– ¿Ah, sí? -se sorprendió Noah, y su voz reflejaba cierto desafío-. ¿Qué?

– Algo irreflexivo -dijo para esquivar la respuesta.

– ¿Y de qué se trata?

Sabía que no le creía. Fuera como fuese, estaba decidida a hacer algo irreflexivo, aunque muriera en el intento. Valdría la pena hacer cualquier sacrificio, aunque no fuera lógico, para tener la satisfacción de borrarle de la cara esa sonrisa arrogante de sabelotodo.

– Voy a ir a Tejas -anunció, y asintió con la cabeza para dar mayor fuerza a su afirmación.

– ¿A qué? -quiso saber Noah.

– ¿A qué voy a ir a Tejas? -Al principio, no tenía la menor idea pero, por suerte, pensaba deprisa. Antes de que Noah pudiera decir otra palabra, respondió su propia pregunta-: A buscar un tesoro.

Capítulo 4

A Paul Newton Pruitt le encantaban las mujeres. Le encantaba todo lo referente a ellas: su piel suave y lisa; su fragancia femenina; el roce delicioso de sus cabellos sedosos cuando le acariciaban el tórax; los sonidos eróticos que emitían cuando las tocaba. Le encantaba su risa contagiosa, sus gritos estimulantes de placer.

No hacía distinciones. Daba igual el color del pelo, de los ojos o de la piel; le gustaban todas. Altas, bajas, delgadas, gordas. No importaba. Todas eran maravillosas, y para él, cada una era única y excepcional.

Tenía que admitir que sentía una especial debilidad por la forma en que algunas le sonreían. Era una sonrisa que no sabría describir. Lo único que sabía era que cuando la veía, se le aceleraba el corazón. La atracción era así de fuerte. Sencillamente, no podía resistirse; no podía negarse. Esa sonrisa, seductora y tentadora, no dejaba nunca de cautivarlo.

Antes de que tuviera que enmendarse y cambiar de conducta para sobrevivir, había sido un donjuán. Y no era su ego quien hablaba. Era así. Entonces, era irresistible. Pero ahora las cosas eran distintas. En su vida anterior, si se aburría, se despedía con regalos caros para que no le guardaran ningún rencor. No soportaba la idea de que ni siquiera una de sus mujeres llegase a detestarlo alguna vez. No podía pasar a la siguiente mujer encantadora, a menudo cautivadora, hasta tener la certeza de haber complacido a la actual. Y siempre había una siguiente.

Hasta Marie. Se había enamorado de ella, y su vida había cambiado para siempre. La vida que conocía se había terminado. Paul Newton Pruitt había desaparecido. Un nuevo nombre. Una nueva identidad. Una nueva vida. Nadie lo encontraría jamás.

Capítulo 5

Tenía que estar loca. ¿Ir a buscar un tesoro? ¿En qué había estado pensando? Al parecer, le había interesado más demostrar a Noah Clayborne que no era un muermo, que utilizar su sentido común.

Jordan sabía que ella misma era la única culpable de su situación actual, pero seguía queriendo culpar a Noah, sólo porque así se sentía mejor.

Se apoyó en el tronado coche de alquiler, parado en la cuneta de la deteriorada carretera de dos carriles en medio de la nada, en Tejas, mientras esperaba impaciente a que el motor se enfriara para poder echar algo más de agua en el depósito del refrigerador. Gracias a Dios que se había detenido hacía un rato en la interestatal para comprar un par de botellas de agua para el resto del viaje. Estaba bastante segura de que el radiador perdía, pero tenía que lograr que el motor siguiese funcionando el tiempo suficiente para poder llegar a la siguiente población y que un mecánico le echara un vistazo. Estaba a cuarenta grados a la sombra por lo menos y, por supuesto, el aire acondicionado del automóvil se había estropeado hacía más o menos una hora, junto con el magnífico GPS que la agencia de alquiler le había entregado como premio de consolación por haberse hecho un lío con su reserva y haberle dado, a sabiendas, una cafetera.

El sudor le resbalaba entre los pechos; las suelas de las sandalias se le pegaban al asfalto, y la crema solar que se había puesto en la cara y en los brazos estaba perdiendo la batalla. Jordan tenía el cabello color caoba, pero la complexión de una pelirroja, y el sol la quemaba y la llenaba de pecas enseguida. Suponía que podía elegir entre sentarse en el coche y morir deshidratada mientras esperaba a que el motor se enfriara, o quedarse fuera y achicharrarse lentamente.

