El cuerpo de Matthew fue sacudido de pies a cabeza por una sensación desagradable muy semejante a un calambre.
– Sentaré a Jennsen al lado de la preciosa lady Wingate. Eso lo mantendrá ocupado.
Por un fugaz segundo pareció como si Daniel acabara de morder un limón.
– Mejor aún, sienta a Jennsen entre lady Gatesbourne y lady Agatha. Estará ocupado con ambas damas.
Sí. Y eso era justo lo que Jennsen se merecía.
En la cena de esa noche, Matthew se sentó en la cabecera de la mesa con lady Julianne a la derecha y Berwick a la izquierda. Recorrió la mesa con la mirada, observando que Jennsen conversaba con la locuaz lady Agatha que, sin duda, le estaba poniendo al tanto de los morbosos detalles sobre el asesinato de Tom Willstone. Lady Gatesbourne, que estaba sentada del otro lado de Jennsen, observaba al hombre con ávido interés y los ojos le brillaban con codicia mal disimulada. Sin duda calculaba los cientos de miles de libras que valía Jennsen. Una lady Emily muy sonriente recibía los halagos de Hartley y Thurston, los dos habían recobrado el buen humor tras las pérdidas en el campo de tiro con arco.
Daniel estaba sentado junto a la señorita Moorehouse, y Matthew confiaba en que su amigo la tratara lo mejor que pudiera. Todo iba bien. Debería estar relajado y pasando un buen rato, y debería centrar su atención en la hermosa lady Julianne. Pero no lo hacía.
No importaba cuánto lo intentara, apenas podía concentrarse en la conversación. Gracias a Dios, Berwick parecía feliz de hablar, y Matthew le había cedido el peso de la conversación.
Sus ojos se negaban a cooperar y en lugar de mirar a lady Julianne, su atención se desviaba constantemente al otro extremo de la mesa, donde parecía que a Daniel y a la señorita Moorehouse les iba muy bien. En ese momento ella sonrió a Daniel, una sonrisa preciosa que se reflejó en sus ojos risueños tras la gafas. Oyó la profunda carcajada de Daniel y se puso tenso.
Maldita sea, no podía malinterpretar la desagradable sensación que lo embargaba. Eran celos. Quería ser el único al que se dirigiera esa preciosa sonrisa. No a su mejor amigo. Quería ser el único con el que se riera. No con su mejor amigo.
¿Y qué pasaba ahora? Logan Jennsen había dicho algo desde el otro lado de la mesa a la señorita Moorehouse, lo que consiguió que ella le dirigiera una sonrisa radiante. Maldita sea, ella estaba tan deslumbrante como si tuviera una luz interior. Y Jennsen -que se suponía que tenía que estar ocupado con lady Gatesbourne y lady Agatha- miraba a la señorita Moorehouse como si fuera un cazatesoros que acabara de encontrar una cueva repleta de joyas.
Maldito bastardo. Jennsen tenía más dinero que la maldita familia real, no tenía por qué casarse con una heredera. Y por lo que parecía, no tenía ningún tipo de interés en las herederas. No, parecía que sólo tenía ojos para la señorita Moorehouse, a la que esa misma tarde había descrito como preciosa.
Maldito bastardo.
– ¿No estás de acuerdo, Langston?
La voz de Berwick lo sacó bruscamente de sus pensamientos y se forzó a centrar la atención en su compañero de mesa.
– ¿De acuerdo?
– En que lady Julianne está excepcionalmente hermosa esta noche.
Matthew se giró hacia lady Julianne y le dirigió una sonrisa con la esperanza de que no pareciera tan tirante como él se sentía.
– Muy hermosa.
Y era verdad. Con un vestido de noche color melocotón pálido que resaltaba sus delicados rasgos, el pelo dorado y el pálido cutis perfecto, era simplemente impresionante. Sin duda, su padre estaría abrumado con cientos de ofertas por ella. Y lo cierto era que parecía que Berwick estaba ya medio enamorado de ella. Un rápido vistazo a la mesa le confirmó que tanto Hartley como Thurston no le quitaban ojo. No debería tener que pensarse dos veces la idea de cortejarla y pedirla en matrimonio. ¿Qué demonios le pasaba?
De nuevo su mirada se desvió al extremo opuesto de la mesa. A unas gafas y unos enormes ojos de cervatilla. A una sonrisa con hoyuelos y aquellos mechones sueltos de cabello indomable. A unos dedos manchados de carboncillo. A unos labios exuberantes y un vestido gris que de ninguna manera deslucía su aspecto.
