joe salieron diez minutos después.

– El ratón te ha asustado, ¿verdad, cariño? -le susurró Noah al pasar a su lado.

– Yo…

A veces, deseaba que Noah no fuese tan observador.

– ¿Qué, Jordan, quieres abrir el maletero? -soltó Noah entonces desde la parte trasera del coche.

– No tiene gracia -replicó ella.

La sonrisa burlona en el rostro de Noah sugería lo contrario. Después de abrirlo él, se volvió hacia Joe.

– ¿Estás seguro de que quieres guardar aquí las cajas? Estarán cubiertas de bichos en menos que canta un gallo.

– Las cerraré bien -aseguró el jefe-. Un par de ayudantes me ayudarán a revisar lo que hay en la casa, incluidas las cajas, página por página. No sé qué buscamos, pero espero que algo nos llame la atención.

– Joe -dijo Jordan, que había recordado algo de repente-, tengo el lápiz de memoria que el profesor me dio para llevar a casa. ¿Lo necesitarás?

– Necesitaré cualquier cosa que nos dé alguna pista sobre el profesor -respondió-. Me encargaré de que te lo devuelvan. Supongo que cuando hayamos terminado con todo esto -comentó al cargar la primera de las cajas para dirigirse con ella a la casa-, se lo enviaremos a un pariente. Es decir, si encuentro alguno -añadió.

– El profesor forma parte del clan MacKenna -le informó Jordan-, pero no me imagino que ninguno de sus miembros reclame los bienes del profesor. Estaba bastante chiflado.

Se sintió inmediatamente culpable por hablar así sobre el difunto, pero sólo estaba siendo sincera.

– ¿Has tenido ocasión de leer todos estos papeles? -preguntó Joe desde la puerta.

– No. He leído unos cuantos relatos de cada una de las cajas, pero nada más.

– Conecta el aire acondicionado del coche y espérame -le pidió Noah a Jordan mientras le abría la puerta y le entregaba las llaves-. Sólo tardaré un minuto.

– Pareces enojado.

– No estoy enojado, pero sí irritado. He tenido mucha paciencia, y como ya sabes, me cuesta mucho tenerla, pero esta vez lo he logrado, ¿no crees?

– Sí -concedió Jordan, que quería sonreír pero se contuvo.

– Sé que Joe ha hablado con el sheriff Randy Dickey, pero todavía no me ha dicho nada. Lo que significa que ha llegado a algún tipo de acuerdo. De modo que…

– Ya.

– Se me ha acabado la paciencia. Sube al coche.

Joe salió entonces. Noah se dirigió hacia él mientras estaba cerrando la puerta de entrada.

– ¿Se te ha olvidado contarme qué te ha dicho Randy Dickey? -le preguntó.

– No, no se me ha olvidado. Me parecía que tal vez podríamos hablarlo más tarde, mientras nos tomamos una cerveza.

– Cuéntamelo ahora.

– Tienes que entenderlo. Hasta el momento en que su hermano salió en libertad condicional, Randy estaba haciendo un buen trabajo como sheriff. La gente estaba contenta con él. Pero J.D. es impulsivo, y a Randy le gustaría darle una segunda oportunidad para que se redima. He accedido a ello.

– Tú no eres quién para hacerlo -lo cortó Noah.

– Sí lo soy -afirmó Joe-. A no ser que Jordan denuncie a J.D. por el golpe que le dio, ni tú ni ella tenéis demasiado que decir al respecto. No es que me esté poniendo borde. Sólo te estoy contando lo que hay. Y como he dicho antes, yo tengo que vivir en este pueblo y eso significa que tengo que llevarme bien con las autoridades. El sheriff Randy puede ponerme las cosas muy difíciles. Da igual que esté en otro condado. Puede hacerlo.

– Oh, sí. Da la impresión de ser muy buen sheriff.

– No quiero decir eso -aclaró Joe-. Sólo quiere un favor, nada más.

