Suspiró y continuó mirando fijamente el agua. El reflejo de las luces multicolores constituía una visión de lo más hipnótica y agradable. Sintió la suave brisa presionando la sedosa tela de su falda contra las piernas.

– Me encanta San Antonio -dijo en un susurro, más para sí misma que para que lo escuchara nadie.

Rafe la miró mientras ella se colocaba el chal alrededor de los hombros.

– Cuando era pequeño me parecía una ciudad enorme -comentó él-. Y ahora me da la impresión de ser más un pueblo grande que una gran ciudad.

– Eso es lo que me gusta de este sitio. Que puedes llegar a conocerlo rápidamente y, sin que te des cuenta, se convierte en parte de ti.

– No he dicho que no me guste. Me gustan las ciudades pequeñas. De hecho, odio las grandes urbes -se defendió Rafe.

Shelley se mordió la lengua. Parecía que él iba a llevarle la contraria sobre cualquier tema. Así que decidió no hablar más.

Ambos siguieron en silencio. Ella lo miró. Rafe seguía observando el agua del río ensimismado, lo que le dio a Shelley la oportunidad de estudiar su rostro. Tenía un aspecto muy masculino y viril, casi descuidado y de rasgos duros. Puramente texano. Recordó lo atractivo que resultaba montando a caballo.

Pero eso formaba parte del pasado, y a Shelley, Rafe nunca le había gustado mucho. Tendría que recordarlo siempre.

De pronto, y como si no hubiera habido un largo silencio entre medias, Rafe continuó hablando con voz suave.

– Mi madre me trajo a San Antonio un fin de semana cuando yo era pequeño. Quería que viera el reflejo de las luces de Navidad en el río.

Le sorprendieron sus palabras, porque parecían sentidas. Había hablado como una persona normal, raro en él. También la extrañó el hecho de que hubieran ido los dos solos a San Antonio, cuando la familia Allman era bastante extensa.

– ¿Sólo vinisteis tú y tu madre? -preguntó extrañada.

– Sólo vino conmigo. Yo tenía unos trece años y mi madre pensó que me merecía algo especial. Creo que intentaba compensarme por el hecho de que Matt fuera claramente el hijo preferido de mi padre -le explicó él.

Rafe se paró de pronto, sin saber por qué le estaba contando todo eso. Y sobre todo a ella, la persona menos indicada.

Quizá fuera porque se conocían desde siempre. Casi habían crecido juntos. Se lamentó de no ser capaz de verla como a una hermana. Lo que sentía cada vez que la veía no tenía nada de fraternal. Sería mejor dejar de mirarla y acabar con el problema.

– Eras el favorito de tu madre -le dijo ella con voz suave.

– ¿Yo? -exclamó sorprendido-. No. Ella no tenía favoritos, era buena con todos.

Siempre que recordaba a su madre la veía con una sonrisa en la boca, la personificación de la dulzura y la paz. Todavía le dolía su pérdida. Para Rafe, ella era perfecta. No le reprochaba nada.

– Era una mujer maravillosa. Demasiado joven para morir -agregó ella-. Y estoy segura de que tú tenías un lugar especial en su corazón. Lo sé.

Shelley recordó con pena aquellos dolorosos días, cuando la madre de Jodie se estaba muriendo debido a las complicaciones de una operación de corazón.

– Pero sólo eras una niña. ¿Cómo podías haber notado cosas como ésa? -le preguntó él mirándola con el ceño fruncido.

– No lo sé, pero lo hice -respondió con una sonrisa.

Rafe se quedó mirándola para luego apartar la vista mientras la sonrisa de Shelley se marchitaba.

La conversación estaba haciendo que afloraran un montón de recuerdos. Había pasado tanto tiempo en casa de los Allman que eran casi su propia familia. Quizás porque, entonces, ella no tenía vida familiar en su casa. Su madre, que era soltera, estaba siempre demasiado ocupada. Y Shelley no tenía más familia que ella. Millie siempre le ocultó quién había sido su padre, por lo que acabó inventándose uno. Se lo imaginaba alto, guapo, amable y cariñoso. El hombre perfecto. Pero nunca pudo tocarlo y su imagen desaparecía siempre como el humo. Uno de los problemas de tener un padre imaginario.

Siempre había sentido un vacío en el corazón. Cada noche rezaba para tener un hermano o una hermana, hasta que se hizo lo suficientemente mayor como para darse cuenta de que eso no iba ocurrir. Y entonces fue cuando se encariñó con los Allman.

– Supongo que no has salido mal del todo, a pesar de haber perdido a tu madre y quedar al cuidado de tu despótico padre -le dijo ella.

