– Bueno, es bastante prometedora, a pesar de que no tiene cien años. Ahora que lo pienso, creo que deberías concentrar todas tus energías en ella. Es la única hija de lord Gatesbourne, y el conde se desharía de una fortuna para asegurarle un título. Especialmente si va acompañado de un joven bien parecido, descendiente de una antigua y relevante familia, y no de un viejo sin dientes que haría llorar a su hija con sólo mirarla.
– Siempre es bueno saber que uno es más deseable que un anciano rechinante y desdentado -dijo Matthew en tono seco.
– Además -continuó Daniel como si Matthew no hubiera hablado-, por lo que he observado, lady Julianne es tímida y amena. No tendrás dificultades para meterla en vereda, y con su vasta fortuna es la mejor candidata.
– ¿Qué me puedes decir de lady Wingate?
Algo vaciló en lo más profundo de los ojos azules de Daniel, algo que desapareció tan rápido que Matthew no lo habría percibido si no hubiera estado mirando a su amigo tan fijamente.
– Lady Wingate no es una buena elección por dos razones. Primera, no tiene suficiente dinero para salvar tu hacienda.
Matthew frunció el ceño.
– Pensaba que Wingate la dejó en una buena situación financiera.
– Gracias otra vez a mi conversación con Jennsen, sé que Wingate la dejó bien establecida con algo de dinero y una casa en Mayfair que compró años antes de su muerte, la única propiedad que no estaba vinculada al título. Se decía que compró el lugar porque, sabiendo lo sinvergüenza que era su hermano, quería dejar a lady Wingate una casa propia, una que no estuviera relacionada con los bienes vinculados al título. -Apretó los labios-. Viendo la trayectoria de su hermano desde que murió Wingate, hizo bien en tomar tales precauciones.
– Bueno, como su situación financiera es lo que aquí importa, es razón suficiente como para que sea inaceptable para mí -dijo Matthew-, pero has mencionado dos razones. ¿Cuál es la otra?
– Lady Wingate permanece fiel a la memoria de su marido a pesar de que han pasado tres años desde que él murió. Durante las conversaciones que mantuve con ella tanto esta tarde como ayer por la noche, es obvio que sigue enamorada de un hombre al que creía un dechado de virtudes, y que aún sigue siéndolo ante sus ojos. Cuando casualmente saqué a colación el tema de las alegrías del matrimonio, hizo constar que no tiene intención de volver a casarse otra vez. Al parecer, su esposo fue su amor verdadero y se siente feliz de pasar el resto de sus días reviviendo los recuerdos que compartió con él en vez de crear unos nuevos.
Matthew clavó la mirada en los ojos de su amigo que, a su vez, miraba su copa vacía con una expresión pensativa.
– Parece que desapruebas su decisión.
Daniel se encogió de hombros.
– Me parece un maldito desperdicio.
– Es obvio que lo amó profundamente.
– Sí. Lo suficiente como para pasarse el resto de su vida venerándolo como si fuera un santo. Y por lo que dicen todos, él, sencillamente, la adoraba. -Se rió sin humor-. Dios me libre de ese sufrimiento. Continuaré con mis vacuas aventuras amorosas en las que mi corazón sigue siendo mío, muchas gracias. -Miró a Matthew-. ¿Y tú? ¿Puedes imaginarte dando tanto de ti mismo a otra persona? ¿Entregarte por entero en cuerpo y alma?
Como Daniel parecía realmente perplejo y raras veces hacía preguntas tan profundas, Matthew lo meditó unos segundos antes de contestar. Al final, dijo:
– He disfrutado de la compañía de muchas mujeres hermosas, pero ninguna de ellas me ha hecho sentir una devoción tan profunda como la que has descrito. Por lo tanto, creo que si uno es lo suficientemente afortunado para encontrar ese sentimiento, sería tonto si lo descartara.
»Yo, sin embargo, no puedo permitirme el lujo de pasarme el tiempo buscando por todo el mundo a una mujer perfecta que lo más probable es que ni siquiera exista.
– En ese caso, lady Julianne es la candidata apropiada.
Una imagen de la bella heredera rubia pasó por la mente de Matthew, y por razones que no pudo explicar, una oleada de hastío lo atravesó. Ella era, en todos los aspectos, la respuesta a sus plegarias. Todo lo que tenía que hacer era encandilarla, cortejarla y pasarle por las narices su título. Sin duda alguna podía hacerlo, y de una manera diligente. Por el entusiasmo con que la madre había aceptado la invitación a su casa de campo, suponía que sus pretensiones no serían rechazadas.
