– Liquidaré mi deuda cuando regresemos a la casa -dijo Berwick con voz cortante.

Thurston y Hartley mascullaron algo parecido, aunque su disgusto era más que evidente. Jennsen asintió conforme.

– Bueno, ha sido entretenido -dijo Daniel con voz alegre-. Por mi parte voy a celebrarlo con un brandy. ¿Alguien me acompaña?

– Un brandy -convino Thurston, sonando como si estuviera rechinando los dientes. Se dirigió hacia Matthew mientras el grupo atravesaba el césped hacia las dianas para recuperar las flechas-. Y una partida de whist con tus preciosas invitadas, Langston.

– Una sugerencia excelente -dijo Hartley-. Unas preciosas mujeres, las tres. Es una lástima que no hayas invitado a más, Langston.

Matthew se contuvo para no mencionar las otras dos invitaciones que había enviado, o el hecho de que Hartley y Thurston habían aparecido inesperadamente con Berwick y desequilibrado de esa manera la balanza entre hombres y mujeres.

– Sí, son todas preciosas -afirmó.

– Lady Julianne, especialmente -dijo Berwick, a sus espaldas-. Es una de las mujeres más bellas que he visto.

Matthew apenas pudo contenerse para no mirar al cielo. Maldición. Lo último que necesitaba era un rival decidido a lograr las atenciones de lady Julianne, especialmente cuando contaba con tan poco tiempo.

Jennsen se giró hacia Hartley y le dijo:

– Has dicho que las tres mujeres son preciosas. Pero hay cuatro…, y sí, todas son preciosas.

Hartley frunció el ceño desconcertado.

– ¿Cuatro? ¿Te refieres a lady Gatesbourne o a lady Agatha?

Matthew se puso rígido. Maldita sea, sabía demasiado bien a quién se refería Jennsen.

– Me estaba refiriendo a la señorita Moorehouse -dijo Jennsen con suavidad. Intercambió una mirada con Matthew, que padeció el mismo examen inescrutable con el que Jennsen había obsequiado a Berwick hacía sólo un momento.

– ¿La señorita Moorehouse? -repitió Hartley en tono de incredulidad-. Sin duda alguna estás bromeando. Es la dama de compañía de lady Wingate.

– Y no es precisamente preciosa -indicó Thurston torciendo el gesto con desagrado.

– A menos que estés a oscuras -añadió Berwick.

– Disiento por completo -dijo Jennsen-. Aunque siempre he creído que la belleza es algo subjetivo.

Sus ojos oscuros desafiaron a Matthew.

– ¿No estás de acuerdo, Langston?

Matthew apretó la mandíbula. Obviamente, Jennsen estaba estableciendo algún tipo de reclamo sobre la señorita Moorehouse, algo que no debería importarle ni molestarlo lo más mínimo, especialmente dada su situación y su necesidad de cortejar a lady Julianne. Pero maldición, lo molestaba. Una oleada de celos, tan indeseada como innegable, lo invadió, y sólo con un gran esfuerzo logró dominarse.

Devolviéndole la misma mirada intensa a Jennsen logró imprimir a su voz una calma que estaba muy lejos de sentir:

– Sí, estoy de acuerdo en que la belleza es algo subjetivo.

Y siempre que pusiera sus ojos en cierta dama, es decir, en lady Julianne, las cosas irían bien.


Después de degustar un brandy en la sala con sus invitados, Matthew logró escabullirse de una partida de billar y se dirigió a su estudio privado. Una vez allí, intentó concentrarse en los libros de cuentas de la hacienda, pero la tarea le resultó imposible y frustrante. Y sin ningún motivo aparente. Con los caballeros en la sala de billar y las damas aún en el pueblo, la casa estaba tranquila. Ni siquiera Danforth roncaba en la alfombrilla junto a la chimenea como solía hacer habitualmente a esa hora del día. No tenía ninguna excusa para no poder aprovechar ese rato y repasar sus finanzas, para ver qué más podía vender y para encontrar la manera de reducir gastos.

Por desgracia, sabía que no importaba cuan duramente se volcara en los libros de cuentas, sólo tenía dos opciones posibles: casarse con una heredera, lo cual era la opción más práctica, o bien continuar con su búsqueda y tener éxito, algo en lo que había fallado el año anterior. Pero incluso si tenía éxito en la búsqueda, el honor le dictaba que tenía que casarse. Y pronto. Y dado que la búsqueda hasta ese momento había sido un fracaso, su esposa tendría que ser una heredera.

