Recorrió la habitación con la mirada, notando el fuego que ardía en la chimenea e iluminaba la estancia con un cálido tono dorado. La gran bañera de cobre estaba situada delante del hogar. El sofá de cuero y los sillones a juego también estaban cerca de la chimenea. Los muebles eran de caoba. Un armario, un lavamanos y varias cómodas. La enorme cama con el cubrecama azul marino pulcramente doblado. Las mesillas de noche que flanqueaban la cama. El escritorio del rincón y un atril de lectura. Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija en el atril que sostenía un libro con cubiertas de cuero, pero contuvo las ganas de examinarlo y desplazó su atención hacia el armario y las cómodas. ¿Dónde estarían las camisas de su señoría? Apartándose de la puerta, se encaminó a la cómoda más cercana. Asiendo el tirador de latón, abrió el cajón superior.

Ante sí encontró un montón de camisas pulcramente dobladas.

Una risita entrecortada se le escapó de los labios y rápidamente agarró la camisa de arriba. ¡Por Dios, sí que había sido fácil!

Cerró el cajón y apretó firmemente el tesoro contra su pecho. De nuevo, el delicioso olor de lord Langston invadió sus sentidos. Se quedó paralizada y bajó la vista a la camisa blanca. Había algo perturbador e íntimo en ver la tela blanca apretada contra sus pechos. Como en un sueño levantó lentamente la prenda. Luego, cerrando los ojos, enterró la cara en la suave tela e inspiró profundamente.

Una vivida imagen de él surgió en su mente: cuando caminaba hacia ella esa tarde con los rayos cálidos del sol arrancando destellos de su espeso pelo oscuro. Su perezosa sonrisa. Las arruguitas de sus ojos cuando se reía. Los ojos color avellana, los cuales, incluso cuando se reía, le parecían tristes de alguna manera. Su voz profunda…

– Eso será todo, Dewhurst -dijo la profunda voz de lord Langston en el pasillo-. Buenas noches.

– Muy bien, milord. Buenas noches.

«Dios mío.»

Sarah levantó la cabeza tan rápido que casi se le cayeron las gafas. Miró frenéticamente a su alrededor, buscando un escondite, pero a diferencia de su habitación, allí no había biombos. Sin mucho donde elegir, y sin tiempo, se dirigió hacia la pesada cortina de terciopelo que cubría las ventanas. Acababa de esconderse cuando oyó que se abría la puerta. Luego se cerró.

Cerró los ojos con fuerza durante varios segundos y luchó contra el pánico. Qué incordio. ¡Qué hombre tan fastidioso! ¿Por qué no estaba en la salita donde se suponía que debía estar?

Un largo suspiro llegó a sus oídos seguido por el suave crujido del cuero. Al recordar que el sofá de cuero no estaba en dirección a las ventanas, se arriesgó a mirar a hurtadillas por el borde de la cortina.

Lord Langston -su perfil era claramente visible- estaba sentado en uno de los sillones de cuero. Con los codos apoyados en las rodillas y la frente apoyada en las palmas de las manos. Parecía muy cansado. Y triste. Su postura decaída le recordó la manera en que había visto a Carolyn una vez, cuando su hermana creía que nadie la miraba, y se sintió invadida por una repentina simpatía hacia él. ¿Qué lo hacía tan infeliz?

Antes de que ella pudiese hilvanar alguna teoría, él se inclinó hacia delante y se quitó la bota. Luego le siguió la otra. Se puso en pie y para su fascinación -eh…, alarma- comenzó a desvestirse.

Sarah agrandó los ojos y se olvidó de respirar. Parpadeando observó cómo se quitaba lentamente la chaqueta. Luego la corbata, seguida de la camisa.

Oh, Dios… La Sociedad Literaria de Damas Londinenses había elegido, definitivamente, al candidato perfecto para tomar prestada la camisa, porque lord Langston con el pecho desnudo no podía ser calificado de otra manera que no fuera perfecto. Sarah curvó los dedos en el borde de la cortina y deslizó una mirada hambrienta por los anchos hombros. Una oscura mata de vello negro se extendía por el pecho y se estrechaba en una línea que dividía su abdomen plano y musculoso.

Aún seguía empapándose de la extraordinaria vista cuando él comenzó a desabrocharse los pantalones negros. Y, antes de que ella pudiera llenar de aire sus pulmones, él se quitó la prenda.

Si hubiese podido hacerlo, Sarah habría abierto la boca y dado las gracias de que sus globos oculares estuvieran firmemente sujetos a sus cuencas, ya que de otra manera se habrían caído, produciendo un ruido indeseado sobre el suelo.

