Sarah parpadeó, no sabía si sentirse aturdida, complacida o fascinada de que considerara a muchos miembros de su género de la misma manera que ella. No cabía duda de que su opinión, y su manera de expresarla, la asombraban, y pensar que compartían la misma opinión con respecto a ese tema la hizo sentir una calidez que no lograba describir, una calidez que, a pesar de no ser igual, le producía el mismo efecto que el de su cercanía.
La rodilla de lord Langston permaneció tocando ligeramente la de ella, tan ligeramente que supuso que sería algo accidental. Pero la calidez, combinada con el brillo de desafío en sus ojos, le indicaba que él sabía muy bien lo cerca que estaba.
«Aparta la pierna», susurraba la vocecilla interior de Sarah. Sí, era obvio que debería apartar la pierna. Debería echar la silla hacia atrás. Poner algo de distancia entre ellos. Terminar con ese insensato contacto, renegar del calor que se extendía a través de lodo su cuerpo.
Pero su cuerpo la traicionó e hizo exactamente lo que quería hacer…, acercarse más a él. Hasta que sus caras quedaron separadas a menos de cincuenta centímetros.
– ¿Me está diciendo, milord, que usted no forma parte de las tropas de los memos?
– ¿Qué pasaría si le afirmara con toda certeza que no?
– Diría que está mintiendo.
En lugar de ofenderse, él parecía estar divirtiéndose.
– ¿Por qué piensa que soy memo?
– Porque muy de vez en cuando pienso que todo el mundo lo es.
– ¿Incluida usted?
– Oh, especialmente yo. Siempre digo o hago cosas que no debo.
– ¿De verdad? ¿Cuáles?
– Diría que he pecado de memez hace tan sólo unos segundos, cuando he sugerido no sólo que mi anfitrión mentía sino que era un memo. -Eso y permitir que sus rodillas se rozaran. Lo cierto era que el contraste entre su inocente conversación y la «muy inocente» presión de la rodilla de él contra la suya la hacía sentir una especie de calor exultante que nunca había conocido.
Él cambió de posición, aumentando el contacto entre su pierna y la de ella, y su corazón dio un vuelco.
– Encuentro su franqueza muy refrescante -dijo él suavemente.
– ¿En serio? La mayoría de la gente la encuentra abrumadora.
La mirada de lord Langston se volvió seria y buscó la suya.
– Siempre he preferido la cruda verdad a las perogrulladas poco sinceras. Y me temo que dado mi título y mi posición, la mayoría de las veces tengo que padecer perogrulladas poco sinceras. Sobre todo de las mujeres.
– Si esas mujeres elogian su apariencia o su casa, sin duda alguna no puede acusarlas de ser poco sinceras.
Él encogió los hombros.
– Pero ¿qué motivos tienen para hacerlo?
– Me aventuraría a especular que es porque encuentran que ambos, usted y su casa, les resultan muy atractivos.
– De nuevo debo preguntar por qué. Por ejemplo, tanto lady Gatesbourne como lady Agatha se han deshecho en cumplidos hacia mí desde el momento que llegaron. Han elogiado mi persona, mí casa, mi jardín, mis platos, mis muebles, mi corbata, mi perro…
– Sin duda alguna estará de acuerdo en que Danforth es digno de elogios -interrumpió ella con una sonrisa.
– Naturalmente. Sin embargo, cuando lady Gatesbourne se refirió a él como «lindo perrito», Danforth estaba sentado sobre su zapato y ella tenía en la cara una expresión de absoluto horror. Puede que en ocasiones sea un poco memo, pero sé reconocer una adulación poco sincera cuando la oigo.
– Las dos damas sólo se esfuerzan por causar una buena impresión, milord.
– Sí. Porque lady Gatesbourne tiene una hija casadera, y lady Agatha tiene una sobrina casadera. No están interesadas en mí, están interesadas en mi título. ¿Puede hacerse una idea de cómo se siente uno al ser perseguido por esa razón?
– No. No puedo. -La verdad es que ella no tenía ni idea de cómo se sentía uno al ser perseguido. Punto.
– Es… decepcionante. Créame, esas buenas señoras no me elogian porque les guste la porcelana china de la familia o porque mi corbata esté bien anudada.
– ¿Está seguro? Después de todo, la porcelana china de la familia es preciosa.
Él arqueó una de sus cejas oscuras y le dirigió una mirada de fingida reprimenda.
– ¿Está diciendo que mi persona, mi casa, mi jardín y mis muebles no lo son?
Sarah intentó no hacerlo, pero acabó riéndose.
– Parece que ahora es usted el que busca cumplidos.