Aunque la casa estaba tranquila, no así sus pensamientos. No, sus pensamientos estaban repletos de imágenes de ella. Y de ese apasionado beso que habían compartido. Un beso que de alguna manera había puesto a prueba su autocontrol como ningún otro beso lo había hecho hasta el momento. Quizá porque ella era diferente a todas las mujeres que había besado. A pesar de su escasa experiencia -y así lo creía, pues aunque anduviera pintando hombres desnudos, no parecía una mujer muy experimentada- ella era… natural. Inexperta. Totalmente carente de malicia y vanidad. Y la encontraba irresistiblemente atrayente. Encontraba irresistible eso y esos ojos enormes. Esas curvas deliciosas. Esos labios suaves y plenos…

Se pasó las manos por la cara. Maldición, había querido saber cómo se sentiría ella contra su cuerpo, cómo sabría, y ahora que lo sabía había sido incapaz de pensar en otra cosa desde que ella había abandonado su dormitorio. No cabía duda de que su mala actuación en el campo de tiro con arco era resultado de tal distracción. Esa obsesión por una mujer que en todos los sentidos era opuesta a lo que normalmente le atraía, lo desconcertaba. Siempre le habían gustado las mujeres pequeñas, de voz suave y belleza clásica, o sea, rubias y de ojos azules. Mujeres como lady Julianne. Pero por alguna razón, lady Julianne -que era la heredera que necesitaba- no captaba su atención.

En lugar de ello, había sido cazado por una solterona sin pelos en la lengua, de ojos castaños, pelo oscuro, alta y con gafas; una joven que jamás podría ser descrita como una belleza clásica. Pero había algo en ella que lo tenía obnubilado. Era algo a lo que no podía dar nombre porque nunca lo había experimentado antes. Y basándose en las palabras y el comportamiento de Logan Jennsen, Matthew no era el único que había caído bajo su hechizo. Por todos los infiernos.

Pero a diferencia de él, Jennsen tenía libertad para cortejar a quien deseara. No era que Matthew quisiera cortejar a la señorita Moorehouse. Ni siquiera sería su tipo eliminando el factor «heredera» de la ecuación. Era sólo que esa situación, con ella invadiendo sus pensamientos a cada instante, lo tenía confuso e irritado.

Soltó un suspiro frustrado y ya estaba a punto de centrar la atención en los odiosos libros de cuentas cuando oyó un «guau» familiar. Movió la mirada a las puertas francesas que, abiertas, permitían el paso de la brillante luz del sol del atardecer. Aparentemente, Danforth se había despertado en el lugar que había encontrado para echar la siesta. Probablemente bajo los cálidos rayos de sol en la terraza. Bestia afortunada.

Sonó otro «guau» seguido por una suave risa femenina. Una risa que él reconoció al instante. Una risa que hizo que se enderezara en la silla como si le hubieran pegado una tabla a la espalda.

– Qué perro tan tontorrón, quédate quieto. -La risueña voz de la señorita Moorehouse flotó hasta el interior a través de las puertas entreabiertas que daban a la esquina más alejada de la terraza.

Como en un sueño, él se levantó. Ya había atravesado la mitad de la alfombra Axminster en dirección a las puertas cuando Danforth emergió por la abertura. Con la lengua colgando y agitando el rabo, el perro se dirigió directo hacia él. Saludó a Matthew con tres ladridos ensordecedores, y luego se sentó. Sobre su bota.

Segundos después la señorita Moorehouse apareció en la estancia procedente de la terraza.

– Vuelve aquí, perro travieso. No he terminado…

Su mirada cayó sobre Matthew y sus palabras se interrumpieron como si las hubieran cortado con un hacha. Se detuvo en seco como si se hubiera estrellado contra un muro.

El corazón de Matthew dio un vuelco. Clavó los ojos en ella, observando el sencillo vestido gris y el moño desaliñado del que se habían soltado docenas de mechones brillantes. Un sombrero le colgaba a la espalda, sujeto por las cintas de raso que llevaba atadas flojamente alrededor del cuello. Tenía las mejillas sonrosadas y el pecho agitado como si hubiera corrido una larga distancia.

Sarah se humedeció los labios, un gesto que le hizo apretar sus propios labios para no imitarla. Se ajustó las gafas que se le habían deslizado hasta la mitad de la nariz y luego le ofreció una torpe reverencia.