Justo entonces Sarah apartó la vista de Daniel y su mirada cayó sobre él. Sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Los murmullos y el delicado tintinear de la cubertería de plata contra la porcelana china se desvanecieron. Durante unos surrealistas segundos le pareció que eran las únicas personas de la habitación y que algo privado e íntimo fluía entre ellos.
El calor lo atravesó como si ella lo hubiera tocado, y aunque intentó con todas sus fuerzas mantener los rasgos impasibles, se preguntó si ella podría haber notado cuánto le afectaba. Luego apareció una mirada inquisitiva en sus ojos, una que le hizo sentirse como si fuera un puzzle que ella intentara resolver.
– Es muy hábil con la aguja y el hilo -dijo lady Gatesbourne, cuya voz destacó sobre todas las demás.
La señorita Moorehouse parpadeó varias veces, como si intentase salir de un sueño. No podía negar que él mismo se había sentido arrebatado por el mismo tipo de trance.
La señorita Moorehouse echó un rápido vistazo a lady Gatesbourne, luego miró al techo. Una carcajada pugnó por salir de la garganta de Matthew, y aunque logró sofocarla no pudo evitar sonreír. Al parecer, lady Gatesbourne ensalzaba, con un tono más bien alto, las virtudes de una modista mientras apuraba grandes tragos de vino.
Seguramente la mujer dormiría, bien esa noche. Con suerte, se dormiría antes de que sirvieran el postre. Por Dios, sólo pensar en esa mujer como su suegra era suficiente para hacerle rechazar toda esa idea del matrimonio. Y desde luego no contribuía a su apetito.
La señorita Moorehouse sonrió y centró su atención en Daniel. Matthew cogió su copa y miró el líquido carmesí, intentando buscar un tema de conversación que tratar con lady Julianne. Cuando por fin se dirigió a ella, le dijo:
– Lady Julianne, ¿ha leído algún libro interesante últimamente?
– Oh, hummm, lo cierto es que no, milord. -Bajó la mirada y se puso a juguetear con la servilleta.
Dios, él había pensado que era una simple e inocente manera de comenzar una conversación, pero ella parecía a punto de desmayarse. Estaba a punto de cambiar al siempre seguro tema del clima cuando ella levantó la vista y dijo de golpe:
– Pero hace poco hemos fundado la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.
– ¿Quiénes?
– Lady Wingate, lady Emily, la señorita Moorehouse y yo.
– Así que una sociedad literaria -dijo él, moviendo la cabeza con aprobación-. ¿Se dedican a leer y discutir las obras de Shakespeare?
La cara de lady Julianne se cubrió repentinamente de rubor.
– Apenas acabamos de fundarla. Libros de ese tipo los trataremos en el futuro, estoy segura.
Maldición, esa joven se ponía colorada hasta por la caída de un sombrero. No es que no apreciara un sonrojo seductor, pero por el amor de Dios, sólo había mencionado libros. No daba la impresión de que ella fuera de naturaleza fuerte. A pesar de todo, se obligó a seguir hablando, aunque decidió cambiar de tema y borrar de la conversación cualquier cosa de índole literaria ya que parecía ponerla al borde del desmayo.
– ¿Podría decirme, lady Julianne, cuáles son sus pasatiempos favoritos?
Ella lo consideró durante varios segundos, luego dijo:
– Me gusta tocar el pianoforte y cantar.
– ¿Lo hace bien?
– Soy mediocre, pero intento mejorar. -Una pizca de picardía brilló en sus ojos-. Sin embargo, si le pregunta a mi madre, le dirá que canto como un ángel y que tengo un inigualable talento para tocar el pianoforte.
Hummm. Lady Julianne no sólo era preciosa, sino modesta. Y al parecer tenía algo de sentido del humor. Ambas cosas eran muy alentadoras.
Aun así, no logró evitar que su mirada se desviara de nuevo al final de la mesa. Y vio que tanto Jennsen como Daniel escuchaban con atención algo que la señorita Moorehouse estaba diciendo. Cerró los dedos alrededor de su copa de cristal e intentó centrarse en lady Julianne.
– ¿Qué más le gusta hacer?
– Leer. Bordar. Cabalgar. Bailar. Lo que suele gustar a las damas.
Sí, lo usual. El problema era que parecía que él había desarrollado una fuerte preferencia -muy poco conveniente- por lo inusual.
