– Sí, lo he observado. ¿Qué más?
– Le gusta observar a la gente. Nota pequeños detalles sobre las personas y las cosas. Me hizo un montón de preguntas sobre ti.
– ¿Qué tipo de preguntas?
– La mayoría sobre tu afición por la jardinería. Es experta en el tema.
– ¿Qué le respondiste?
– Fui ambiguo, le dije que te apasionaba todo lo que tenía que ver con el aire libre. Una de dos, o se interesa en ti de manera romántica (lo que te avisé que podía ocurrir) o sospecha de ti tras haberte visto con esa pala.
Pensar que la señorita Moorehouse albergara sentimientos románticos por él no debería haber provocado que lo atravesara una oleada de calor.
– ¿Averiguaste alguna otra cosa? -preguntó Matthew.
– Le gusta cocinar y hornear utilizando hierbas de su jardín, el que debo decirte, es bastante extenso. ¿Te contó algo sobre las hermanas Dutton?
Matthew negó con la cabeza.
– ¿Quiénes son?
– Son un par de hermanas entradas en años que viven a una hora de camino de la casa de la señorita Moorehouse. Una está casi ciega y la otra necesita bastón para caminar. La señorita Moorehouse va a la casa de las Dutton todos los días, haga el tiempo que haga, y les lleva una cesta de comida que ella misma ha preparado.
Matthew arqueó las cejas.
– ¿Te ha contado eso?
– No. Me lo contó su hermana. Además añadió que la señorita Moorehouse se niega a aceptar dinero de las Dutton. Y que a menudo cocina para otras familias de la zona, en particular para una joven llamada Martha Brown que se quedó viuda hace seis meses. Ya tiene tres niños pequeños y el cuarto llegará en un par de meses. Según lady Wingate, la señorita Moorehouse es una valiosa ayuda para la señora Brown y adora a sus hijos.
La mirada de Matthew se perdió entre las llamas del fuego. Aunque no sabía nada de eso, no lo sorprendía. Describía a la señorita Moorehouse como un alma caritativa. Tampoco lo sorprendía que los destinatarios de su generosidad fueran personas que de alguna manera estaban en la ruina.
– Hay algo… en la señorita Moorehouse -dijo Daniel con suavidad-. No sé cómo llamarlo. Estoy seguro de que la gente lleva comparándola con su hermana toda su vida, una situación que llenaría de amargura a muchas mujeres. Pero ella, en vez de sentirse así, parece haber desarrollado una especial compasión hacia la gente, en concreto hacia los menos afortunados.
– Sí, yo también me he dado cuenta.
– Debo decir que es una cualidad particularmente atractiva, y muy inusual en las mujeres de nuestra clase social. Quizá sea tan especial precisamente porque no pertenece a nuestro círculo social.
Especial. Sí. La había descrito perfectamente.
– Es práctica -continuó Daniel-. Franca, pero no de manera desagradable como lo es lady Gatesbourne. No me da vergüenza admitir cuándo me equivoco, y creo que estaba muy equivocado con respecto a la señorita Moorehouse. No sólo no he descubierto ningún tipo de secreto oscuro, sino que incluso dudo que lo tenga. Lo cierto es que es un soplo de aire fresco. Entiendo que la encuentres tan interesante. A mí también me parece atractiva.
Matthew no quería definir como celos la sensación que lo atravesó, pero no se le ocurría otra palabra. En realidad tuvo que apretar los dientes para no soltar las tres palabras que pugnaban por salir de su garganta.
«Ella es mía.»
Sacudió la cabeza y frunció el ceño. Era ridículo. Maldita sea, ¿qué le pasaba? No era suya. No la deseaba.
Pero en el instante que el último pensamiento atravesó su mente, lo negó. Porque en verdad la deseaba, por Dios, era algo que no podía negarse por más tiempo. Con una intensidad que lo aturdía. Lo que no le convenía en absoluto; simplemente no podía tenerla. No era la mujer a la que tenía que cortejar. Tenía, no, necesitaba enfocar la atención en lady Julianne, una buena amiga de la señorita Moorehouse.
Maldición.
Daniel entrelazó sus manos sobre el estómago y observó a Matthew desde su postura desgarbada.
– Jennsen también piensa que ella es un soplo de aire fresco.
Matthew cerró los puños.
– Sí, lo he observado.
Daniel inclinó la cabeza.
– Supongo que lo hiciste, dado que no apartaste la vista de mi lado de la mesa.
– Para ver qué hacías con la señorita Moorehouse. Aunque vi que hablabas casi todo el tiempo con lady Wingate.