– Lord Langston, discúlpeme. Pensaba que los caballeros estaban ocupados con el tiro con arco.

– Ya hemos terminado el torneo. Pensaba que las damas se habían ido al pueblo.

– Me he quedado para explorar detenidamente sus extensos jardines. Espero que no le importe.

«No, si no comienza a escupirme nombres latinos de flores.» O a preguntarle sobre las straff wort o las tortlingers.

– En absoluto.

Sarah miró en derredor y frunció el ceño.

– Ésta no es la sala.

– No. Éste es mi estudio privado.

El rubor inundó sus mejillas.

– Oh. Debo pedirle perdón de nuevo. No tenía intención de entrometerme.

Se entrometía de todas maneras. En su privacidad y en su muy aburrido -esto… productivo- trabajo con los libros de cuentas. Debería despacharla, por supuesto. Sin embargo se encontró diciendo:

– No se ha entrometido. Es más, estaba a punto de pedir el té. ¿Le gustaría acompañarme?

Por Dios, ¿de dónde diablos había surgido esa invitación? No había estado a punto de pedir el té. De hecho, aún era muy temprano para que él lo tomara. Era como si hubiera perdido el control de sus labios.

Con sólo pensar en labios, dirigió la mirada a su incitante boca. Intentó no mirarla, intentó apartar la mirada de esos exuberantes labios que sabía que eran cálidos y deliciosos. Vaya, parecía que también había perdido el control sobre sus pupilas.

Ella lo estudió durante varios segundos, como si fuera un acertijo que estuviera tratando de descifrar, luego dijo:

– Tomar el té suena delicioso. Gracias.

Danforth soltó lo que pareció ser un «guau» de aprobación. Probablemente porque el animal sabía que con el té venía su bocado favorito: las rosquillas.

Bueno, puede que eso fuera lo mejor. Después de todo, ¿no había decidido pasar algún tiempo con ella para enriquecerse de su extenso conocimiento sobre plantas, y que lo ayudara en su búsqueda? Sí, lo había hecho. Era necesario que pasase tiempo con ella. Y siempre que fuera capaz de mantener la conversación alejada de las straff wort y las tortlingers, las cosas irían bien. Se recordó que tenía que preguntarle a Paul sobre las straff wort y las tortlingers para que la señorita Moorehouse no volviera a pillarlo desprevenido.

– Póngase cómoda, por favor -dijo Matthew, señalando el conjunto de sillones cerca de la chimenea. Sacó la bota de debajo de Danforth y cruzó la estancia hacia el cordón que había cerca del escritorio. Cuando terminaba de recoger los libros de cuentas, Tildon contestó a la llamada.

Después de ordenar que sirvieran el té en la terraza, Matthew se unió a la señorita Moorehouse junto a la chimenea.

En lugar de sentarse, ella permaneció frente a la chimenea mirando con fijeza el retrato que colgaba encima de la repisa. Él siguió la dirección de su mirada y miró la pintura que nunca dejaba de provocarle un nudo en el estómago.

– ¿Su familia? -preguntó ella.

Él sintió que le palpitaba un músculo en la mandíbula.

– Sí.

– No sabía que tenía un hermano y una hermana.

– No los tengo. Ya no. Murieron los dos. -Las palabras salieron más entrecortadas de lo que hubiera querido, ya que aunque pensaba en James y Annabelle todos los días, rara vez hablaba de ellos. Sintió el peso de la mirada de ella y se volvió en su dirección. La encontró mirándolo con los ojos muy serios.

– Lamento su pérdida -comentó con suavidad.

– Gracias -dijo él por rutina; años de práctica habían conseguido que dominara la pena que una vez lo había mantenido paralizado. Había aprendido a vivir con ella. La culpa, sin embargo, no se había desvanecido nunca-. Ocurrió hace mucho tiempo.

– Pero la pérdida de un ser querido es un dolor que no se cura nunca.

Matthew arqueó las cejas, asombrado tanto por sus palabras como por lo bien que reflejaban sus pensamientos.

– Lo dice como si lo supiera por experiencia.

– Lo sé. Cuando tenía catorce años, mi querida amiga Delia, una chica que conocía desde la infancia, falleció. Todavía la extraño y continuaré haciéndolo durante el resto de mi vida. Y también quería al marido de mi hermana, Edward, como si fuera mi propio hermano.

Él asintió. Ella comprendía su pena.

– Su amiga, ¿cómo murió?

Un profundo dolor brilló en sus ojos y se tomó varios segundos para responder.