Gracias a Dios. Qué humillante sería que la atrapara en su dormitorio, mirando embobada su desnudez, aunque ¿quién podría culparla de mirarlo embobada? El solo pensamiento de que la pudiera descubrir le puso un nudo en el estómago. Sin apenas atreverse a respirar, pisó con cuidado sobre la tabla que había crujido y se sintió llena de alivio cuando no se produjeron más sonidos.

Lo observó frotarse enérgicamente con una gran toalla blanca para luego ponerse una bata azul marino. Una parte de ella suspiró interiormente de alivio al ver que estaba cubierto, deseando que se fuera al vestidor para poder escapar. Pero había otra parte de ella que lamentaba la pérdida de la visión más perfecta que había contemplado nunca. Lo cierto era que no podía esperar a llegar hasta su bloc de dibujo para plasmarlo en papel, si bien sabía que, aunque viviera cien años, no olvidaría lo que había visto. Supuso que debería sentir al menos un ápice de remordimiento por haberse quedado boquiabierta mirándolo, pero lo único que sentía era pesar por que la función hubiera terminado y no haber tenido un telescopio a mano.

O un abanico, por Dios, ¡qué calor hacía allí dentro! Él se aseguró el cinturón de la bata y se dirigió hacía la parte oscura de la habitación en la esquina más alejada de ella. Sarah contuvo el aliento, esperando que él saliera por la puerta que había al lado que, suponía, conducía al vestidor. Oyó que se abría y cerraba un cajón, y segundos después, en lugar de abandonar la habitación como ella había esperado, lord Langston emergió de las sombras y atravesó la estancia con la mirada fija en el escritorio. El escritorio estaba situado a no más de medio metro de su escondite.

¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo? Con la mala suerte que estaba teniendo ese día, lo más probable era que él se pusiera a escribir una carta. Qué incordio de hombre. ¿Por qué no podía sencillamente ir a vestirse como haría cualquier otro hombre que sólo llevara una bata? ¿Y ella creía que era el Hombre Perfecto? Obviamente debía de estar perdiendo la cabeza. Era un memo que le había arruinado una fuga perfecta distrayéndola con su desnudez. Le ardían los ojos, sentía débiles las rodillas, la mente entumecida, la respiración entrecortada ante esa magnífica desnudez. La cual, por cierto, él había tenido la desfachatez, eeeh… la decencia, de cubrir.

Él se acercó al escritorio y ella contuvo el aliento, rezando para que no tuviera intenciones de sentarse y escribir una larga misiva.

Sus oraciones fueron escuchadas.

En lugar de sentarse al escritorio, él cambió bruscamente de dirección y tiró con fuerza de la cortina.

Antes de que pudiera siquiera boquear, el musculoso antebrazo de lord Langston golpeó con fuerza contra su pecho, inmovilizándola contra la pared. Se quedó sin respiración y el impacto le torció las gafas. Percibió el vislumbre indefinido de un filo plateado antes de que el frío metal presionara contra su cuello.

Demasiado horrorizada para moverse, lo miró y sintió como si los ojos se le salieran de las órbitas, si era por la presión de su brazo o por el cuchillo que sostenía contra su garganta, no lo sabía. Una inconfundible sorpresa titiló en la mirada de él, que acto seguido entrecerró los ojos.

– Señorita Moorehouse -dijo con una voz fría totalmente contraria al calor que emanaba de su cuerpo-. ¿Puedo preguntarle qué está haciendo escondida detrás de mi cortina?

El arrebato de cólera que atravesó a Sarah como un relámpago la sacó del estupor y del temor que la paralizaban, dándole fuerzas para mirarlo directamente a los ojos.

– ¿Puedo preguntarle yo a usted qué hace presionando un cuchillo contra mi garganta?

– Me temo que es la manera que tengo de tratar a los intrusos. Le sugiero que se familiarice con la sensación si piensa continuar entrando a hurtadillas en las habitaciones de otras personas.

– No entré a hurtadillas. La puerta estaba abierta. Ahora, con perdón, me gustaría que me soltara y que me quitara ese cuchillo del cuello.

En lugar de liberarla le recorrió la cara con la mirada.

– Me ha estado espiando.

Sintió cómo un rubor culpable comenzaba a subirle desde los dedos de los pies y no le cupo ninguna duda de que en unos segundos toda su piel parecería una enorme mancha rosada.