– Es una excelente fuente de información sobre su hermana. Además, no soy capaz de ignorar a una mujer bella, especialmente cuando está sentada a mi lado. -Lo sondeó con la mirada-. Y hablando de la señorita Moorehouse, basándome en lo que observé cuando ella pensaba que no la miraba, ella parece… algo encaprichada. Prestarle más atención sólo servirá para que se haga falsas ilusiones.
Matthew frunció el ceño. Parte de él sabía que Daniel estaba en lo cierto…, prestar más atención a la señorita Moorehouse era una pérdida de tiempo. Pero incluso el simple hecho de pensar en no hacerlo le hacía sentir un gran peso en el pecho.
– Podrías romperle el corazón, Matthew -dijo Daniel quedamente-. Sin duda no desearás hacerlo.
– No. -Daniel tenía razón. Eso…, la atracción o lo que fuera que sentía por ella debía pasar al olvido.
– Bueno. ¿Me dirás ahora cómo fue tu conversación con lady Julianne?
Matthew intentó apartar la imagen de la señorita Moorehouse de la mente.
– Maravillosa. Es hermosa, comedida, de naturaleza dulce y ama los animales.
– Y es una heredera -le recordó Daniel-. Parece perfecta.
– Y lo es.
– Espero que no tengas dudas sobre cortejarla en serio. ¿Viste cómo la miraba Berwick? Está prendado de ella.
Sí, se había fijado. Y no le había importado lo más mínimo. No había sentido ni la más leve punzada de celos.
– Y aunque Thurston y Hartley se deshicieron en atenciones por lady Emily, apostaría lo que fuera a que están prendados también por lady Julianne -continuó Daniel.
Matthew miró al fuego e intentó -lo intentó de verdad- sentir algo de celos al pensar en otro hombre cortejando a lady Julianne.
Y no sintió nada.
Después, la imagen de la señorita Moorehouse, que había logrado alejar de su mente un momento antes, regresó. La imaginó sonriendo desde el otro lado de la mesa a Logan Jennsen, y luego imaginó a ese bastardo de Jennsen tomándola entre sus brazos y besándola. Y sintió que una neblina rojiza le cubría los ojos.
Con una exclamación de disgusto, se alejó de la repisa de la chimenea y se pasó las manos por la cara. Luego se dirigió con paso presto hacia la puerta.
– Ya nos veremos mañana.
– ¿Adónde vas? -preguntó Daniel.
– Voy a cambiarme de ropa y a cavar un poco. Reza para que encuentre lo que ando buscando.
– Suerte. ¿Quieres que te acompañe?
Matthew se detuvo, giró y luego arqueó una ceja en dirección a la figura perfectamente ataviada de su amigo.
– ¿Estarías dispuesto a cavar?
– Pues no. Pero vigilaré gustoso mientras tú lo haces. Hay un asesino suelto por ahí, ya sabes.
– Lo sé. Y gracias por el ofrecimiento, pero prefiero que duermas un poco. Así podrás hacer de anfitrión mañana por la tarde y tendré varias horas más para continuar con mi búsqueda durante el día. Además, convinimos que el asesino de Tom no tiene nada que ver conmigo. E incluso si es así, también llegamos a la conclusión de que probablemente estaré seguro hasta que encuentre lo que ando buscando.
– Estar probablemente seguro no suena prometedor, Matthew. ¿Qué ocurrirá si lo encuentras?
– ¿Aparte de saltar de alegría y gritar como un loco? No te preocupes. Estaré armado. Y me acompañará Danforth, que tiene mejor vista, oído y olfato que tú…, lo digo sin ofender.
– No me ofendes. Estaré encantado de encargarme de tus deberes de anfitrión. No me opongo a pasar el tiempo con un grupo de hermosas jóvenes.
– Excelente. -Reanudó su camino hacia la puerta.
– Matthew… ¿Te das cuenta de que esta búsqueda es con toda certeza una pérdida de tiempo?
Se detuvo y asintió con la cabeza.
– Lo sé. Pero tengo que intentarlo.
– Bueno, ten cuidado, amigo.
Matthew abandonó la estancia y cerró la puerta, luego se dirigió hacia las escaleras, sintiéndose inquieto y de mal humor, y todo por culpa de ella. Excavar sería bueno para él esa noche. Sí, cavaría fosas, montones de fosas que, como todas las anteriores, no servirían para nada. Cavaría hasta quedarse exhausto para no pensar. Hasta que estuviera tan cansado que no ansiara lo que no podía tener.