Lo único con lo que podía comparar a lord Langston era con la escandalosa estatua con la que se había tropezado en casa de lady Eastland durante una velada musical el pasado mes. Tan asombrada se había quedado que lo había grabado en su memoria para dibujar un boceto más tarde, el que había visto lord Langston en el jardín esa misma mañana. El mismo bajo el que había escrito Franklin N. Stein después de que hubieran decidido hacer el Hombre Perfecto. Porque hasta ese momento había creído que la estatua era lo más perfecto que se podía encontrar.

Estaba claro que estaba equivocada. Ahora estaba segura de que no podía haber un espécimen masculino más perfecto que lord Langston. Mientras que la estatua era simplemente un reflejo de la realidad, nada podía haberla preparado para ver a un hombre desnudo real… literalmente en carne y hueso.

Le recorrió el cuerpo musculoso con su ávida mirada, percibiendo las caderas estrechas y las largas piernas, luego se dirigió a su ingle con una fascinante atracción que sólo experimentaba en librerías y jardines. Una intrigante sombra de vello oscuro rodeaba una virilidad absolutamente cautivadora.

«Pero, por Dios, ¿es que no había aire en esa habitación?»

Antes de que pudiese tragar el aire que tan desesperadamente necesitaba, él se giró, invitándola a contemplar una vista trasera igual de fascinante. Santo cielo, no había ni un solo centímetro en ese cuerpo que no fuera absolutamente hermoso.

El deseo de acercarse más, de estudiar cada uno de sus músculos, de tocar toda la piel que estuviera a su alcance fue casi abrumador. Lo cierto era que tuvo que afianzar los pies y agarrarse con fuerza a la cortina para no ceder a la tentación. Se le empañaron las lentes y frunció el ceño, parpadeando con rapidez para hacer desaparecer la molesta neblina que le impedía la vista. Luego se dio cuenta de que aquello se debía a su propia respiración entrecortada contra la tela de las cortinas. Se reclinó un poco y se forzó a cerrar la boca.

Con una gracia que marcaba cada músculo de su cuerpo -lo que provocó que su corazón latiera imparable y se quedara sin respiración-, él se acercó a la gran bañera de cobre. Y por primera vez ella vio las volutas de vapor que se elevaban desde el borde. Abrió de nuevo la boca cuando la comprensión la envolvió como una nube caliente y húmeda.

Estaba a punto de ver cómo un lord Langston -perfecto y muy desnudo- tomaba un baño.

Capítulo 6

Un calor abrasador atravesó el cuerpo de Sarah, y si hubiera podido arrancar la mirada de la figura desnuda de lord Langston, lo más probable es que hubiera bajado la vista para averiguar si su falda estaba ardiendo. Como un olmo viejo, permanecía arraigada a ese lugar sin respirar apenas para no volver a empañar las lentes, y casi sin parpadear, pues ver cómo una de las musculosas piernas de lord Langston pasaba por encima del borde de la bañera era una imagen que no podía perderse.

Por desgracia, su conciencia escogió ese momento para despertar y hacerse notar.

«¡Interrumpe esta denigrante invasión de su intimidad de inmediato! -le exigió su odiosa voz interior-. Aparta la mirada en este mismo instante y dale a ese pobre hombre la privacidad que se merece.»

Lo que ese pobre hombre merecía, decidió Sarah, era una ovación en toda regla. Él levantó su otra pierna y ella ladeó la cabeza para no perderse tan increíble vista. Otra oleada de calor la atravesó. Cielos. Lord Langston había sido ciertamente bendecido. En todos los sentidos.

Su irritante conciencia intentó protestar de nuevo, pero la aplastó como lo haría con un molesto mosquito. Porque la verdad era que no podía dejar de mirarlo. Tenía que vigilarlo. ¿De qué otra manera sabría cuál era el mejor momento para escapar hacia la puerta? Y además, ella era una especie de… científica. De acuerdo, su especialidad era la jardinería y no la anatomía, pero sí que poseía la misma pasión por aprender que un científico. La sed de conocimiento de un científico.

«Sí, y mira lo mal que terminó la búsqueda de conocimiento para el doctor Frankenstein», dijo la socarrona voz interior.

Tonterías. Las cosas habrían ido mucho mejor si el doctor Frankenstein hubiera conseguido que su creación se pareciera a lord Langston. Deslizó la mirada por la forma masculina y apenas pudo contener un suspiro apreciativo.

«Mucho mejor.»

