– Gracias -dijo, pero no se movió-. En cuanto a la señorita MacKenna, el caso es que todavía no la conozco. -Recorrió el salón con la mirada mientras hablaba-. De hecho, tendrá que decirme quién es. Hace cierto tiempo que nos escribimos, pero no tengo ni idea de qué aspecto tiene. Sé que es joven y que este año irá a la universidad -añadió. Dirigió una mirada astuta a Jordan antes de seguir-: Me imagino que se estará preguntando cómo di con ella para empezar. -Antes de que Jordan pudiera responderle, se pasó el grueso portafolios de un brazo al otro e hizo un gesto a un camarero para que le acercara otra bebida-. Tengo por costumbre leer todos los periódicos que puedo. Me gusta estar al día. Evidentemente, leo los principales periódicos por Internet. Lo leo todo, desde la política hasta las necrológicas, y retengo en la memoria la mayor parte de lo que leo -se jactó-. No miento. Jamás olvido nada. Mi cerebro es así. También he estado estudiando la historia de mi familia, y vinculada a ella, está la propiedad de una cañada: Glen MacKenna. En el registro averigüé que la señorita MacKenna heredará esas estupendas tierras de aquí a unos años.
– Tengo entendido que el tío abuelo de Isabel le dejó un terreno de tamaño considerable en Escocia -asintió Jordan.
– Glen MacKenna no es un terreno cualquiera, corazón -la reprendió, del modo en que un profesor sermonea a uno de sus alumnos-. Esas tierras están relacionadas con la enemistad, y la enemistad está relacionada con esas tierras. Los Buchanan y los MacKenna están en guerra desde hace siglos. No sé cuál fue el origen exacto de la disputa, pero tiene algo que ver con un tesoro que los infames Buchanan robaron en la cañada, y estoy resuelto a averiguar qué era y cuándo se lo llevaron.
Jordan no hizo caso del insulto a sus antepasados y retiró una silla para que el profesor se sentara en la mesa más cercana. El hombre dejó caer en ella el portafolios.
– La señorita MacKenna ha mostrado mucho interés en mis investigaciones -dijo-. Tanto que la he invitado a venir a verme. No podría traerlo todo aquí, ¿sabe? Llevo años indagando al respecto.
Como la observaba expectante, Jordan supuso que esperaba alguna clase de respuesta, de modo que asintió y preguntó:
– ¿Dónde vive usted, profesor?
– En medio de ninguna parte -sonrió y, acto seguido, aclaró-: Debido a mi situación financiera… a mi herencia -se corrigió-, he podido trasladarme a un pueblo tranquilo llamado Serenity, en Tejas. Me paso los días leyendo e investigando -añadió-. Me gusta la soledad, y el pueblo es realmente un oasis. Sería un sitio encantador para vivir en él el resto de mi vida, pero seguramente volveré a Escocia, donde nací.
– ¿Cómo? ¿Va a volver a Escocia? -dijo Jordan mientras buscaba con la mirada a Isabel por el salón.
– Sí, así es. Quiero visitar todos los sitios sobre los que he leído cosas. No los recuerdo. -Señaló el portafolios-. He escrito parte de nuestra historia para la señorita MacKenna. La mayoría del dolor que ha tenido que soportar el clan MacKenna ha sido culpa del clan Buchanan -afirmó a la vez que la señalaba con un dedo acusador-. Quizá también quiera usted echar un vistazo a mi investigación, pero le advierto que ahondar en estas leyendas y tratar de llegar al fondo de las cosas puede convertirse en una obsesión. Aunque también es una forma encantadora de olvidar la monotonía de la vida diaria. Incluso puede llegar a ser una pasión.
Menuda pasión. Como matemática e informática, Jordan trataba con hechos y no con cosas abstractas, con fantasías. Podía diseñar cualquier programa empresarial junto con el software informático correspondiente. Le encantaba resolver rompecabezas. No se le ocurría una mayor pérdida de tiempo que investigar leyendas, pero no iba a iniciar una discusión bizantina con el profesor. Iba a encontrar a Isabel lo más rápido posible. Después de dejar en una mesa al profesor MacKenna con un plato de comida delante, inició su búsqueda.
Isabel estaba fuera, y a punto de sentarse, cuando Jordan la sujetó por un brazo.
– Ven conmigo -la instó-. Tu amigo el profesor MacKenna ha llegado. Tienes que ocuparte de él.
– ¿Está aquí? ¿Ha venido? -Parecía estupefacta.
– ¿No lo invitaste?