La señorita Moorehouse.
Maldita sea, sospechaba que iba a tener que cavar un buen número de fosas para lograr eso.
Cuando llegó al último escalón, observó la procesión de sirvientes que cargaban con cubos de agua caliente y humeante. Una de sus invitadas había ordenado un baño. Una punzada de envidia lo atravesó. Un baño caliente sonaba mucho mejor que excavar fosas. Quizás ordenara uno para él cuando regresara.
Estaba a punto de volverse hacia su dormitorio cuando los sirvientes se detuvieron y llamaron a una de las puertas.
– Señorita Moorehouse, traemos el agua para su baño.
Matthew se ocultó con rapidez en un pequeño hueco y se mantuvo fuera de la vista hasta que el último de los sirvientes desapareció en el dormitorio. Cuando el pasillo quedó de nuevo vacío, se encaminó rápidamente a su alcoba con una sonrisa en los labios.
La excavación tendría que esperar un rato.
Ahora mismo estaba mucho más interesado en un baño.
Capítulo 10
Con sólo una bata anudada con holgura, Sarah añadió unas gotas de aceite de lavanda al agua humeante de la bañera situada delante de la chimenea de su dormitorio. Sumergió los dedos bajo la superficie y los movió lentamente notando que el agua caliente necesitaría enfriarse un poco antes de poder meterse. Pero no importaba. Tenía mucho que hacer mientras esperaba.
Girándose, miró al hombre que se sentaba enfrente de ella en el sofá. La tenue luz del fuego arrojaba sombras misteriosas y se le aceleró el pulso sólo con mirarlo. Su ávida mirada se movió sobre él, los hombros anchos y atractivos cubiertos con una inmaculada camisa de lino blanco, la corbata anudada holgadamente, las botas y los pantalones negros. Permanecía completamente quieto, en silencio, como si estuviera esperando a obedecer cada una de sus órdenes. Sonrió.
Franklin N. Stein era realmente el Hombre Perfecto.
Bueno, salvo por el hecho de que su pierna derecha era algo más gruesa que la izquierda. Pero sólo porque se habían quedado sin relleno. Por supuesto, no se habrían quedado sin relleno si no hubieran estado, con esas risitas tan tontas, dotando a Franklin en otras áreas de los pantalones de una manera que no podía ser anatómicamente posible.
Y ése no era el único problema que tenía. El mayor problema era que no tenía cabeza.
Sarah miró frunciendo el ceño al descabezado, pero muy bien dotado, Franklin. No, eso no estaba bien. Carolyn, Emily y Julianne se habían ido a sus respectivos dormitorios después de ayudarla a rellenar y ensamblar a Franklin. Lo había escondido en el armario mientras le llenaban la bañera. Pero no lo había dejado allí después de que los sirvientes se fueran. Sencillamente no podía dejar allí a su creación en unas condiciones tan espantosas mientras se bañaba y dormía.
Cruzando la habitación hacia el armario, tomó su camisón más viejo. Luego se dirigió a la cama y despojó a una de las almohadas de su funda. Después de rellenar la funda con su camisón de lino, le dio forma redonda. Luego colocó la provisional cabeza sobre los anchos hombros de Franklin. Dando un paso atrás, examinó su trabajo.
Un poco lleno de bultos, pero estaba definitivamente mejor. Aunque ahora no tenía cuello. Por supuesto, era mejor eso que no tener cabeza. Pero ahora que tenía cabeza, lo que en realidad necesitaba era una cara.
Y en ese momento una cara -la cara perfecta- se materializó en su mente. Unos inteligentes ojos color avellana. Unos rasgos cincelados. Unos labios llenos que no sonreían demasiado, pero que cuando lo hacían…
Oh, Dios.
Se le aceleró el corazón cuando recordó cómo le había sonreído lord Langston en la cena. A pesar de que ella se había sentado al lado del encantador lord Surbrooke y enfrente del entretenido señor Jennsen, una parte de ella había estado pensando en lord Langston. El cual se había pasado toda la larga cena departiendo con Julianne. Julianne había parecido totalmente aturdida.
Sarah cerró los ojos e intentó contener el indeseado sentimiento que la había atosigado toda la noche, pero le fue imposible contenerse por más tiempo. Los celos la inundaron y, con un gemido, enterró la cara entre las manos.
Como no tenía manera de controlar aquella inútil emoción decidió dejarla fluir, revolcarse en ella durante varios minutos, luego enterraría aquel ridículo sentimiento en la parte más profunda de su alma.
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