Suspiró.
– Sólo una candidata apropiada de tres posibles.
– Sí. No hiciste un trabajo demasiado bueno al investigar a tus potenciales prometidas.
– Tenía la cabeza en otra parte. -Claro, en su maldita búsqueda-. Me concentraré en lady Julianne, pero quizá sería mejor arriesgarme un poco más e invitar a otras posibles candidatas. ¿Alguna sugerencia?
Daniel lo consideró y sugirió:
– Lady Prudence Whipple y lady Jane Carlson podrían satisfacer tus requisitos. Ni una ni otra son particularmente atractivas, pero lo que les falta de encanto y conversación, lo compensan de sobra con su fortuna.
– Excelente. Extenderé las invitaciones.
Inquieto, Matthew se levantó y caminó hacia las puertas francesas. Los rayos del sol entraban por los cristales, creando haces de luz donde flotaban suavemente las motas de polvo. Desde su ventajosa posición podía ver una amplia zona de césped suave y frondoso, parte de los jardines y una esquina de la terraza. Su mirada se detuvo allí, donde, en una gran mesa redonda de hierro forjado, sus invitadas tomaban el té, charlando y riéndose juntas. Todas excepto…
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba la señorita Moorehouse? Un movimiento en el césped atrajo su atención, y como si con el simple hecho de pensar en ella la hubiese invocado, allí estaba ella de pie, retozando en la hierba con Danforth. La observó lanzar un palo que Danforth fue a buscar a toda velocidad como si de un buen trozo de carne se tratara.
Su mascota brincó hacia arriba y atrapó limpiamente el palo en el aire, luego trotó hacia la señorita Moorehouse y dejó caer la vara a sus pies. Entonces su perro, que no tenía ni un pelo de tonto, se dejó caer sobre el lomo y expuso el vientre para que lo acariciase.
Incluso desde esa distancia pudo ver la radiante sonrisa en la cara de la señorita Moorehouse, casi podía oír su risa cuando se arrodilló en la hierba, sin importarle ensuciar el vestido, y le dio a Danforth un masaje en condiciones. Luego se puso de pie, cogió el palo y se lo lanzó otra vez.
– ¿Y la señorita Moorehouse? -dijo.
– ¿Quién? -preguntó Daniel desde donde estaba sentado a sus espaldas.
– La hermana de lady Wingate.
Oyó crujir el sillón cuando Daniel se levantó. Segundos más tarde se unió a Matthew en la ventana y miró a la mujer y al perro haciendo cabriolas sobre el césped.
– ¿La solterona de las gafas? ¿La que siempre está sentada en un rincón con la nariz enterrada en un bloc de dibujo?
«La metomentodo de ojos grandes, hoyuelos profundos y labios exuberantes.»
– Sí, ésa. ¿Tienes alguna información sobre ella?
Sintió la mirada especulativa de Daniel pero la ignoró.
– ¿Qué deseas saber? Y más importante aún, ¿por qué deseas saberlo? Es sólo la dama de compañía de lady Wingate y no es una heredera. Su padre es médico.
– Eso no impidió que Wingate se casara con su hermana mayor y la convirtiera en vizcondesa.
– Nooo… -dijo Daniel lentamente, como si le hablara a un niño-. Pero la señorita Moorehouse, aunque estoy seguro de que es una mujer bastante agradable, no posee la belleza necesaria para inspirar la misma devoción que consiguió su hermana. Ni tampoco, por lo que he visto, la gracia. No puedo imaginarme que haya vizcondes vagando por ahí deseando convertirla en su vizcondesa. Especialmente, si no tiene dinero.
– Así que según tú el dinero es tan importante como el respeto y la belleza.
– Sí. El dinero y las fuerzas del mal.
– No te preocupes. El único interés que tengo en esa mujer es lo que puede o no saber. -Le contó a Daniel su conversación matutina con la señorita Moorehouse, concluyendo con-:… tiene secretos. Quiero saberlos.
– Comprendo. Pero ten cuidado, amigo. Los dos sabemos que las de su clase, solteronas solitarias, secas y desesperadas, verán más de lo que hay en cualquier atención que le demuestres. Probablemente eres el único hombre que le ha prestado atención durante más de cinco minutos. No sería de extrañar que ya estuviera medio enamorada de ti.