– No le estaba espiando. Estaba esperando la oportunidad de abandonar su habitación. -Lo que era cierto. Bueno, no podía negar que su acusación tenía cierto viso de verdad. Y también era cierto que si ese hombre no quería que las mujeres lo miraran, no debería quitarse la ropa… nunca. Más bien debería procurar ser un poco más feo. Quizás engordar. O utilizar una máscara horrenda.

– ¿Está armada? -preguntó.

– ¿Armada? Le aseguro que no.

Él se acercó más, hasta que sólo unos centímetros los separaron. Sarah aspiró profundamente cuando sintió que el calor de su cuerpo la envolvía, inundándole los sentidos con su olor a limpio. Una gota de agua cayó del pelo mojado de lord Langton para aterrizar en la clavícula de Sarah, donde serpenteó hacia abajo, cosquilleándole la piel antes de perderse bajo su vestido.

Lord Langston bajó la mirada y luego volvió a levantaría hacia ella.

– ¿Está sujetando algo?

¿Lo estaba haciendo? Ella flexionó los dedos y se dio cuenta de que todavía sostenía la suave camisa blanca. Ah, sí, su camisa… o, como se referiría a eso de ahora en adelante, su perdición.

– Es sólo una camisa.

Él arqueó una de las cejas.

– ¿Qué tipo de camisa?

Por Dios, le resultaba casi imposible respirar, pensar con él tan cerca… Una sensación que de alguna manera tenía poco que ver con el brazo que la apretaba y con la fría hoja que sentía en el cuello, y mucho con el hecho de que sólo la fina tela de la bata la separaba de las manos y del cuerpo desnudo de lord Langston.

Ella tragó, se humedeció los labios y luego dijo con la voz más firme que pudo lograr:

– Le diré qué tipo de camisa es después de que me suelte y ponga el cuchillo en el suelo.

Él vaciló durante varios segundos más, y ella se obligó a mirarlo con su mirada más penetrante…, nada fácil con las gafas colgándole precariamente de la punta de la nariz. Incluso con las caras tan cerca, Sarah no podía distinguir perfectamente los rasgos de él. Aun así, estaba claro por la expresión de lord Langston que desconfiaba de la razón de su presencia en el dormitorio.

Sin apartar la mirada de la de ella, Matthew bajó lentamente el brazo y ella aspiró con rapidez. Luego él dejó el cuchillo encima del escritorio, al alcance de la mano, como bien pudo notar. Sarah se llevó la mano al cuello y presionó los dedos contra la piel donde se había posado la fría hoja. La recorrió un estremecimiento de pies a cabeza, seguido por otro arrebato de cólera.

– Podía haberme cortado la garganta.

– Considérese afortunada de que no lo hiciera.

– ¿Qué clase de hombre amenaza a sus invitados de ese modo?

– ¿Qué clase de mujer se esconde detrás de las cortinas y espía a los hombres mientras toman un baño?

Maldición, ahí la superaba, pero ni en sueños pensaba reconocerlo. Al fin y al cabo la culpa de que se escondiera tras la cortina era de él. Alzando la barbilla, le dijo con su tono más arrogante:

– Sin duda alguna no creerá que yo represento algún tipo de amenaza física para usted, milord.

– No sé qué creer, señorita Moorehouse. No crea que se me pasa por alto el que haya eludido mi pregunta sobre qué clase de mujer se esconde detrás de las cortinas y espía a los hombres mientras toman un baño.

– Como usted eludió la mía sobre qué clase de hombre amenaza a sus invitados con un cuchillo.

Se sintió satisfecha al ver su expresión de disgusto. Bien, estupendo. Aunque aún estaba lejos de cantar victoria. Él se apartó un paso, se cruzó de brazos y le dirigió una mirada helada.

– Sigo esperando una explicación.

Ella se colocó bien las gafas y tomó aliento, pero su olor a limpio le invadió la mente con la imagen de él, desnudo y mojado, apartándose el pelo, y perdió la facultad de hablar.

Al ver que ella guardaba silencio, la apremió:

– Espero una explicación sobre la camisa… ¿Deseaba regalarme esa prenda? O… -Él se movió tan rápida e inesperadamente que ella se quedó paralizada cuando plantó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza, aprisionándola-. ¿O se metió a escondidas en mi habitación para ver cómo me bañaba?

La irritación la sacó del estupor.

– Ésa es una insinuación de lo más impropia, milord. Y la camisa no es un regalo. -Levantó la prenda y la agitó por debajo de su nariz-. De hecho, es suya.

