RAFE condujo hasta llegar a la autopista. Tenía un nudo en el estómago y una terrible sensación de vacío en su interior. Le recordaba a algo que ya había vivido con anterioridad, pero no lograba acordarse de cuándo. Intentó identificar de dónde provenían esas sensaciones, pero no lo consiguió. De todas formas, tampoco quería pensar en esas cosas.

De pronto, le vino un nítido recuerdo. Era el día del funeral de su madre. Se enfadó consigo mismo por sentirse así. La muerte de su madre había sido la experiencia más dura de su vida, y lo que acababa de sucederle no podía ser comparado con ello. Nada le había dolido ni le dolería tanto como perder a su progenitora.

Al menos ese descubrimiento le hizo comprender por qué se sentía así. Había empezado a darle confianza y cariño a Shelley y ella le había correspondido con una traición. Se había abierto al amor y lo había perdido todo. Se preguntaba dónde estaría la señorita Freud en ese momento, que no estaba psicoanalizándolo.

Pensó que había estado haciendo lo correcto durante años, defendiéndose de los demás como lo había hecho. Por una vez en su vida, se había abierto a alguien y lo único que había conseguido de esa persona era traición. No merecía la pena. Se acordó de las sabias palabras que le dijo un amigo, años atrás: «Si no quieres que te rompan el corazón, no te enamores nunca». Eran su leitmotiv.

Rafe se sintió aliviado al pensar que, por lo menos, no había llegado a enamorarse. Se alegró, en cierto modo, de haberse dado cuenta de cómo era Shelley, de ver que ella nunca lo amaría como él deseaba.

No quería pensar en ella, pero sabía que no podía evitarlo. Su recuerdo lo acompañaría durante todo el viaje. Pisó el acelerador y siguió su camino de vuelta a casa.


– Olvídate de él -le aconsejó Candy mientras devolvían sus llaves en recepción, con las maletas preparadas para volver a Chivaree-. Todos son iguales. No se les puede tomar en serio. Son unos canallas y unos infieles.

Shelley se quedó parada y algo dentro de ella se rebeló. Las palabras de Candy le recordaron a cómo ella solía hablar de los hombres. Pero su perspectiva había cambiado. Rafe no era así, no era uno más.

«Pero ya me he equivocado antes, ¿cómo sé que esto no es un error?», se dijo a sí misma.

Era verdad que se había equivocado en el pasado pero, durante ese fin de semana, había aprendido algo. Se había visto forzada a hacer algo que no creía que pudiera llegar a realizar, y había hecho muy buen trabajo. Se alegró de haberlo intentado porque, de otra forma, nunca habría sido consciente de sus capacidades ni de lo lejos que podría llegar.

En el pasado, cuando las cosas se ponían difíciles para ella, se daba la vuelta y huía. Siempre se acobardaba. Pero las cosas habían cambiado. Si renunciaba a aquello no podría volver a mirarse a la cara. Iba a luchar, no iba a renunciar a él fácilmente. Si de verdad lo quería, iba a batallar por conseguirlo. Aunque tuviera que arriesgarlo todo por él.

Se despidió de Matt antes de irse del hotel.

– Espero que funcione lo de llevarte a Quinn a Chivaree -le dijo-. Ojalá que no te decepcione.

– Ésa no es la cuestión -respondió él encogiéndose de hombros-. Sólo quiero ayudarle en lo que pueda. Además, así puede que me ayude a encontrar alguna pista para localizar al bebé.

– Así que ¿vas a seguir buscándolo?

– Tengo que hacerlo. Tiene que estar en alguna parte y tengo que asegurarme de que está bien y no le falta de nada.

Shelley lo entendía perfectamente y aquello no hizo sino acrecentar la ya buena opinión que tenía de su amigo. Pero temía que fuera a ser una búsqueda larga y dura.

– ¡Espera, Shelley! -dijo él volviendo para darle otro abrazo-. No te he agradecido lo suficiente que encontraras a Quinn y me ayudaras tanto. Quiero que sepas que valoro muchísimo lo que has hecho por mí.

– ¡No hay de qué! -respondió ella con ojos emocionados-. Te deseo toda la suerte del mundo.

Shelley y Jaye volvieron juntas en el coche a Chivaree. El equipo B de Industrias Allman no había conseguido un buen puesto en la clasificación, pero se lo habían pasado genial y Jaye le contó todos los detalles durante el viaje de vuelta. Habló tanto que no pareció darse cuenta de que Shelley apenas abrió la boca en todo el camino.