Estaba desarrollando un nuevo conocimiento -y un notable aprecio- por la anatomía propiamente masculina.

Lo observó introducirse en el agua vaporosa, luego vio cómo apoyaba la cabeza hacia atrás contra el borde de la bañera. Después de exhalar un largo suspiro, cerró los ojos.

Sarah lo estudió, notando cómo debido a su estatura, las rodillas flexionadas sobresalían del agua. Aunque sus rasgos estaban relajados, detectó líneas de tensión alrededor de la boca y los ojos cerrados, ¿Qué lo preocupaba tanto que incluso invadía ese momento de paz?

Sarah posó la mirada sobre el mechón de pelo oscuro que le caía sobre la frente y, de golpe, sus dedos ardieron por el deseo que sintió de acariciarlo. Por descubrir si era tan sedoso como parecía. Echó a volar su imaginación y se vio a sí misma caminando hacia él, arrodillándose al lado de la bañera. Pasándole los dedos entre los cabellos para luego deslizados por sus facciones. Memorizando la textura de su piel. La forma de sus labios…

Como si la llamaran por señas, los labios de lord Langston se abrieron ligeramente, atrayendo la atención hacia su boca. A pesar de todos sus esfuerzos por ignorar tales cosas… ¿por qué siempre acababa admirando lo que nunca podría tener? Siempre se había sentido atraída particularmente por los labios de los hombres. Y los de ese hombre eran muy hermosos. Llenos, perfectos y muy atrayentes. ¿Cómo conseguían parecer firmes y suaves a la vez? De nuevo, se imaginó arrodillada al lado de la bañera, delineando lentamente el contorno de la boca con la yema de los dedos, luego se inclinaba hacia delante para rozar sus labios con los de él. Cerró los ojos y contuvo el aliento. ¿Cómo se sentiría su boca contra la de ella? Y su piel… ¿cómo se sentiría bajo las palmas de sus manos? ¿Áspera? ¿Suave?

Una oleada de calor palpitante la atravesó, concentrándose en un punto de su vientre. Era una sensación que reconoció, ya que a menudo la sentía cuando yacía a solas en la cama, en la oscuridad, anhelando… algo. Una sensación que la dejaba inquieta y acalorada, y que la hacía sentir como si su piel encogiera de alguna manera. Cambió de posición ligeramente, apretando los muslos, pero el movimiento no alivió su necesidad en absoluto; más bien sirvió para enardecer esas palpitantes sensaciones.

Abrió los ojos y apretó los dedos sobre el terciopelo de la cortina cuando él extendió la mano para coger una gruesa pastilla de jabón del platito que estaba encima de la mesita al lado de la bañera. Paralizada, lo observó deslizarse el jabón por la piel mojada, lavándose los brazos, el pecho. Luego dejó de verle las manos, probablemente para deslizar el jabón por la parte inferior de su cuerpo, y maldijo a la bañera de cobre por impedirle la vista. Esperando mejorar el ángulo de su visión, se puso de puntillas. Maldición, no servía de nada.

Cuando lord Langston acabó de enjabonarse, volvió a dejar el jabón en el platito, luego se sumergió bajo el agua para enjuagarse, desapareciendo de su vista. Antes de poder tomar una bocanada de aire, él reapareció y se pasó las manos por la cara mojada. Luego se levantó lentamente.

Ella no había creído posible que hubiera nada más perfecto que lord Langston desnudo, pero era obvio que se había equivocado.

No había nada mejor que un lord Langston desnudo y mojado.

El agua resbalaba por su cuerpo, dejando regueros plateados que brillaban intensamente bajo el resplandor del fuego de la chimenea. Que Dios la ayudara, no sabía dónde mirar. No sabía en qué orden recrearse la vista ante el delicioso espectáculo que se mostraba ante ella. Él levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y, con lentitud, se apartó el pelo mojado de la cara.

Sarah se sintió como si fuera engullida por el fuego de la chimenea. La visión de él era tan cautivadora, tan estimulante, tan… excitante que sintió debilidad en las piernas. En verdad necesitaba apoyarse contra la pared si no quería caer derechita al suelo, otra inesperada molestia para una mujer que no se consideraba propensa a desmayarse. Con la mirada fija en él, dio un paso hacia atrás. Una tabla del suelo crujió bajo sus pies. Sarah se quedó paralizada mientras el sonido pareció estallar como un trueno en el silencio de la habitación junto con el frenético latido de su corazón. Su mirada voló a lord Langston, pero estaba claro que no había oído nada, ya que ni siquiera levantó la cabeza ni vaciló en sus abluciones.