– Sé de lo que hablo -soltó con un puñetazo en la mesa-. No olvide que los Buchanan lo empezaron todo al robar el tesoro de los MacKenna.

– ¿En qué consistía exactamente ese tesoro? -indagó Jordan. Ése era el tema que había despertado su interés para empezar.

– Algo muy valioso que pertenecía legítimamente a los MacKenna -contestó el hombre. De repente, se irguió en la silla y frunció el ceño-. Eso es lo que quiere en realidad, ¿verdad? Cree que encontrará el tesoro… puede que para quedárselo. Bueno, le aseguro que los siglos lo han ocultado bien, y si yo no lo he encontrado, es imposible que usted dé con él. Todas las atrocidades que han cometido los Buchanan generación tras generación han ensombrecido el origen de la enemistad. Es probable que nadie lo descubra jamás.

No sabía por qué le irritaba tanto, pero de repente estaba resuelta a defender el buen nombre de su familia.

– ¿Conoce la diferencia entre hechos y fantasías, profesor?

Su conversación era cada vez más acalorada. Ninguno de los dos lograba a duras penas contener los gritos, y Jordan se dejó llevar y soltó algún que otro insulto al clan del profesor.

La conversación terminó en cuanto llegó la cena. Jordan no podía creerse el pedazo descomunal de carne casi cruda acompañado de una enorme cantidad de patata hervida que colocaron frente al profesor. En comparación, su platito de pollo parecía una ración infantil. El profesor agachó la cabeza y no volvió a levantarla hasta que hubo devorado hasta el último bocado. No le quedó ni un gramo de cartílago o de grasa en el plato.

– ¿Le apetece más pan? -le preguntó Jordan con calma.

A modo de respuesta, le pasó la cesta vacía. Jordan logró captar la atención de la camarera y pidió educadamente más pan. Por la expresión recelosa de la mujer, supuso que había oído la discusión, y le sonrió para asegurarle que todo iba bien.

– Vive su trabajo con mucha pasión -le obsequió Jordan al profesor. Había decidido que si no empezaba a complacerlo, podía marcharse sin permitirle ver su investigación, y el viaje habría sido totalmente en balde.

– Y admira mi dedicación -respondió el hombre, que a continuación empezó otro relato sobre los viles Buchanan. Se detuvo el rato suficiente para pedir el postre, y cuando éste llegó, había retrocedido hasta el siglo xiv.

Todo en Tejas era grande, incluida la comida. Se quedó mirando la cabeza del profesor mientras éste se zampaba un pedazo monumental de tarta de manzana con dos cucharadas de helado de vainilla.

A un camarero se le cayó un vaso. El profesor echó un vistazo a su alrededor y vio lo concurrido que estaba entonces el comedor. Pareció encogerse en la silla mientras observaba con atención quién iba y venía.

– ¿Pasa algo? -preguntó Jordan.

– No me gustan las multitudes -explicó antes de tomar un sorbo de café y añadir-: He almacenado unos cuantos datos en un lápiz de memoria. Está en una de las cajas para Isabel. ¿Sabe qué es un lápiz de memoria? -Antes de que Jordan pudiera responder, el profesor siguió hablando-. Lo único que tiene que hacer Isabel es poner el lápiz de memoria en su ordenador. Es como un disquete, y puede contener muchísimos datos.

Su tono condescendiente la irritó infinitamente.

– Me aseguraré de que lo reciba -dijo.

El profesor MacKenna le indicó entonces el precio del lápiz de memoria.

– Supongo que usted o la señorita MacKenna me lo reembolsarán -comentó.

– Sí. Yo misma se lo pagaré.

– ¿Ahora?

Se sacó un recibo del bolsillo y la miró expectante. Era evidente que esperaba el dinero en ese mismo momento, así que Jordan sacó el billetero y se lo pagó. Como era de los que no se fían de nadie, contó el dinero antes de guardárselo en la cartera.

– En cuanto a mi investigación… Tengo tres cajas grandes. He hablado mucho con Isabel, y muy a pesar mío, he decidido dejar que se las lleve para hacer fotocopias. Me ha asegurado de que se hace totalmente responsable, así que confiaré en la integridad de una MacKenna. Sabré si falta algo. Tengo una memoria fotográfica. Cuando he leído algo, lo recuerdo. -Se dio unos golpecitos con el índice en la frente-. Recuerdo los nombres y las caras de personas que conocí hace diez o veinte años. Está todo aquí. Lo que es importante y lo que no lo es.