Su mente no descansó ni un minuto, estudiando todas las posibilidades. Una cosa era hacer planes para conseguir a Rafe, pero saber que él la odiaba por algo que no había hecho le hacía preguntarse si se merecía su amor. Pero intentó quitarse esa idea de la cabeza.

Pensaba que quizás hubiese algo más. A lo mejor Rafe había tenido más tiempo para reflexionar y, al atar cabos, se hubiera dado cuenta de qué tipo de relación había tenido Shelley con Jason McLaughlin, le hubiera parecido inaceptable y hubiera decidido que no podía tener nada con ella.

Por un lado pensaba que, para evitar enfrentarse a lo que Rafe pensaba de ella, debería aceptar cómo estaban las cosas y alejarse de él, pero no podía hacerlo.

Se moría por ver de nuevo el cariño que había descubierto en los ojos de Rafe cuando la miraban. Lo quería y deseaba que él también la quisiera.

Pero no estaba desesperada. Había aprendido mucho ese fin de semana. Había hecho un buen trabajo y estaba orgullosa. Se había demostrado a sí misma de lo que era capaz. Nunca más tendría la necesidad de colgarse de un hombre y depender de él como había hecho con Jason.

No pretendía volver a cometer el mismo error y acabar con otro Jason que minara su confianza.

Pero sabía que Rafe era distinto, no era otro Jason. Merecía la pena luchar por Rafe. Y con ese pensamiento en la cabeza continuó el viaje. Una pequeña sonrisa de satisfacción se dibujaba en su cara.


En Chivaree, los lunes por la mañana siempre comenzaban con una taza de café en el local de Millie y allí fue Rafe aquel día.

Millie lo saludó con la misma sonrisa afectuosa de siempre mientras él se sentaba en uno de los taburetes de la larga barra. Casi todos los asientos estaban ocupados y las conversaciones llenaban el local con el habitual bullicio de las mañanas. Olía a café recién hecho y a beicon frito. Millie le tomó nota; quería un café solo y un bollo.

– ¡Millie! -le dijo mientras ésta se alejaba-. ¿Sabes que he pasado el fin de semana con tu hija?

– ¿Que has hecho qué? -preguntó dándose la vuelta con cara de gran asombro.

– Estuvimos juntos en la conferencia de San Antonio -aclaró él con una sonrisa.

– ¡Ah! -dijo ya más relajada-. Ya me imaginaba yo que no podía tratarse de algo romántico. Siempre os habéis llevado como el perro y el gato. No sabes la cantidad de veces que volvió a casa, siendo una niña, quejándose del «maldito Rafe» y de la pifia que le hubieras hecho aquel día.

– El «maldito Rafe» -dijo con una sonrisa triste-. Sí, ése soy yo.

Aunque estaba muy ocupada con otros clientes, Millie se quedó allí un rato más, dándose cuenta de que algo le pasaba a Rafe.

– ¿Qué es lo que te pasa, cariño? -le preguntó afectuosamente- ¿De qué tienes miedo?

Rafe le sonrió pero no contestó a su pregunta.

– Llegaste a conocer bastante bien a mi madre, ¿verdad? -le preguntó Rafe.

Millie le frotó el brazo con cariño, como un gesto natural de comprensión y afecto.

– No nos tratamos mucho durante sus últimos años pero, durante un tiempo, llegamos a ser muy buenas amigas.

Rafe la miró. No tenía ni idea de por qué había sacado el tema, pero parecía que a Millie no le había extrañado en absoluto.

– Siempre pensé que su temprana muerte te afectó a ti más que a ninguno -le confesó Millie-. Tú eras su ojito derecho. Y cuando ella se fue, te metiste en tu mundo sin dejar que nadie se acercara a ti. Estoy muy contenta de que por fin estés bien. Según he oído, estás haciendo un trabajo estupendo al frente de la empresa de tu padre.

Millie le revolvió el pelo como si todavía fuese un niño.

– Estoy segura de que, esté donde esté, tu madre puede verte y está muy orgullosa de ti -le dijo con la voz rota por la emoción.

Le sonrió y se alejó para prepararle el café.

Rafe siguió mirándola mientras servía el desayuno a otros clientes. Se movía con seguridad y gracia entre las mesas, charlando con unos, rellenando tazas, sonriendo a todos. No entendía qué era lo que había pretendido encontrar en ella. Tenía su comprensión, siempre la había tenido. A pesar de lo mal que se había llevado con su hija, siempre había sentido un afecto especial por Millie, quizá por ser, tras la muerte de su madre, la figura maternal más cercana. Hacía tiempo que no pensaba en eso.