– Mi padre no está tan mal -se defendió él encogiéndose de hombros.

– ¿Qué? -Shelley no podía creerse lo que había oído-. Eso será porque ahora ya no puede pegarte, ¿no? Ahora eres más fuerte que él.

Rafe la miró como si estuviera loca.

– ¿Qué dices? No me pegaba tanto.

Rafe se apoyó en la barandilla y se cruzó de brazos. Sabía que nadie lo entendía. Era verdad que su padre había sido duro con él. Pero eso sólo hacía más gratificarte ver la cara de sorpresa de su progenitor cuando conseguía recuperarse.

– El es de otra generación y así era como se hacían las cosas antes. Es un hombre de su tiempo.

Shelley no podía creer que lo defendiera. Jesse Allman era todo un personaje, legendario en la localidad texana de Chivaree, su pueblo natal. Había sido un trabajador incansable, había logrado sacar a su familia de la pobreza y había montado un negocio de lo más lucrativo. Era un genio y un hombre de éxito que se había hecho a sí mismo. Pero no se podía decir que hubiese sido un padre cariñoso y atento.

– Tú no pegarías a un niño, ¿no? -le preguntó ella.

– Supongo que te refieres a dar azotes, ¿verdad? -dijo con resignación-. No, supongo que no lo haría. ¿Y tú?

– Yo nunca voy a tener hijos -contestó ella.

– Ya veo. Estás centrada en llevar tu carrera profesional a lo más alto, ¿no? -preguntó mirándola.

La verdad era que Shelley nunca se había considerado una mujer de carrera, pero suponía que era así. Al fin y al cabo, no era lo peor que la podían llamar.

– Supongo -reconoció de mala gana.

– Bueno, no te va mal. Clay, del departamento legal, me ha hablado bien de tu trabajo.

Clay Branch era su supervisor. Otro pesado con el que tenía que convivir a diario.

– Si me va bien en este concurso quizá me haga finalmente caso y me deje hacer el curso de dirección que llevo tiempo solicitando.

– ¿Quieres ser directora de departamento?

– Lo que quiero es avanzar en mi carrera. Y ésa es la única vía clara que veo, ¿no te parece?

– Supongo -dijo con una sonrisa-. Así que por eso estás tan contenta de poder darme órdenes, ¿eh?

– Yo no me he inventado las normas de esta competición -respondió ella a la defensiva-. Pero tampoco me voy a dejar intimidar por ti. ¿Es que te sientes amenazado, señor jefazo?

Rafe no contestó, pero se movió inquieto, y ambos decidieron seguir caminando. Pasaron al lado de un pequeño bar de copas del que salían las notas musicales de una guitarra acústica. Hacia esa zona del canal había menos gente y menos luces.

– Estuviste viviendo aquí, ¿no?

Shelley asintió con la cabeza. Se sentía incómoda. No le gustaba recordar ese período de su vida.

– Durante muy poco tiempo -murmuró mirando a otro lado.

– Y trabajaste para Jason McLaughlin, ¿verdad?

Su pregunta la pilló por sorpresa. Lo miró de reojo. Se preguntaba cuánto sabría de todo aquello.

Tiempo atrás, los McLaughlin habían sido la familia más poderosa de Chivaree, donde los Allman eran poco más que unos parias. Pero durante la última década las cosas habían cambiado radicalmente y ahora la familia de Rafe era rica y dirigía una empresa que había empujado a los McLaughlin a un segundo plano.

Entre las dos familias había una gran rivalidad. Los McLaughlin se consideraban los más importantes de la ciudad por derecho propio, y pensaban que los Allman eran sólo nuevos ricos.

Por ello le había sido tan difícil a Shelley, que de pequeña había estado tan compenetrada con los Allman, el aceptar un trabajo en la empresa de los McLaughlin. Muchos la habrían considerado una traidora y ella misma no entendía por qué lo había hecho. Había sido una locura aceptar ese trabajo, no había tenido mucho sentido común al hacerlo. Por eso, aún le costaba hablar de esa parte de su vida. No estaba orgullosa de ella.

– Eso fue hace mucho tiempo -se defendió de forma evasiva.

– Sólo hace algo más de un año, ¿no? -dijo él parándose para contemplarla de forma acusatoria-. Así que supongo que esto para ti es una especie de reencuentro, ¿verdad?

– ¿De qué estás hablando? -preguntó tan nerviosa que apenas podía controlar su respiración.

– Acabo de verlo en la lista de participantes. McLaughlin S.A. es una de las empresas que toman parte en la competición -dijo mirándola con extrema dureza-. Jason está aquí, ¿no lo sabías?

– No, no lo sabía -contestó ella sin aliento.