– Sólo porque usted es muy tacaña ofreciéndolos -dijo él, su tono dolido quedó desmentido por la chispa de diversión que le brilló en los ojos.
Ella se esforzó por no sonreír. Chasqueó la lengua y meneó el dedo delante de él.
– No necesita mis cumplidos. Tiene más que suficiente con las adulaciones que recibe de todo el mundo, no necesita las mías.
– Puede que no necesite sus cumplidos, pero me gustaría tener tan sólo uno.
Ella alzó la barbilla y frunció los labios pomposamente.
– Creo que es mi deber no enaltecer su vanidad.
– ¿Y me está permitido enaltecer la suya?
Ella se rió.
– Le aseguro que no soy vanidosa… -Tanto sus palabras como su risa se vieron interrumpidas cuando él capturó su mano y entrelazó los dedos con los de él.
– ¿No es vanidosa? -dijo él suavemente, mientras le acariciaba la palma de la mano con el pulgar-. Seguramente su amigo Franklin le hace cumplidos.
Ella tuvo que tragar dos veces para aclararse la garganta.
– No habla demasiado.
– Ah. Es un tipo fuerte y silencioso.
– Exacto.
– Entonces, por favor, permítame… -Él le estudió la mano, rozando con la yema del dedo cada uno de sus dedos. La vergüenza que sintió al ver las débiles manchas de carboncillo se evaporó cuando pequeños escalofríos de placer le subieron por el brazo-. Es usted una artista con mucho talento.
El placer la inundó, pero se sintió obligada a corregirle.
– Difícilmente podría llamarme artista…
Esta vez él interrumpió sus palabras tocándole los labios con los dedos. Negó con la cabeza.
– La respuesta correcta para un cumplido, señorita Moorehouse, es «gracias». -Retiró lentamente los dedos de su boca.
– Pero…
– No, «pero», no. -Se acercó más a ella-. Sólo «gracias».
Sus caras estaban separadas ahora por menos de treinta centímetros, y a Sarah le resultó imposible pensar en nada que no fuera eliminar ese espacio.
– Gra-gracias.
Una leve sonrisa asomó a los labios de él.
– De nada. Yo no sé dibujar. ¿Estaría dispuesta a hacer un pequeño boceto de Danforth para mí?
– Estaría encantada. Lo cierto es que estaba haciéndole uno cuando se escapó corriendo para su estudio.
– Y lo siguió.
– Lo hice.
– Y ahora está aquí. Tomando el té. Conmigo. -Cuando él pronunció esas palabras, un ligero estremecimiento la recorrió de pies a cabeza.
– Sí, aquí estoy. -«Con mi rodilla presionando la suya y su mano sujetando la mía. Y mi corazón latiendo tan fuerte que temo que pueda oírlo.»
Lord Langston frunció el ceño.
– ¿Dónde está su bloc de dibujo?
Le llevó varios segundos recordarlo.
– Lo dejé en su estudio. En la silla, al lado de la chimenea.
– Ah, eso explica por qué no lo he visto antes.
– ¿En serio? ¿Por qué?
– Estaba demasiado ocupado mirándola a usted. -Lo primero que se le ocurrió fue que él bromeaba, pero no había ni rastro de burla en su intensa mirada.
Parte de Sarah, la parte soñadora que tan firmemente había mantenido enterrada durante más de dos décadas, esa parte de su alma que siempre había querido oír unas palabras como las que él acababa de pronunciar, luchó por liberarse de su confinamiento. Quería deleitarse con esas palabras, con esa cálida manera que él tenía de mirarla, con la excitación que él la hacía sentir.
Pero luego estaba ese otro «yo», la parte pragmática y carente de sentimientos que no dudó en adelantarse y advertirla con tolla severidad: «Tonta, no permitas que te convenza con esas tonterías ni hagas un mundo de sus palabras.»
Tenía razón. Estaba siendo estúpida. Se aclaró la voz.
– ¿Mirándome? ¿Tengo la cara manchada de carbón?
Él negó con la cabeza.
– No. Lo cierto es que su piel es… -le soltó la mano y le pasó los dedos por la mejilla- extraordinaria.
– Al contrario, tengo un montón de pecas por el sol.
– Ah, sí, esa inclinación que tiene de quitarse los sombreros cuando está al aire libre. Desde aquí, con la luz del sol, puedo ver sus pecas con toda claridad. Pero aun en contra de su opinión, esas diminutas imperfecciones no me disgustan. Más bien me tientan a tocar cada una de ellas. -Matthew le pasó el dedo por la mejilla, acariciándola suavemente y luego lo deslizó por el puente de la nariz.