– Lo dudo. Parecía más desconfiada que enamorada. -De repente se le ocurrió que según la teoría de Daniel sobre que en la oscuridad todas las mujeres eran iguales, aún le faltaba por ver a la señorita Moorehouse a la luz del día. Y por razones que no podía explicar, no podía esperar a verla. Si su intención era conseguir algún tipo de información sobre jardinería, no tenía más remedio que convertirse en su amigo.
Sí, indudablemente, ésa era la única razón. Aliviado de haber encontrado una explicación para su deseo de volver a verla, se volvió hacia Daniel.
– Creo que ha llegado el momento de unirme a mis invitadas.
Sarah fue consciente de él en el mismo momento en que salió a la terraza seguido por su amigo, lord Surbrooke. No importaba cuánto intentara concentrarse en jugar con Danforth, la mirada se le desviaba continuamente a la terraza. Y le parecía que cada vez que miraba descubría a lord Langston mirándola a su vez, lo cual la hizo sentir una incómoda calidez. Caramba, incluso sentía el calor en el cuero cabelludo, lo que como bien sabía, hacía que sus rizos ya incontrolables de por sí se rizaran aún más. Incluso cuando le volvía la espalda al grupo para lanzar el palo, intentaba identificar su profunda voz de entre los distintos murmullos que llegaban hasta ella.
Decidida a poner distancia entre ella y la tentación de oír su voz o ver sus ojos, tiró el palo hacia la esquina de la casa, luego, recogiéndose las faldas para no tropezar, corrió detrás de Danforth que iba a toda velocidad delante de ella. Cuando llevaba tres lanzamientos, había doblado la esquina y la terraza había quedado fuera de su vista.
Aliviada por razones que no podía comprender, se puso en cuclillas y le ofreció a Danforth las caricias que esperaba cada vez que recuperaba el palo.
– Oh, no tienes absolutamente nada de feroz -le canturreó con dulzura, riéndose del alegre perro-. Desearía que mi Desdémona estuviera aquí. Creo que os llevaríais muy bien.
– ¿Haciendo de casamentera, señorita Moorehouse?
El corazón se le aceleró ante el sonido de la familiar voz masculina justo a sus espaldas. Miró por encima del hombro, pero no pudo distinguir sus rasgos ya que el sol le daba de frente.
Volviéndose al perro, le dijo:
– Sólo le decía a Danforth que él y Desdémona se caerían bien.
Él se agachó al lado de ella y palmeó el robusto flanco de Danforth, haciendo que el perro se retorciera de deleite.
– ¿Y eso por qué?
La mirada de Sarah se concentró en la mano grande de Matthew, en los dedos largos que acariciaban el oscuro pelaje del perro. Era una mano muy fuerte y capaz. Y sorprendentemente morena para pertenecer a un caballero. Uno que estaba claro que era capaz de sentir ternura al deslizar la mano por el pelaje del perro. ¿Sería esa mano capaz de cometer actos siniestros? Viendo el afecto que sentía por su perro era difícil imaginarlo. Bueno, también era cierto que podía fingir sus afectos igual que fingía sobre sus conocimientos de jardinería, así que tenía que andarse con cuidado.
– Son de temperamento similar. La echo mucho de menos.
– Debería haberla traído.
Sarah no pudo evitar echarse a reír.
– No es un perrito faldero, milord. Aunque intenta convencerme de ello al menos dos veces al día. Apenas había sitio en el carruaje para mi hermana, para mí y para nuestro equipaje, mucho menos para una perra de ese tamaño.
– No se ha unido a los demás para tomar el té. ¿Por qué? -Sintió el peso de su mirada sobre ella y se volvió para mirarlo. Se quedó impactada ante la penetrante mirada de sus ojos color avellana; una mezcla fascinante de castaño, verde y azul, salpicados con motas doradas. Eran unos ojos inteligentes, agudos y muy despiertos, aunque detectó un ligero indicio de hastío en ellos, ¿Sería producto de alguna pena que lo entristecía? ¿O quizás era producto de la culpabilidad? ¿Y esa culpabilidad estaría relacionada con esos paseos nocturnos con una pala?
Imposible saberlo. Pero lo que sí estaba claro por su expresión interrogativa, era que él le había hecho una pregunta. Aunque no lograba recordarla. Una mirada a esos ojos, a no más de medio metro de ella, y ya había perdido el hilo de la conversación.
El rubor comenzó a subirle por la nuca como siempre que se avergonzaba. Sabía que en unos segundos ese rubor le cubriría las mejillas, delatando su vergüenza.
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