Negó con la cabeza. Luego, cambió de parecer.
– Espera. Puede que lo hiciera, pero no formalmente. Quiero decir que no estaba en la lista. Hemos estado en contacto, y le mencioné dónde se celebraría la boda y el banquete porque me escribió que recorrería Carolina del Norte y del Sur, y que estaría en esta zona más o menos por estas fechas. ¿Y dices que se ha presentado? ¿Cómo es?
– Es difícil de describir -sonrió Jordan-. Tendrás que verlo por ti misma.
– ¿Te habló del tesoro? -preguntó Isabel mientras seguía a Jordan hacia el interior.
– Un poco -dijo Jordan.
– ¿Y de la enemistad? ¿Te ha dicho que los Buchanan y los MacKenna han estado siempre peleando? Esa enemistad existe desde hace siglos. Como voy a heredar Glen MacKenna, quiero saber todo lo posible sobre la historia.
– Pareces entusiasmada -comentó Jordan.
– Lo estoy. Ya he decidido que me voy a especializar en historia y a elegir música como segunda especialidad. ¿Ha traído el profesor documentos de su investigación? Me explicó que tenía cajas y cajas…
– Ha traído un portafolios.
– ¿Y las cajas?
– No lo sé. Tendrás que preguntárselo.
El profesor mostró mejores modales con Isabel. Se levantó y le estrechó la mano.
– Es un gran honor conocer a la nueva propietaria de Glen MacKenna. Cuando vaya a Escocia, me aseguraré de contar a los demás miembros de mi clan que la he conocido, y que es una muchacha tan hermosa como me imaginaba. -Y, después, se volvió hacia Jordan-. También les hablaré de usted -sentenció.
No fue lo que dijo sino cómo lo dijo lo que despertó su curiosidad.
– ¿De mí?
– Bueno, de los Buchanan -aclaró-. Seguro que sabe que Kate MacKenna se ha casado por debajo de su nivel.
El comentario desató la cólera de Jordan.
– ¿Y eso por qué? -preguntó, irritada.
– Bueno, pues porque los Buchanan son unos salvajes. Por eso. -Señaló el portafolios y añadió-: Lo que llevo aquí es sólo una muestra de algunas de las atrocidades que han cometido contra los pacíficos MacKenna. Debería leerlas, y así sabría lo afortunado que es su pariente por haberse casado con una MacKenna.
– ¿Profesor, está insultando intencionadamente a Jordan? -dijo Isabel, estupefacta.
– Es una Buchanan -respondió el profesor-. Me estoy limitando a exponer los hechos.
– ¿Qué fiabilidad tiene su investigación? -Jordan había cruzado los brazos y miraba con el ceño fruncido al maleducado profesor.
– Soy historiador -replicó éste-. Barajo hechos. Reconozco que algunas de las historias podrían ser… leyendas, pero existe suficiente documentación como para que las historias sean creíbles.
– Como historiador, ¿cree que tiene pruebas de que todos los MacKenna son unos santos y todos los Buchanan son unos malvados?
– Sé que suena parcial, pero las pruebas son irrefutables. Léalo -volvió a retarla-, y llegará a una única conclusión.
– ¿Que los Buchanan son unos salvajes?
– Eso me temo -corroboró el hombre con alegría-. Además de ladrones -añadió-. Han ido usurpando tierras a los MacKenna hasta que Glen MacKenna apenas mide la mitad que antes. Y, por supuesto, también robaron el tesoro.
– El tesoro que inició la enemistad -comentó Jordan sin ocultar su irritación.
El profesor le dedicó una sonrisa maliciosa y, sin prestarle más atención, se volvió hacia Isabel.
– No podía viajar con todas las cajas -le explicó a la joven-, y tendré que dejarlas en un almacén cuando me vaya a Escocia. Si quiere verlas, será mejor que venga a Tejas durante las próximas dos semanas.
– ¿Se marcha en dos semanas? Pero voy a empezar el curso y… -Se detuvo, tomó aliento y sentenció-: Puedo empezar una semana más tarde.
– Isabel -la interrumpió Jordan-, no puedes faltar toda una semana. Tendrás que comprobar los horarios, conseguir los libros… No puedes salir disparada hacia Tejas. ¿Por qué no te envía el profesor los archivos de su investigación por correo electrónico?
– La mayoría de mis investigaciones son manuscritas y sólo he introducido en el ordenador unos cuantos nombres y fechas. Podría enviárselos, y lo haré en cuanto llegue a casa, pero sin mis papeles, carecerán de sentido para ustedes.