– Y si no se lo haces, entonces te complicará las cosas…

– Muy bien, de acuerdo -dijo con las manos en alto-. Sé lo que he dicho. Pero J.D. es su hermano -repitió-. Y volverá a la cárcel en un periquete si Jordan lo denuncia, y Randy estará en deuda conmigo si no lo hace.

– Creía que no querías conservar el cargo de jefe.

– Mi mujer dice que no debería dejar que mi ego me domine -explicó avergonzado Joe-. La última vez me dejaron de lado, pero ahora soy jefe de policía, y los concejales podrían convencerme de que siguiera en el cargo, si es lo que quieren.

– Quiero hablar con Randy -lanzó Noah.

– Ya se lo he dicho, y le parece bien.

– ¿Le parece bien? -Noah notó que se estaba acalorando-. ¿Dónde está ahora?

– ¿Quieres que te diga la verdad?

– No, Joe. Miénteme.

– Oye, no hace falta que te mosquees. Ahora mismo, Randy está buscando a su hermano. Para serte sincero, no sabe dónde está J.D., y me ha dicho que le preocupa muchísimo que J.D. pueda hacer alguna tontería.

– J.D. ya ha superado la fase de las tonterías.

– Aparecerá, y cuando lo haga, Randy lo traerá para que hablemos con él y arreglemos las cosas -explicó Joe.

– ¿Que arreglemos las cosas? J.D. es sospechoso en una investigación de homicidio.

– Pero es mi investigación de homicidio -recordó Joe.

– El plazo no ha cambiado, Joe -indicó Noah sin prestar atención al comentario del jefe-. Randy tiene hasta mañana para llevar a J.D. a la comisaría.

– ¿Y si no logra encontrarlo?

– Lo haré yo.

Capítulo 21

Por primera vez en su lamentable vida, J.D. tenía miedo de verdad. Se había hundido en un agujero tan profundo que no sabía si podría llegar a salir nunca de él.

El problema era su jefe. Ese hombre le aterraba. Sólo tenía que mirarlo de cierta forma para que a J.D. se le helara la sangre. Había visto esa mirada cuando estaba en la cárcel. Los condenados a cadena perpetua que no tenían nada que perder adoptaban esa actitud. Mata o muere asesinado. Eso era lo que significaba esa mirada.

Cal le había enseñado a mantenerse alejado de esos hombres, y lo había protegido de ellos en muchísimas ocasiones. Nadie se enfrentaba con Cal; por lo menos, nadie en su sano juicio.

Ahora Cal no podía protegerlo. Estaba totalmente solo, y su jefe no se diferenciaba en nada de los asesinos de los que se había escondido en la cárcel. Su jefe adoptaba la misma actitud, y era más despiadado que la mayoría de ellos. J.D. le había visto levantar al profesor y arrojarlo hacia una pared como si fuese un disco volador. Pero no era su fuerza lo que le asustaba, sino la expresión en sus ojos al acabar con la vida de ese hombre. J.D. sabía que esa mirada acecharía sus sueños toda su vida.

La codicia había matado al tal MacKenna, y la codicia lo había convertido a él en cómplice de un asesinato. Ahora era demasiado tarde para lamentarse. Estaba metido en ese agujero, y notaba cómo la tierra se le caía encima para enterrarlo.

Su jefe le había ordenado que se deshiciera del cadáver y que retuviera a la mujer en el pueblo hasta que pudiera averiguar qué sabía. Y sólo se le había ocurrido una forma de hacerlo: incriminarla en el asesinato. Entonces su hermano la encerraría en la cárcel. Por lo menos, ése había sido su plan, pero todo se había torcido cuando la mujer encontró el cadáver en el condado equivocado. Sabía que había reaccionado mal al ver que tenía un móvil en la mano, pero sólo pudo pensar que tenía que arrebatárselo. No, eso no era verdad. En ese momento no había pensado. Si lo hubiese hecho, jamás le habría pegado.

