Despiertos A Medianoche

Medianoche, 1

© 2007 by Jacquie D'Alessandro

Título original: Sleepless at Midnight

Traducción: María José Losada Rey y Rufina Moreno Ceballos

Este libro está dedicado con mi más profunda admiración y afecto,

a dos mujeres extraordinarias que he tenido el placer de conocer,

aunque, tristemente, por muy poco tiempo:

LuAnn Stanaland y Diane Cegalis,

su fe y su coraje nunca dejarán de inspirarnos a mí

y a todos los que las amaron.

Tuve la bendición de ser su amiga,

y jamás podré olvidarlas.

Siempre vivirán en nuestros corazones.

Y como siempre, a mi maravilloso y alentador marido Joe.

Eres la luz del sol en un día de lluvia.

Y para mi fantástico y precioso hijo, Christopher,

también conocido como Rayo de Sol.

Te quiero, FEAE


Agradecimientos

Me gustaría agradecer a las siguientes personas su apoyo e inestimable ayuda:

A mi editora, Erika Tsang, a quien le encantó el esbozo de este libro y me ayudó a darle vida.

A Liate Stehlik, Carrie Feron, Debbie Stier, Pam Spengler-Jaffee, Brian Grogan, Mike Spradlin, Adrienne DiPietro, Mark Gustafson, Rhonda Rose, Carla Parker, Tom Egner, y a toda la maravillosa gente de Avon/HarperCollins por su amistad, amabilidad y por ayudar a hacer mis sueños realidad.

A mi agente Damaris Rowland, por su fe y sabiduría, así como también a Steven Axelrod y Lori Antonson.

A Jenni Grizzle y Wendy Etherington que se encargan de que nunca me falte langosta, champán, chocolate y tarta de queso. Y a Stephanie Bond y Rita Herron por unirse a la fiesta. ¡Salud!

Mi agradecimiento también a Sue Grimshaw -por el apoyo y por levantarse temprano para la entrevista- y a Kathy Baker, la más extraordinaria vendedora de libros. Y como siempre a Kay y Jim Johnson, Kathy y Dick Guse, Lea y Art D'Alessandro, y Michelle, Steve y Lindsey Grossman.

Un cyberabrazo para las «Looney Loopies»: Connie Brockway, Marsha Canham, Virginia Henley, Jill Gregory, Sandy Hingston, Julia London, Kathleen Givens, Sherri Browning, y Julie Ortolon, y el resto de las «Tentadoras».

A mis recientes y maravillosas amigas con quienes compartí el Levy Bus Tours; gracias por una experiencia fantástica: Pam Nelson, Justine Willis, Kathleen Koelbl, Krystal Nelson, Janet Krey, Emily Hixon, Devar Spight, Susan Andersen, Mary Balogh, Allison Brennan, Pamela Britton, Wendy Corsi-Staub, Gemma Halliday, Candice Hern, Sabrina Jeffries, Susan Kearney, Marjorie Liu, Brenda Novak, Karen Rose, y Gena Showalter. Y mi gratitud para todos los de HarperCollins por darme la oportunidad de participar en ese acontecimiento.

Un especial agradecimiento a los miembros de Georgia Romance Writers y Romance Writers of America.

Y finalmente, gracias a todos los maravillosos lectores que se han tomado tiempo para escribirme. ¡Me encanta tener noticias de vosotros!

Capítulo 1

Un escalofrío de inquietud bajó por la espalda de Matthew Devenport, que dejó de cavar para echar una ojeada al cementerio en penumbra. Con todos los sentidos alerta, aguzó el oído para oír únicamente el chirrido de los grillos y el agitar de las hojas por la brisa fresca cuyo inconfundible perfume amenazaba lluvia.

Las nubes cubrieron la luna, envolviéndola en sombras, algo que era muy favorable para sus propósitos, pero que al mismo tiempo le impedía ver a cualquiera que se acercara, lo que no apaciguaba el inquietante martilleo de su corazón.

Volvió a echar un vistazo a su alrededor, luego se obligó a relajarse. ¡Maldita sea! ¿Por qué ese repentino nerviosismo? Las cosas no estaban saliendo mal. Sin embargo, no podía evitar la extraña sensación que lo había invadido desde que a medianoche había salido de la casa…, la sensación de que alguien lo seguía. Lo observaba.