– ¿Por qué no manda las cajas por correo? -sugirió Jordan.
– Oh, no. No podría hacer eso -comentó el hombre-. El gasto sería…
– Nosotras le abonaríamos el importe -se ofreció Jordan.
– No me fío del correo. Podrían perderse las cajas, y son años de investigación. No, no. No me arriesgaré a que eso ocurra. Tendrá que ir a Tejas, Isabel. Quizá cuando yo vuelva… aunque…
– ¿Sí? -quiso saber Isabel, que creía que había encontrado una solución.
– Puede que, si mi situación financiera lo permite, decida quedarme en Escocia, y si lo hago, la documentación de mi investigación seguirá almacenada hasta que pueda volver a buscarla. Si desea leer lo que he reunido, es ahora o nunca -afirmó.
– ¿No podría pedir que le fotocopiaran los archivos? -preguntó Isabel.
– No tengo a nadie que lo haga, y yo no tengo tiempo. Me estoy preparando para mi viaje. Tendrá que hacerse las fotocopias usted misma cuando venga.
Isabel soltó un suspiro enorme de frustración, y a Jordan le supo mal su dilema porque comprendió que esa información era muy importante para ella. A pesar de lo que le irritaba que el profesor hubiera elaborado un informe parcial que atacaba a sus antepasados, lamentaba que Isabel no pudiera saber más cosas sobre la historia de sus tierras.
– Tal vez decida investigar un poco por mi cuenta -insinuó, y se levantó para dejar que Isabel y el profesor terminaran de hablar.
El odioso hombrecillo le había molestado, y estaba decidida a obtener nuevos datos que demostraran que estaba equivocado. ¿Los Buchanan eran todos unos salvajes? ¿Qué clase de profesor de historia generalizaría de este modo? ¿Qué credibilidad tenía? ¿Era realmente profesor de historia? Iba a investigarlo, desde luego.
– Tal vez le demuestre que los santos eran los Buchanan -afirmó.
– Lo dudo mucho, corazón. Mi investigación es impecable.
Jordan se volvió para mirarlo mientras se iba.
– Eso ya lo veremos -sentenció.
Capítulo 3
Jordan no pudo quitarse las lentillas hasta pasadas las diez. Volvió al salón y se quedó cerca de la entrada intentado distinguir a Noah entre la gente que ocupaba la pista. Todavía llevaba sus gafas en el bolsillo de la chaqueta.
El profesor MacKenna había abandonado el banquete hacía una hora, e Isabel se había deshecho en disculpas por su mala educación. Jordan le dijo que no se preocupara, que no se había ofendido, y dejó a Isabel preocupada por las cajas de la investigación. Se había planteado ofrecerse a ayudarla, pero había cambiado de opinión. A pesar de que en aquel momento era, como le había recordado Michael, libre como el viento, y que sentía curiosidad por leer parte de la probablemente falsa investigación del profesor, hacerlo significaría tener que aguantarlo más rato. No, gracias. No había nada por lo que valiera la pena pasar ni tan sólo una hora con ese hombre.
– ¿Por qué frunces el ceño? -le preguntó su hermano Nick, que se le había acercado.
– No frunzo el ceño. Fuerzo la vista. Noah tiene mis gafas. ¿Lo ves?
– Sí. Lo tienes justo delante.
Enfocó, lo vio y entonces sí que frunció el ceño.
– Mira cómo se les cae la baba a esas tontas con tu compañero. Es asqueroso.
– ¿Te parece?
– Sí. Prométeme algo -le pidió a su hermano.
– Dime.
– Si alguna vez hago eso, me matas.
– Lo haré encantado -le prometió Nick entre carcajadas.
Noah se había separado de su club de fans y se había reunido con ellos.
– ¿Qué es tan gracioso?
– Jordan quiere que la mate.
Noah la miró y, por uno o dos segundos, le prestó toda su atención.
– Ya lo haré yo -se ofreció.
Su voz reflejó demasiada alegría en opinión de Jordan. Acababa de decidir alejarse de los dos cuando se percató de que Dan Robbins se dirigía hacia ella. O, por lo menos, le pareció que era él. Lo veía demasiado borroso para estar segura. Había bailado una vez con Dan durante la fiesta y, daba igual la música que sonara, ya fuera un vals, un tango o un hip-hop, que él seguía su propio ritmo en lo que parecía una versión espasmódica de una polca, Jordan cambió de opinión y se quedó donde estaba. Se acercó un poquito a Noah y le sonrió. El truco pareció funcionar. Dan vaciló y, a continuación, se alejó.
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