Había cometido la idiotez de creer que Maggie podría arreglar las cosas a su favor. Al fin y al cabo, era la jefa de policía, y sabía que haría lo que él le dijera.

Pero como Cal solía decir, la mala suerte sólo trae mala suerte. J.D. entendía ahora el significado de esa frase. Maggie no podía arreglar nada después de que la despidieran. Ya no tenía poder. Y, por si eso no era suficiente mala suerte, la mujer apellidada Buchanan estaba relacionada con el FBI.

Le había dado pavor contarle a su jefe lo del hermano de la mujer y el otro agente del FBI, que se había pegado a ella como un mal perfume a una chaqueta nueva.

Por suerte para J.D., su jefe ya sabía lo del FBI. Le había dicho a J.D. que por muchos agentes del FBI que hubiese en el pueblo, tenía que retenerla hasta que pudiera verla a solas para interrogarla. Al oír la forma en que había pronunciado la palabra «interrogarla», J.D. había deseado poder escapar. Pero también era demasiado tarde para eso. El incidente con Lloyd se había encargado de que lo fuera.

No había sido ninguna casualidad que coincidiera con Lloyd cuando el mecánico estaba cargando el coche para irse del pueblo. Maggie le había avisado de que Jordan Buchanan le estaba contando, a cualquiera que quisiera escucharla, que Lloyd había actuado de un modo muy sospechoso cuando había ido a recoger su coche. Hasta había sugerido que Lloyd sabía que el cadáver estaba en el maletero.

J.D. sólo había querido hablar con Lloyd para averiguar qué había visto el día anterior, pero en cuanto el mecánico lo vio, corrió dentro de su casa e intentó atrincherarse en ella.

– Sólo quiero hablar contigo, Lloyd -había dicho J.D.

– Vete o llamaré al sheriff -gritó Lloyd-. ¡Hablo en serio! ¡Lo haré!

– ¿Te olvidas de dónde vives?

– ¿Qué clase de pregunta es ésa?

– Vives en el condado de Jessup, imbécil, lo que significa que si llamas al sheriff, estarás llamando a mi hermano. Y ya sabes que él hará lo que yo le pida -mintió.

– ¡Puta mierda!

– Exacto -bramó J.D. -. Déjame entrar y hablaremos. Esperaré lo que haga falta a que te decidas. No voy a hacerte daño, Lloyd.

– Hiciste daño a ese otro hombre.

– No. Te lo juro. No le hice nada. Ya estaba muerto cuando lo encontré. Alguien, no voy a decirte quién, me ordenó que lo metiera en el coche de la mujer. Eso es lo único que hice.

– Si te creo, ¿dejarás que me vaya del pueblo? -preguntó Lloyd-. No volveré hasta que todo esto se acabe y ese hombre del FBI se marche de Serenity.

– Eso es exactamente lo que esperaba que hicieras, ¿sabes? Marcharte del pueblo hasta que el agente del FBI se largue.

– ¿Por qué tienes que entrar entonces?

– No tengo que hacerlo -aseguró J.D.-. Y te diré qué vamos a hacer. Si quieres, puedes llamarme y decirme dónde te has escondido, y si no está demasiado lejos, te enviaré a una de mis mejores chicas para que te haga compañía. Se pasará una noche entera como mínimo cuidando de ti. Puedo ofrecerte…

– De acuerdo, te llamaré -soltó Lloyd con entusiasmo.

Al salir, J.D. sabía que Lloyd lo estaba observando por la mirilla, de modo que no sonrió. Convencido de que no llamaría al jefe Davis ni al sheriff, regresó tranquilamente a su furgoneta. Luego, condujo hasta la esquina, apagó el motor y esperó a que Lloyd saliera, para seguirlo.

No lo había matado. Simplemente había llamado a su jefe y le había dicho dónde estaba Lloyd. En lo que a él se refería, no había hecho nada malo. Sólo había informado de algo.