Sacudió la cabeza con gesto triste. Millie era una señora encantadora, pero su hija lo estaba volviendo loco Tenía que encontrar la manera de olvidarse de ella. Seguro que había un modo de hacerlo.

– Tienes el aspecto de alguien que necesita un trozo de tarta.

Levantó la vista sorprendido y se encontró con una nueva camarera. Era Annie, según indicaba la placa que llevaba prendida del uniforme. Le puso un trozo de tarta de manzana enfrente y un poco de helado de vainilla para acompañarla.

– Eh… -dijo sacudiendo la cabeza-. Gracias, pero no he pedido tarta.

– Ya lo sé, pero es que este trozo ha sobrado y no cabe ya en la cámara refrigeradora. Pensé que a lo mejor te apetecía.

Se quedó mirándola. Tenía un montón de rizos negros que enmarcaban su cara, bonita y risueña. Estaba embarazada de unos seis meses, a juzgar por el tamaño de su barriga.

– Verás. Si quisiera tarta la habría pedido. Puedo permitírmelo.

– ¡Vaya! No eres muy agradecido, ¿verdad? ¿No se te da bien aceptar favores?

Su sonrisa era contagiosa, pero Rafe se resistió. Tenía la cabeza en otras cosas. Exactamente en decidir si iba a intentar emprender una relación con Shelley o no.

– Lo siento, pero es que tengo un montón de cosas en la cabeza.

– Bueno, hay decisiones que se toman mejor acompañadas de tarta -insistió ella acercándole el plato-. Según mi experiencia, un hombre con esa cara tan triste y tan pensativa necesita un trozo de tarta. Es más, estoy segura de que ese hombre está pensando en lo que le dijo a su chica y cómo conseguir su perdón sin perder su dignidad totalmente. Tengo un consejo para ti, algo que no fallará. En una palabra -agregó ella inclinándose más-: Rosas rojas.

Era una mujer muy persistente. Rafe tenía que reconocerlo pero, en ese momento, no sabía si le resultaba encantador o simplemente molesto.

– Eso son dos palabras -dijo él.

– Pero sólo un concepto.

– Es verdad -reconoció Rafe con media sonrisa-. ¿Por qué crees que soy yo el que ha metido la pata?

– ¿Me tomas el pelo? -dijo ella yendo hacia otra mesa-. ¿Es que eso importa?

– ¿Qué dices? ¡Claro que importa!

– Para estas cosas no hay justicia ni lógica que valgan. Lo único en lo que tienes que pensar es en cómo conseguir que sonría de nuevo -dijo ella volviendo a su lado-. Ya te lo he dicho, con rosas rojas.

La camarera se alejó pero Rafe ni siquiera se dio cuenta porque, de repente, se le abrieron los ojos: era un idiota.

Eso no era una novedad para Rafe, pero acababa de ver con claridad lo estúpido que había sido. Había estado furioso porque Jason había robado su idea y la había presentado al concurso. Y estaba resentido contra él y Shelley por la relación que habían tenido en el pasado. Todo se había complicado por culpa de los estúpidos celos, que no le habían dejado ver más allá de sus narices.

Lo peor de todo era que sabía a ciencia cierta que Shelley no podía haberle dado a Jason la información. Se había pasado todo el fin de semana intentando hacerle entender que ya no sentía nada por ese hombre. No entendía por qué se estaba comportando de esa manera; estaba actuando como un niño pequeño, intentando que todo el mundo se compadeciera de él.

La única razón que pudo encontrar para responder a sus preguntas fue que estaba dejándose llevar por el miedo. Puro miedo que le daba la excusa perfecta para encerrarse dentro de sí de nuevo. Levantó la vista hacia el cielo. Millie creía que su madre estaba allí. Y seguramente así fuera. Sonrió mirando a lo alto y sintió una oleada de calor y bienestar inundando su ser.

– Hola, mamá -dijo en un susurro.

Tomó el tenedor y devoró la deliciosa tarta.


Casi una hora después entraba con seguridad en el vestíbulo de las oficinas de Industrias Allman. Allí se cruzó con su hermana Jodie, que salía del departamento de recursos humanos.

– ¿Dónde te habías metido? -le preguntó ella-. Papá está aquí. Tiene a todo el mundo en la sala de juntas. Los ha estado felicitando y contemplando el trofeo. Está más contento que un cerdo revolcándose en el barro. Tienes que subir allí y participar en las celebraciones.