– ¿Cuánto tiempo tengo para hacer las fotocopias? -inquirió Jordan, con la esperanza de desencallar la conversación.

– He estado muy ocupado organizando mi viaje y podré marcharme antes de lo que había previsto. Tendrá que quedarse en Serenity y hacer aquí las fotocopias. No debería llevarle más de dos días. Puede que tres -concedió.

– ¿Hay algún local con fotocopiadoras?

– No creo -contestó-. Pero en el supermercado hay una que puede usarse, y estoy seguro de que hay otras en el pueblo.

Tras dos tazas más de café, el profesor pidió la cuenta. A medida que se acercaba la hora de despedirse, los minutos parecían hacerse más largos. Cuando llegó la cuenta, el profesor la empujó hacia ella. Para entonces, el gesto no le sorprendió a Jordan.

Su hermano Zachary siempre había sabido cómo asquearla. Se le daba mucho mejor que a cualquiera de sus demás hermanos, pero esa noche el profesor MacKenna lo había superado. En aquel momento, el profesor se secó los labios con la servilleta, que había permanecido doblada en la mesa a lo largo de toda la cena, y se levantó.

– Quiero estar en casa antes de que oscurezca -anunció.

– ¿Vive lejos de aquí? -preguntó Jordan, ya que faltaba al menos una hora para que anocheciera.

– No -contestó el profesor-. Le llevaré las cajas al coche. ¿Cuidará bien de ellas? Isabel me habló muy bien de usted, y confío en ella.

– Cuidaré bien de ellas -prometió.

Diez minutos más tarde, había pagado la cuenta, tenía las cajas en el coche y se había librado, de momento, del profesor.

Se sintió liberada.

Capítulo 8

A la mañana siguiente, Jordan se levantó temprano. Llevó el coche al taller de Lloyd y lo estacionó para esperar a que abriera.

Confiaba que le arreglara el automóvil para poder dirigirse después al supermercado, donde había una fotocopiadora. Si todo iba bien, podría terminar una caja y puede que la mitad de otra. Dos de las cajas estaban llenas hasta arriba y, por suerte, el profesor sólo había escrito las hojas por una cara porque el bolígrafo que había utilizado en algunas había traspasado el papel.

El taller abrió sus puertas a las ocho y diez. Después de abrir el capó y de mirar el motor treinta segundos, el mecánico, un bruto que tendría más o menos su edad, se apoyó en el guardabarros, cruzó los pies y la miró lentamente de arriba abajo de modo espeluznante mientras se limpiaba las manos con un trapo manchado de grasa.

Debió de parecerle que se le había escapado algo en su grosero repaso porque volvió a mirarla de arriba abajo una y otra vez. Desde luego, no le había prestado tanta atención a su coche.

Iba a tener que soportar a ese imbécil porque era el único mecánico disponible en el pueblo hasta el lunes.

– Estoy bastante segura de que el radiador pierde -afirmó-. ¿Qué le parece? ¿Puede arreglarlo?

El mecánico llevaba su nombre, Lloyd, escrito en una tira de cinta adhesiva pegada en el bolsillo de la camisa y cuyas puntas se estaban empezando a doblar hacia fuera. Se volvió, lanzó el trapo sucio a un estante cercano y se giró hacia ella de nuevo.

– ¿Arreglarlo? Depende -respondió arrastrando las palabras-. Es algo notorio, ¿sabe?

– ¿Notorio?

– Atrincado, ya me entiende.

Era evidente que a Lloyd le gustaba utilizar palabras rimbombantes cuando podía, aunque carecieran de sentido. ¿Atrincado? ¿Existía siquiera esa palabra?

– ¿Pero puede arreglarlo?

– Es casi imposible de arreglar, cielo.

¿Cielo? Hasta ahí podíamos llegar. Contó en silencio hasta cinco para intentar dominarse y no explotar. No serviría de nada enojar al hombre que podía arreglarle el coche.

El bueno de Lloyd la había recorrido con la mirada hasta los pies y volvía a ascender cuando añadió:

– Se trata de un problema grave.

– ¿Ah, sí? -Decidida a llevarse bien con ese hombre por muy irritante que fuera, asintió-. ¿Dijo que era casi imposible de arreglar?

– Exacto. Casi -dijo Lloyd.

Jordan cruzó los brazos y esperó a que terminara otro recorrido piernas abajo y de vuelta. Ya debería sabérselas de memoria para entonces.

– ¿Le importaría explicarse? -pidió.

– El radiador pierde.

Le entraron ganas de gritar. Eso era lo que ella le había dicho.