De acuerdo. Estaba exagerando un poco. Pero pensó que era debido al calor.

Por suerte, llevaba el móvil. No salía nunca de casa sin él. Por desgracia, como estaba temporalmente perdida en mitad de una llanura inmensa, no tenía cobertura.

Serenity, Tejas, estaba a unos noventa o cien kilómetros. No había podido averiguar demasiado sobre la población; sólo sabía que era tan pequeña que su nombre aparecía con las letras más pequeñas en un mapa del estado tejano. El profesor le había dicho que Serenity era un oasis. Pero cuando lo conoció, vestía un grueso blazer de tweed en pleno verano. ¿Qué sabría él de oasis?

Había investigado al profesor antes de salir de Boston y, aunque extraño y excéntrico, era auténtico. Tenía varios títulos universitarios y estaba capacitado para dar clases. Una empleada del edificio de administración del Franklin College, una mujer llamada Lorraine, había expuesto con entusiasmo sus habilidades docentes. Según ella, el profesor hacía que la historia cobrara vida. Le había asegurado que sus clases eran siempre las primeras en llenarse.

A Jordan le resultó difícil creerlo.

– ¿De veras? -se extrañó.

– ¡Ya lo creo! A los estudiantes no les importa su acento, y no deben de querer perderse ni una palabra porque nadie falta nunca a sus clases.

– Nadie falta…

Ah, ya lo entendía. Era una asignatura fácil.

La mujer también mencionó que se había jubilado anticipadamente, pero que esperaba que lo reconsiderase y volviera.

– Los buenos profesores no abundan -comentó-. Y con el sueldo que les pagan, la mayoría no pueden permitirse jubilarse tan pronto. El profesor MacKenna tiene poco más de cuarenta años.

Era evidente que a Lorraine no le importaba proporcionar información personal sobre un ex profesor, y ni siquiera le había preguntado a Jordan por qué estaba tan interesada en él. Era cierto que Jordan había mentido y le había dicho que era una pariente lejana del profesor, pero Lorraine no le había solicitado nada para verificarlo.

Le gustaba hablar, de eso no cabía duda.

– Seguro que creía que era mucho mayor, ¿verdad?

– Pues sí -admitió Jordan.

– Yo también -aseguró Lorraine-. Puedo buscarle la fecha de nacimiento si quiere.

¡Madre mía, qué servicial era!

– No será necesario -respondió Jordan-. ¿Ha dicho que se había jubilado? Creía que se había tomado un año sabático.

– No, se jubiló -insistió Lorraine-. Nos encantaría que regresara. Pero dudo que vuelva a la enseñanza. Cobró una herencia -prosiguió-. Me dijo que no tenía ni idea de que iba a recibirla, que el dinero le había llegado por sorpresa. Entonces tomó la decisión de comprar unas tierras lejos del ruido y del bullicio de la ciudad. Estaba investigando la historia de su familia, y quería encontrar un sitio donde pudiera trabajar tranquilo.

Al echar ahora un vistazo a su alrededor, Jordan imaginó que el profesor había encontrado ese sitio. No había nadie a la vista, y tenía la sensación de que Serenity era tan inhóspito como el paisaje que la rodeaba.

Pasó media hora, el motor se enfrió y Jordan salió de nuevo a la carretera. Como no disponía de aire acondicionado, llevaba las ventanillas bajadas, y el aire abrasador del exterior le azotaba la cara como si estuviese asomada a un horno. El terreno era tan plano como uno de sus soufflés, pero cuando salió de una curva enorme y vio las cercas a cada lado de la carretera, la zona le pareció menos desolada. Por lo menos, había señales de que estaba habitada. Una cerca de alambres oxidados, que daba la impresión de haber sido levantada hacía un siglo, acotaba unos pastos vacíos. Como no se veía ningún cultivo, supuso que los cercados eran para caballos y vacas.

Recorrió kilómetros sin que el paisaje cambiara demasiado. Por fin, llegó a un par de pendientes suaves y a continuación la carretera empezó a serpentear. Después de una curva pronunciada divisó una torre a lo lejos. Una señal de tráfico anunciaba que Serenity estaba a un kilómetro y medio de distancia. Al tomar el desvío, cogió el móvil y vio que tenía cobertura. La carretera descendía y después ascendía una colina. Una vez en la cima, observó que delante de ella se extendía el extremo oeste de Serenity.