«Debe de querer algo de ti», la advirtió su vocecilla interior. «Y está utilizando todo su encanto para obtenerlo.» Basándose en sus observaciones, los caballeros a menudo utilizaban la adulación para sus propios propósitos. No podía negar que ella misma había pensado utilizar tal treta con la esperanza de obtener información de él.
Pero ¿qué podía querer lord Langston de ella? Obviamente no podía ser información. ¿Qué podía saber ella que le interesara a él? Y desde luego sus motivos no tenían nada que ver con estar buscando compañía femenina, porque si así fuera, habría volcado sus encantos en quien quisiera, ya fuera Emily, Julianne o Carolyn. No, tenía que haber otra razón.
¿Pero cuál?
No lo sabía, pero tenía que mantenerse alerta. Mantenerse en guardia. Pero por el amor de Dios qué difícil era cuando la estaba mirando de esa manera. Como si fuera algo precioso y raro. Y absolutamente deliciosa.
Él le miró fijamente los labios.
– Cuando estábamos en el estudio… ¿llegué a decirle lo mucho que deseaba besarla?
«¿Llegué a decirle yo lo mucho que yo misma lo deseaba?» Las palabras se precipitaron hacia su garganta, suplicando ser dichas, y tuvo que apretar los dientes para contenerlas. Con el corazón palpitando con fuerza, negó con la cabeza y las gafas se le deslizaron por la nariz. Antes de que pudiera colocárselas de nuevo, él extendió la mano y se las ajustó. Luego, suavemente le ahuecó la mejilla con la cálida palma de la mano.
– ¿Puedo decirle lo mucho que deseo besarla en este momento? -susurró Matthew.
Ella se quedó sin habla. De hecho sus pulmones se quedaron sin aire. Sintió como si una llama ardiente se le extendiera bajo la piel, derritiendo sus entrañas, quemando cada célula de su cuerpo. Un latido sordo pulsó entre sus muslos. Y él ni siquiera la había besado. Apenas la había tocado.
Ella se humedeció los labios y observó cómo los ojos de él se oscurecían con el gesto.
– No puedo ni imaginar por qué desea hacer eso, milord.
– ¿No? -Él frunció el ceño y le acarició el labio inferior con el pulgar-. Quizá sea ésa la razón. Que usted no se lo imagina. Que usted no se lo espera. La encuentro muy refrescante.
– Le aseguro que soy de lo más anodina.
– Permítame que disienta. Pero incluso aunque así fuera, lo es de una manera muy refrescante.
Confundida por completo y halagada a su pesar, se obligó a decir:
– Creo que este sol tan brillante le ha afectado la cabeza, milord. Estoy segura de que con sólo levantar un dedo tendría a sus pies a cuantas mujeres quisiera.
La mirada de él se clavó en la suya con una intensidad que la hizo curvar los dedos de los pies calzados con esos zapatos tan robustos.
– Y si yo levantase un dedo, señorita Moorehouse, ¿la tendría de rodillas a mis pies?
«Al momento.» Las palabras resonaron en su mente, y pareció que apartaban de un plumazo toda una vida de sentido común y decoro. Por Dios, el efecto de ese hombre en ella era absolutamente perturbador, tanto que la asustaba. Ella solía ser sensata, pero en ese instante se sentía todo lo contrarío. Quería que la besara otra vez, lo quería tanto que le dolía. Quería sentir sus caricias. Sentir sus manos sobre su cuerpo y deslizar las suyas por el cuerpo de él.
No debería querer esas cosas. Esas cosas no eran posibles para ella. En especial con un hombre como él. Un hombre que podía tener a la mujer que quisiera. Un hombre del que no se fiaba.
Aun así, ella quería esas cosas. Con una intensidad que la estremeció. Era como si la represa detrás de la que había ocultado todos sus anhelos y secretos tuviera una fuga y la inundara con deseos que tan desesperadamente intentaba contener e ignorar. Quería sentir otra vez la excitación y el asombro que había experimentado cuando la había besado. ¿Tendría otra oportunidad?
«Nunca», susurró la vocecilla de su interior. «No volverás a tener otra oportunidad, jamás con un hombre como éste.»
– Lord Langston, yo…
El sonido de voces que se acercaban interrumpió sus palabras. Mirando por encima de los anchos hombros de él, Sarah vio el grupo que atravesaba el césped. Se inclinó hacia él y dijo:
"Despiertos A Medianoche" отзывы
Отзывы читателей о книге "Despiertos A Medianoche". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Despiertos A Medianoche" друзьям в соцсетях.