– Ya…

– Podría arreglarlo temporalmente, pero no puedo garantizarle que aguante mucho tiempo -prosiguió Lloyd.

– ¿Cuánto tardaría en arreglarlo?

– Depende de cómo vea los bajos. -Al ver que no reaccionaba de inmediato, arqueó las cejas de modo significativo-. ¿Sabe qué quiero decir?

Sabía exactamente qué quería decir. Ese hombre era un degenerado.

– Dedíquese al radiador -espetó. Se le había acabado la paciencia.

Su evidente enfado no pareció perturbarlo. Debía de estar acostumbrado a que lo rechazaran. O eso, o se había pasado demasiado rato bajo el sol y se le había achicharrado el cerebro.

– ¿Está casada, cielo?

– ¿Cómo dice?

– Le he preguntado si está casada. Tengo que saber a quién facturar el trabajo -explicó.

– Factúremelo a mí.

– Sólo estoy siendo hospitalario. No tiene por qué hablarme en ese tono -advirtió el mecánico.

– ¿Cuánto tardará en arreglarlo?

– Un día… puede que dos.

– Muy bien -soltó Jordan en un tono agradable-, me marcho.

Lloyd no lo comprendió hasta que pasó a su lado y abrió la puerta del coche.

– Espere un momento. El radiador pierde agua…

– Sí, ya lo sé.

– No llegará demasiado lejos -resopló.

– Correré el riesgo.

Creyó que era un farol hasta que puso en marcha el motor y empezó a recular el coche para sacarlo del taller.

– Tal vez pueda tenerlo arreglado a mediodía -soltó él.

– ¿Tal vez?

– Muy bien, a mediodía seguro -accedió-. Y no le cobraré demasiado.

– ¿Cuánto? -preguntó Jordan tras pisar el freno.

– Sesenta y cinco, puede que setenta, pero no más de ochenta. No acepto tarjetas de crédito, y como no es del pueblo, tampoco le aceptaré un cheque. Tendrá que pagarme en efectivo.

Ante la promesa de que podría recuperar el coche a mediodía, aceptó y le entregó las llaves a Lloyd.

Volvió a pie al motel, y se detuvo en el vestíbulo a hablar con Amelia Ann.

– Tengo varias cajas de documentos que necesito fotocopiar -dijo-. El supermercado que hay cerca del puente de Parson's Creek tiene una fotocopiadora pero queda bastante lejos, y me gustaría saber si hay alguna fotocopiadora más cerca.

– Si le parece, se lo averiguaré mientras desayuna. Creo que podré encontrarle alguna.

El Home Away From Home Motel tenía una cafetería minúscula. Jordan era la única clienta. No tenía demasiado apetito, así que pidió tostadas y zumo de naranja.

Amelia Ann fue a buscarla a la mesa.

– Sólo he tenido que hacer un par de llamadas -dijo-. Y tiene suerte. Charlene, de la Aseguradora Nelson, tiene una fotocopiadora completamente nueva. La empresa la instaló la semana pasada y está a prueba, así que les da igual la cantidad de documentos que tenga que fotocopiar siempre que pague el papel que utilice. Como Steve Nelson tiene contratado el seguro de este motel, no le importa hacernos el favor.

– Eso es fantástico -exclamó Jordan-. Muchas gracias.

– Estoy encantada de ayudar si puedo. Charlene me ha pedido que le comente que la fotocopiadora tiene alimentador de papel, de modo que va muy deprisa.

Las cosas no dejaban de mejorar. La aseguradora estaba a sólo tres manzanas del motel, y la fotocopiadora se encontraba en una habitación separada, con lo que Jordan no molestaría a Charlene ni a su jefe mientras trabajaba.

La máquina era estupenda, y avanzó muy rápido. Sólo la interrumpieron una vez, cuando un cliente, Kyle Heffermint, fue a la aseguradora a pedir unas cifras. Mientras Charlene se las obtenía, vio a Jordan en la sala de la fotocopiadora y decidió hacer las veces de comité de bienvenida del pueblo de Serenity. Se apoyó en la pared y charló con Jordan mientras ella seguía introduciendo hojas en la máquina. Kyle era un hombre agradable, y a Jordan le gustó oír los detalles sobre la historia y la política de la población, aunque el hecho de que no dejara de repetir su nombre y de arquear una ceja para acompañar sus comentarios le resultaba un poco cargante. Después de que hubiese rechazado por cuarta vez su ofrecimiento de «enseñarle el pueblo», Charlene fue a rescatarla y lo acompañó hasta la puerta.