Un búho ululó, y se le disparó el pulso; apretó los labios para impedir que el tétrico entorno lo asustara. Llevaba meses realizando esas secretas salidas nocturnas y estaba acostumbrado a los sonidos extraños provenientes del bosque en sombras. Con calma, se inclinó y rodeó con los dedos la fría empuñadura metálica del cuchillo que llevaba en la bota. No tenía pensado usar el arma, pero lo haría si se veía obligado. No había llegado tan lejos ni dedicado tanto tiempo a la búsqueda, para permitir que alguien la amenazara.

«¿Búsqueda?» La palabra en sí parecía una burla, y se tragó el amargo sonido que pugnaba por salir de su boca mientras clavaba la pala en la dura tierra. Era mucho más que eso. Durante todo el año anterior, esas malditas aventuras nocturnas se habían convertido en algo más que una búsqueda. Era una obsesión que lo despojaba del sueño, de su tranquilidad de espíritu. Pronto… pronto sabría. De una manera u otra.

Levantando una pesada paletada de tierra, la echó a un lado mientras sus cansados músculos protestaban por el esfuerzo. ¿Cuántas fosas más podría cavar? ¿Cuántas noches más podría resistir sin dormir? Incluso durante el día, cuando tenía que abandonar la búsqueda por temor a ser descubierto, esa tarea seguía obsesionándolo. En estos momentos le quedaba menos de un mes para cumplir su promesa. Y tanto su honor como su integridad requerían que la cumpliera. Había comprometido ambas cosas y, como consecuencia de su insensatez, se negaba a cometer otro error.

«Sí, mejor mantener tu promesa que cometer otra equivocación», se burló una vocecilla en su interior.

Como esas excursiones nocturnas en la oscuridad. Pero ahora, tras intentar con tanto ahínco no fracasar, no podía burlar a su mayor enemigo.

El tiempo.

El tiempo se le agotaba.

Echó a un lado varias paletadas más de tierra y luego se detuvo para secarse la sudorosa frente con la mano. El sudor le resbalaba por la dolorida espalda, y soltó un resoplido de frustración disgustado tanto por esa búsqueda infructuosa como por el hecho de que, irónicamente, su casa estaba ahora llena de invitados, con lo que disponía todavía de menos tiempo para continuar con la búsqueda. Habían llegado en grupo esa misma tarde y se había obligado a sí mismo a soportar su compañía hasta después de la cena, una interminable comida que había llegado a pensar que nunca acabaría.

Maldita sea, no quería tener invitados. No quería que invadieran su casa. Su privacidad. Pero ¿tenía otra elección? Necesitaba una novia, y la necesitaba pronto. Y por Dios, haría cualquier cosa que tuviera que hacer para conseguirla. Se detuvo, miró durante largo rato la fosa que acababa de cavar, y tensó los dedos sobre el áspero mango de madera de la pala. Sí, haría lo que tuviera que hacer.

Como en tantas otras ocasiones de su vida, dejó de lado sus propios deseos y se concentró en la tarea. Tenía que tomar varias decisiones que cambiarían el rumbo de su vida y, a pesar de que no tenía ningún interés en hacerlo, no podía retrasarlo más. Así que, aunque no le gustaba hacer de anfitrión, abandonar la hacienda para ir a Londres en vez de invitar a las candidatas a su casa en Kent le habría hecho perder todavía más tiempo.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un relámpago seguido inmediatamente por el ominoso rugido de un trueno. Las gotas de lluvia le cayeron sobre la nuca. Segundos después el cielo se abrió sobre él. La lluvia caía con una fuerza torrencial, golpeándole la piel como si de agujas punzantes y frías se tratara. Sintió la tentación de encaminarse hacia la casa, de abandonar la tarea, pero levantó la cara y cerró los ojos, deleitándose en el cosquilleo que la fría lluvia le hacía sentir, aunque sólo fuera por unos instantes, como si de esa manera pudiera liberarse de la onerosa tarea que lo había poseído.

Estalló otro relámpago atravesando el cielo oscuro, y abrió los ojos. Durante unos segundos, el rayo iluminó las fechas centenarias de las lápidas de la familia Devenport impertérritas bajo el aguacero. Matthew parpadeó ante la repentina claridad, luego se quedó paralizado cuando descubrió la figura inconfundible de un hombre. Un hombre que se deslizaba por la linde trasera del cementerio. Un hombre al que reconoció inmediatamente.