– ¿De veras? Bueno, encuentro muy interesante que me aclare lo que usted considera impropio…, sobre todo cuando se ha colado en mi habitación para espiarme mientras tomaba un baño y robarme la ropa.

– No su ropa. Sólo su camisa.

– Ah. Parece tener un talento natural para dejar las cosas bien claras, señorita Moorehouse.

– Sólo porque usted posee el mismo talento para hacer declaraciones inexactas… Además, su acusación es falsa, yo no robaba la camisa, sólo la tomaba prestada.

– ¿Por qué razón?

– La cogí para un… juego de búsqueda. Es un juego que hemos ideado las otras damas y yo. Sólo una diversión inofensiva.

– Ya veo. ¿Así que pensaba devolverme la camisa?

– Por supuesto.

– ¿Cuándo? ¿En el próximo baño?

«Sólo si fuera la mujer más afortunada de la tierra.» Parpadeó para apartar la imagen de su desnudez. O al menos lo intentó. Y fracasó estrepitosamente.

– Le aseguro que no. Había pensado devolverla cuando no hubiera nadie en el dormitorio. Tal y como se suponía que sucedería ahora. Tengo que decirle, milord, que si se hubiera quedado en la sala donde se suponía que debía estar, esta debacle no hubiera tenido nunca lugar.

– Al parecer está insinuando que esconderse detrás de mi cortina para espiarme es culpa mía.

– Es precisamente lo que estoy diciendo.

Matthew la estudió durante largos segundos, completamente perplejo. Pero su desconcierto no era fruto únicamente de tan escandalosa lógica. No, más bien se debía a que no podía entender por qué encontraba ese cambio tan estimulante. Por qué continuaba aún aprisionándola con su cuerpo, deseando acercarse todavía más a ella. Y por qué ella no le había exigido aún que se apartara.

Rogó a Dios para que ella lo hiciera. Le rogó a Dios para encontrar las fuerzas necesarias para apartarse. No quería estar tan consumido por aquel deseo tan descabellado de tocarla.

Era una locura. Con esa ropa tan sencilla, esas gafas tan gruesas y su naturaleza franca, ni siquiera se acercaba al tipo de mujer por la que se sentía atraído. Y allí estaba, inmóvil, con el corazón desbocado sólo por tenerla cerca. Y tampoco podía mentirse a sí mismo…, mientras estaba en el baño, antes de descubrirla detrás de la cortina, había estado pensando en ella. En esos ojos color miel que encontraba tan fascinantes.

Lo paralizaban. Lo calentaban. La había imaginado acercándose a él, tocándolo. Besándolo. Y ahora, allí estaba ella.

Pero ¿por qué estaba allí? ¿Sería cierto lo de aquel juego? ¿O acaso ella no era -como él ya había pensado- lo que parecía? A menos que fuera una consumada actriz, no poseía ni una pizca de coquetería, pero sabía que guardaba secretos. Parecía inocente, pero dibujaba bocetos muy detallados de hombres desnudos. ¿Añadiría dibujos de él a su bloc? Encontró la idea muy excitante. De una manera irritante.

Aspiró y percibió un leve olor a flores…, una leve fragancia que lo hizo querer acercarse más para captar el esquivo perfume, algo que lo irritó todavía más.

Dirigió la mirada a su pelo alborotado y le ardieron los dedos por el deseo de arrancarle cada horquilla y soltar esos indomables rizos, que ella estaba empeñada en someter, para que formaran una cascada sobre sus hombros. Luego le estudió la cara, fijándose en cada rasgo que tan inexplicablemente se le había quedado grabado en la memoria y que no podía olvidar. Esos labios… esos labios exuberantes que eran más propios de una cortesana que de una solterona. Esos labios que parecían llamarlo como una sirena. Y esos enormes ojos, agrandados por las gafas, que brillaban como si lo estuvieran retando. En verdad, la señorita Moorehouse parecía muy -irritantemente- tranquila, mientras que él se sentía -irritantemente- todo lo contrario a tranquilo.

Apretó la mandíbula. Maldición, eso no le gustaba nada. El sentido común le indicaba que había llegado el momento de sacar a esa molesta mujer de su dormitorio.

Por desgracia, parecía que el sentido común no se había hecho aún cargo de la situación porque en vez de enviarla a su habitación se acercó un poco más a ella. Sonrió para sus adentros cuando observó la aprensión que brilló en sus ojos. Ah… Excelente. No estaba tan serena como parecía.