Necesitaba apoyarse en algún sitio. Había recibido una fuerte impresión, pero no podía mostrar sus sentimientos. Sabía que a la empresa de Jason le iba bien, pero nunca tanto como para participar en ese tipo de concursos. «¿Por qué habrán tenido que venir precisamente a éste?», se lamentó.

– ¿Por eso solicitaste venir este año a pesar de que ya habías estado presente en la pasada edición?

Lo miró furiosa, perpleja de que Rafe pensara que lo que quería era estar cerca de Jason McLaughlin de nuevo. Se dio cuenta, avergonzada, de que Rafe sabía que había mantenido una relación con Jason en el pasado. Al fin y al cabo, mucha gente estaba al tanto, así que seguramente hubiera llegado a sus oídos también. No estaba orgullosa de esa relación y la enfurecía que él pensara que estaba intentado volver con Jason.

– No te preocupes, Rafe. No voy a desatender el concurso para perder el tiempo con los competidores. Vamos a luchar todo lo que podamos para que consigas tu ansiado trofeo.

Se giró para seguir andando, pero él la agarró del brazo y la retuvo.

– No hables como si esto no fuera contigo. Nadie más que tú debería entender lo trascendental que es esta competición. Los dos venimos de familias pobres y sabemos lo importante que es luchar y esforzarse para conseguir algo de dignidad.

Shelley miró para otro lado; no le iba a dar la razón ni a participar en su retórico discurso.

– Nosotros no somos como los McLaughlin. Ninguno de los dos. No hemos tenido cubiertos de plata y hemos luchado cada día. Así que supongo que me entiendes cuando te digo lo importante que es que ganemos esto. Y parte del placer estará en darles una paliza a los McLaughlin.

– ¿Darles una paliza a los McLaughlin? -repitió ella despacio.

– Eso es. Ellos siempre han tenido el apoyo de la clase dirigente. Nosotros somos David y ellos Goliat. Tenemos que pelear más.

Era tan típico de Rafe. Siempre luchando e intentando demostrarle a su padre de lo que era capaz. Y verdaderamente era capaz de muchas cosas y casi todo se le daba bien. Era una pena que Jesse Miman no pudiera verlo.

Pero Shelley se negaba a compadecerse de Rafe. Sabía que él estaba pendiente de su reacción. Quería saber que estaba de parte de Industrias Allman y que no iba a desertar para irse con el enemigo. Pero no iba a darle la satisfacción de tranquilizarlo con palabras reconfortantes.

– Pensé que, ahora que Jodie se va a casar con Kurt McLaughlin, las cosas cambiarían. Y la disputa entre las dos familias iría desapareciendo -dijo ella mirando al río.

– La disputa desaparecerá cuando los McLaughlin dejen de ser unos canallas insensibles -espetó él con gran dureza-. Exceptuando a Kurt, por supuesto. Él siempre ha sido diferente.

Ella asintió con la cabeza. Era verdad. Kurt había empezado a trabajar para Industrias Allman hacía unos meses, a pesar de las críticas y el rechazo de miembros de su familia. Poco después, fue Jodie la que se unió a la empresa familiar y el flechazo surgió rápidamente.

Shelley quería mucho a Jodie y sólo deseaba su felicidad. Al principio estuvo bastante preocupada por el hecho de que estuviera saliendo con un McLaughlin. Por experiencia sabía que todos los años de odio entre ambas familias estaban basados en algo más que el simple rencor.

De vuelta al hotel, Shelley seguía pensando en los McLaughlin. Durante un tiempo, había estado tan enamorada de Jason McLaughlin que había sido incapaz de ver claro. Probablemente esa hubiera sido la razón por la que no se dio cuenta de lo imbécil que era hasta que fue demasiado tarde.

Quizá no estuviera siendo justa. El problema no había sido lo imbécil que era Jason, sino su propia inocencia y lo ciega que había estado. Cuando empezaron a salir, no tenía ni idea de que él estuviera casado. Después se enteró de que se trataba de una relación de lo más tormentosa donde las separaciones duraban más que las reconciliaciones. Comenzó su relación con él durante una de esas separaciones y lo creyó cuando le dijo que su matrimonio estaba muerto. Sólo una tonta lo hubiera creído. Todo eran mentiras, una detrás de otra. Estaba demasiado abrumada por la situación y demasiado enamorada de él. No era que no tuviera cabeza, sino que no la había usado en absoluto. Todavía sentía escalofríos al recordar el día que su esposa regresó y descubrió que Shelley se había instalado en su piso. Nunca podría olvidar el desprecio que reflejaron los ojos de aquella mujer. Y lo peor era saber que se tenía bien merecido su menosprecio.