Maldita sea, ¿qué estaba haciendo Tom Willstone deslizándose a hurtadillas en mitad de la noche por una propiedad privada? ¿Lo habría visto el herrero del pueblo? ¿Habían sido los indiscretos ojos de Tom los que había sentido sobre él un momento antes? Tampoco es que fuera un delito cavar fosas en su propiedad, pero dada la naturaleza de su tarea, Matthew tenía pocas ganas de que lo vieran. La observación conducía a la especulación, y la especulación a interminables preguntas…, ninguna de las cuales querría ni podría contestar.

Otro rayo cruzó el cielo y vio cómo Tom desaparecía en medio de los olmos y arbustos que separaban su propiedad, Langston Manor, del camino que conducía al pueblo de Upper Fladersham. No sabía lo que estaba haciendo Tom allí ni lo que podría haber visto, pero tenía que enterarse. Tendría que ir al pueblo.

Se le puso un nudo en el estómago sólo de pensarlo. No había ido al pueblo desde hacía casi veinte años. No desde entonces…

Interrumpió bruscamente sus pensamientos, no pensaba dejarse llevar por aquellos dolorosos recuerdos. No tenía por qué ser él quien fuera al pueblo. Simplemente haría lo que llevaba haciendo dos décadas: enviaría a alguien en su lugar. Por suerte, Daniel estaba entre los invitados. Su mejor amigo haría el viaje por él.

Sus invitados… Daniel -el amigo en el que más confiaba-, y varios amigos más. Y un rebaño de jovencitas, en el que cada una parecía una réplica de las demás, un grupo de mujeres parlanchinas donde no se distinguían individualidades. Y luego estaban las damas de compañía, mamás con los ojos puestos en el matrimonio o tías con el mismo objetivo, que lo miraban con la misma codicia que unos buitres carroñeros observarían a un cadáver reciente. Si esas defensoras de la virtud conocieran la verdad sobre su vida y sus circunstancias, dudaba que estuvieran tan ansiosas por lanzar sus hijas a sus brazos.

Una risa carente de humor escapó de sus labios, ahogada por el ruido de la lluvia y los truenos. Pero de todas maneras no tenía importancia. Después de todo, había cosas que podían ser pasadas por alto si a cambio se obtenía el título de marquesa de Langston. Esbozó una mueca de disgusto pensando en las joyas de la sociedad que había invitado a su casa. Todas parecían… vulgares. Eran las típicas mujeres de su clase…, flores de invernadero que parloteaban durante horas sobre temas insustanciales como el clima y la moda. A pesar de que cada una de sus invitadas poseía las cualidades necesarias que él buscaba en una esposa, ninguna le había llamado la atención.

Bueno, salvo la que se había sentado en el extremo opuesto de la mesa del comedor. La hermana menor de lady Wingate, que estaba presente en la reunión por insistencia de su hermana. La chica a la que se le habían deslizado las gafas por la nariz. ¿Cuál era su nombre? Sacudió la cabeza, sintiéndose incapaz de recordarlo.

La única razón por la que se había fijado en ella era que la casualidad lo había llevado a mirar en su dirección después de que sirvieran la sopa. Ella se había inclinado sobre su plato, probablemente para disfrutar del aroma. Cuando se incorporó, las lentes de sus gafas estaban completamente empañadas por el vapor de la sopa. Una inesperada risita pugnó por escapársele de la garganta, una risa nacida de la empatía, ya que era lo mismo que le pasaba a él cuando tomaba el té y llevaba puestas las gafas. Imaginó el parpadeo tras las lentes opacas y no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida. Segundos más tarde, con las lentes limpias, sus miradas se encontraron. Algo chispeó en los ojos de la chica, pero antes de que pudiera descifrarlo, apartó la mirada y otro invitado reclamó su atención.

Ah, sí, sus invitados, todos estarían dormidos, confortablemente acurrucados en sus camas. Unas camas calientes y secas. Afortunados diablos.

Parpadeó para aclarar la lluvia de los ojos, luego intentó olvidar la punzada de envidia que lo invadió y clavó de nuevo la pala en la tierra.


– Atención, por favor, prestad atención. Se abre la sesión.

La emoción atravesó a Sarah Moorehouse de la cabeza a los pies cuando dijo con suavidad las palabras que tanto había esperado pronunciar. Estaba de pie al lado de la chimenea de mármol del dormitorio de invitados que le había correspondido en la hacienda de lord Langston, el calor del fuego que ardía en la chimenea se filtraba por la fina bata de algodón y el camisón. Las sombras titilaban en la estancia, pareciendo aún más amenazadoras por los relámpagos, los truenos y la lluvia que golpeaba con fuerza las ventanas oscuras.