– Me encantan los animales -continuó lady Julianne-. Me gusta montar a mi yegua cuando estamos en el campo, y pasear a mi perro por Hyde Park cuando estamos en Londres.
Él se obligó a mantener su errática mirada fija en ella y concentrarse en la parte positiva de lo que había dicho. Que le gustase cabalgar y que le encantasen los animales era algo bueno.
– ¿De qué raza es su perro?
Se le iluminó la cara y mencionó a un perro de raza enana, de esos que emitían pequeños ladridos, destrozaban las alfombras y mordían los tobillos; pequeñas bestias que se apropiaban de los cojines de raso para dormir y eran un constante incordio, y a los que Danforth desdeñaba olímpicamente.
– Cuando regrese a Londres, pienso comprar varios perros más de la misma raza para que mi Princesa de las Flores tenga compañía -añadió con entusiasmo lady Julianne.
Matthew la miró por encima del borde de la copa.
– ¿Llama a su perra Princesa de las Flores?
Lady Julianne sonrió, una sonrisa deslumbrante que sin duda alguna atraía a la mayoría de los hombres como el canto de una sirena.
– Sí. Es un nombre que le va a la perfección. Le encargué a mi modista que le hiciera varios trajecitos con gorritos a juego.
Por Dios. Danforth jamás se lo perdonaría. Podía imaginarse la reacción de su perro si llevaba tal criatura a su casa.
– ¿Le gustan los perros grandes?
– Me gustan todos los perros, pero personalmente prefiero las razas pequeñas. Los perros grandes no pueden sentarse sobre tu regazo, y te manchan simplemente con poner una pata sobre ti. Aunque por supuesto, no asustan a mi Princesa de las Flores. Es muy feroz y no duda en atacar a cualquier perro más grande que ella.
Al instante se imaginó a Princesa de las Flores vestida de tul con un minúsculo gorrito a juego, con los dientes cerrados sobre la cola de Danforth mientras éste le dirigía una mirada infeliz.
La imagen de dicha doméstica que había intentado visualizar en su imaginación se desvaneció como una nube de humo. Lo que era completamente ridículo. Salvo por lo de Princesa de las Flores, lady Julianne era perfecta en todos los sentidos. Perfecta para él en todos los aspectos. ¿Qué más se le podía pedir a una esposa que fuera hermosa, modesta, ocurrente, amena, tímida, amante de los animales y que encima también fuera la heredera que necesitaba? Nada. No podía pedir nada más.
Una vez más su mirada se desvió al otro extremo de la mesa. Y se quedó paralizado. Daniel había abandonado su conversación con la señorita Moorehouse y ahora hablaba con su hermana, lady Wingate, que estaba sentada a su otro lado. La señorita Moorehouse, sin embargo, no parecía un gatito abandonado. No, ella hablaba con ese bastardo de Jennsen que estaba pendiente de cada una de sus palabras como si lo que saliera por sus labios fueran perlas de sabiduría. Esos labios preciosos y llenos. Que acababa de humedecerse justo en ese momento. Una rápida mirada a Jennsen confirmó que él también había visto el gesto. Y le había gustado lo que había visto. Maldita sea.
¿Cuánto tiempo más duraría esa interminable cena?
– ¿Y bien? -demandó Matthew a Daniel en el instante que el último invitado abandonó la sala y se quedaron por fin solos.
– ¿Y bien qué? -preguntó Daniel, acomodándose en el sillón favorito de Matthew ante la chimenea y estirando las piernas.
Matthew intentó reprimir la impaciencia de su voz, fracasando miserablemente.
– Ya sabes. ¿Cómo fue tu conversación con la señorita Moorehouse?
– Muy bien. ¿Cómo fue la tuya con lady Julianne?
– De maravilla. ¿Qué averiguaste sobre la señorita Moorehouse?
– Pues un montón de cosas. ¿Sabías que tiene un extraordinario talento para…?
– El dibujo. Sí, lo sé, Dime algo que no sepa.
– Bueno, iba a decir talento para la conversación. Para conversar de verdad. No sólo porque con ella se puede discutir de manera inteligente sobre una amplia variedad de temas, sino porque sabe escuchar. Con atención. Como si lo que estuvieras diciendo captara todo su interés o fuera importante para ella.
Matthew estaba delante de la chimenea y apoyó el hombro contra la repisa. Una imagen de la señorita Moorehouse cuando esa misma tarde habían hablado en la terraza surgió en su mente: esos ojos enormes fijos en él, la cabeza ladeada como si escuchara sus palabras con suma atención. Como si nada más tuviese importancia.
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