Tenía el aspecto de un lugar dejado de la mano de Dios.

El límite de velocidad se redujo a cuarenta kilómetros por hora. Pasó delante de varias casas pequeñas. En el jardín delantero de una de ellas, había una furgoneta oxidada que descansaba sobre unos ladrillos. Le faltaban las ruedas. Otra casa tenía una lavadora desechada en un jardín lateral. El escaso césped que crecía entre las malas hierbas estaba sin cuidar y quemado por el sol. Una manzana después, pasó ante una gasolinera abandonada en la que todavía se veía un surtidor. El edificio vacío estaba recubierto de plantas trepadoras, y no quiso imaginarse los bichos que vivirían en él.

– ¿Qué estoy haciendo aquí? No debería de haber vendido mi empresa -susurró. El orgullo. Eso era lo que la había metido en aquella ridícula aventura. No quería que Noah Clayborne se burlase de ella-. Burbuja -murmuró-. ¿Qué tiene de malo querer vivir en mi burbuja?

Pensó en cruzar Serenity para dirigirse a la ciudad más próxima, devolver el coche de alquiler con algunas palabritas de queja y tomar el primer vuelo para Boston, pero no podía hacerlo. Le había prometido a Isabel que vería al profesor y que después la llamaría para explicarle lo que hubiese averiguado.

Tenía que admitir que también sentía algo de curiosidad por sus antepasados. No se creía eso de que los Buchanan eran unos salvajes y quería demostrarlo. También quería saber qué había provocado la enemistad entre los Buchanan y los MacKenna. ¿Y el tesoro? ¿Sabía el profesor en qué consistía el tesoro?

Siguió conduciendo y llegó a la calle principal. Las casas parecían habitadas, pero los jardines se veían secos y amarronados, y las persianas estaban bajadas.

Serenity era tan acogedor como el purgatorio.

La luz roja del salpicadero empezó a parpadear para indicar que el motor volvía a calentarse. Un par de manzanas más adelante, encontró una tienda abierta y estacionó el coche. Hacía tanto calor que tenía la sensación de estar pegada al asiento. Dejó el automóvil en la sombra, apagó el motor para que se enfriara, sacó el bloc donde llevaba anotado el teléfono del profesor y marcó el número.

Tras el cuarto timbre, saltó el buzón de voz. Dejó su nombre y su número, y cuando se estaba guardando el móvil en el bolso, sonó. El profesor debía de haber recibido su llamada.

– ¿Señorita Buchanan? Soy el profesor MacKenna. Tengo que darme prisa. ¿Cuándo quiere que nos veamos? ¿Le va bien a la hora de la cena? Sí, cenemos. Nos encontraremos en The Branding Iron. Está en Third Street. Vaya hacia el oeste; no tiene pérdida. Es un motel muy bonito. Puede registrarse, refrescarse y reunirse conmigo a las seis. No llegue tarde.

Colgó antes de que pudiera decir nada. Parecía nervioso, quizá preocupado. Jordan sacudió la cabeza. Había algo que la inquietaba. No estaba segura de si se trataba simplemente de que era un hombre tan nervioso que siempre miraba hacia atrás como si esperase que alguien fuera a atacarlo o si había algo más; algo que no sabría definir. Daba igual, su filosofía era sencilla: más vale prevenir que curar, así que sólo se reuniría con él en un lugar público.

Y, para ser más concretos, en un lugar público con aire acondicionado. Tenía calor, estaba sudada y procuraba con todas sus fuerzas no sentirse abatida. Se dijo que tenía que pensar en cosas positivas. Después de ducharse y cambiarse de ropa, se sentiría mucho mejor.

Continuaba deseando volver a conducir para regresar antes a Boston, pero lo descartaba. El coche alquilado tenía muchas probabilidades de averiarse en la carretera, e imaginarse tirada en mitad de la noche le daba escalofríos. No, lo descartaba totalmente. Además, se lo había prometido a Isabel, y no podía faltar a su palabra. De modo que vería al profesor chiflado, hablaría con él sobre su investigación durante la cena, obtendría fotocopias de sus documentos y se iría de Serenity a primera hora de la mañana.

Perfecto, ya se sentía mejor. Ya se había decidido y tenía un plan.

– Oh, no -susurró.

El plan se desmoronó cuando llegó al estacionamiento del motel y echó un buen vistazo al antro que el profesor MacKenna le había recomendado. Estaba segura de que Norman Bates dirigía el negocio.