Maldición, no quería sentir celos, y en especial, no los quería sentir por una de sus más queridas amigas. Los celos eran una emoción tonta y vacía que no servía para nada, para nada que no fuera ansiar cosas que no podía tener. Como la belleza.

Había aceptado hacía mucho tiempo las limitaciones de su apariencia. En lugar de maldecir inútilmente a las Parcas por no haberla dotado con la extraordinaria belleza que habían otorgado a Carolyn, había concentrado su tiempo y energía en otros intereses como la jardinería y el dibujo. Se había obligado a dejar de lado los sueños femeninos que llenaban la mente de la mayoría de las chicas, sueños poco prácticos sobre el amor, los romances y las grandes pasiones y, al hacerlo, había encontrado una gran satisfacción en los confines de su jardín y su bloc de dibujo. Sus grandes pasiones nada tenían que ver con el romanticismo. Se sentía satisfecha con sus intereses, sus amistades, su mascota, el amor que sentía por la cocina, y estaba contenta con su vida.

Aunque alguna que otra vez, sobre todo cuando permanecía en la cama por las noches sola y rodeada por la oscuridad, una sensación de vacío la embargaba y atenazaba. La hacía ansiar cosas que no tenía, que nunca tendría. El amor -un amor mágico- y una gran pasión. Un marido y unos hijos a quienes amar.

Permitirse tales pensamientos la llenaba de ansiedad y frustración. Tenía una vida satisfactoria, por la que debería sentirse agradecida. Tenía un techo firme sobre su cabeza y, a diferencia de su amiga viuda Martha Browne, nunca le faltaba comida; a diferencia de sus amigas las hermanas Dutton, tenía una excelente salud. Y la mayor parte del tiempo se sentía feliz.

Pero a veces, como ahora, quería más. Quería las cosas que Carolyn había tenido con Edward: amor, magia y pasión. Quería la belleza vivaz de Emily que conseguía que no uno sino dos hombres la agasajaran durante toda la velada. Quería la serena belleza que poseía Julianne. Una belleza que hacía girar las cabezas. Que hacía que un hombre se sentara junto a ella en la cena y que la mirara como si fuera la mujer más bella del mundo.

Sarah se dejó caer en el sofá y presionó las manos con fuerza contra los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. ¡Estúpida! Eran pensamientos estúpidos e inútiles. Sueños ridículos y fútiles que no servían para nada más que para que sintiera una soledad y un vacío que jamás podría llenarse. Necesitaba desterrar esos pensamientos de su mente, enterrarlos en lo más profundo de su alma donde no le podían hacer daño. Ni burlarse. Ni herirla. Hasta la próxima vez que les permitiera salir a la luz.

Exhaló un suspiro trémulo y con impaciencia se secó los ojos. Sintió que algo le presionaba el hombro y levantó la cabeza. Franklin, como si lamentara su estado de ánimo, se había inclinado hacia ella y su hombro de relleno tocaba ahora el suyo. Piedad…, un rasgo precioso en el Hombre Perfecto. Por desgracia, la cabeza llena de bultos había abandonado los hombros y ahora descansaba en el suelo cerca de los pies. La tendencia a perder literalmente la cabeza… No era tan preciosa. Era obvio que necesitaba aguja e hilo.

Con un suspiro, colocó a Franklin en posición vertical, recogió la cabeza del suelo y la colocó de nuevo sobre los hombros. Luego se incorporó y estiró la espalda. Basta. Ya había desaprovechado demasiado tiempo ansiando cosas que no podía tener. Deseando un hombre que nunca podría tener y al que ni siquiera debería desear. Un hombre cuyo interés por ella estaba rodeado por la sospecha y que sería, con toda seguridad, fugaz. Un hombre que, por lo que ella sabía, podía ser un cobarde asesino.

Pero en el instante que ese último pensamiento tomaba forma en su mente, su corazón lo negó con vehemencia. Tenía que existir otra razón para que lord Langston regresara a casa con una pala la noche que habían asesinado al señor Willstone. ¿Pero cuál? Sabía que sus afirmaciones de estar plantando flores nocturnas eran falsas. ¿Sería capaz de algún tipo de experimento similar a los del doctor Frankenstein? Por Dios, seguro que no. Pero eso sólo hacía que volviera a preguntarse lo mismo: ¿qué había estado haciendo esa noche?

Con un sonido impaciente se levantó. Era el momento de dejar a un lado esos pensamientos y meterse en la bañera. Pero antes necesitaba encargarse de Franklin; mejor no dejarlo allí desprotegido mientras ella se bañaba. Después de meterse el cuerpo bajo un brazo y la cabeza bajo el otro, se encaminó al armario y lo escondió en la esquina más alejada. No parecía estar particularmente cómodo, y no tenía la cabeza demasiado erguida, pero dado el reducido espacio, ella no podía hacer otra cosa. Menos mal que no tenía cuello, porque si no por la mañana padecería una tremenda tortícolis.

Cerró las puertas dobles del armario, luego atravesó la estancia, hundiendo los pies desnudos en la gruesa alfombra. Después de dejar las gafas en la mesita junto a la bañera, se desató el cinturón de la bata y se despojó de la prenda, dejándola caer a los pies. Luego, con cuidado, pasó por encima del borde de la bañera de cobre y se hundió lentamente en el agua caliente.

Un «aaah» de satisfacción surgió de sus labios. Doblando las rodillas para compensar el hecho de ser más larga que la bañera, se hundió en el agua hasta que el calor envolvente le alcanzó la barbilla. Luego descansó la nuca sobre el borde de la bañera, cerró los ojos y dejó que la cálida sensación la envolviera. El único sonido de la habitación era el tictac continuo del reloj de la repisa de la chimenea.

El calor vaporoso le aflojó los músculos tensos, y soltó un suspiro largo y profundo de satisfacción. Y recordó de repente otro baño…

Una imagen de lord Langston levantándose de la bañera tomó forma tras sus párpados cerrados. Los regueros de agua deslizándose por ese cuerpo mojado y desnudo. Cómo había levantado los musculosos brazos para retirarse de la cara el pelo mojado. Oh, Dios. No había nada tan perfecto como un baño…, a menos que se observara tomar un baño a un perfecto espécimen masculino.

– No hay nada tan perfecto como un baño… a menos que se observe tomar un baño a una perfecta y hermosa mujer.

Con una boqueada, Sarah abrió los ojos de golpe ante la voz suave, profunda y familiar cuyas palabras reflejaban tan fielmente sus propios pensamientos. Se enderezó de golpe, derramando agua por los bordes de la bañera, y entrecerró los ojos hacia la chimenea. Aunque lo veía algo borroso, no tuvo ningún problema en reconocer a la figura que apoyaba un hombro despreocupadamente contra la repisa de la chimenea. Era lord Langston. Sostenía una larga tela blanca en la mano, y al entrecerrar los ojos se dio cuenta de que era su bata.

Cogió las gafas de la mesa, se las puso y luego cruzó los brazos protectoramente sobre los senos. Al mirarlo, reparó en que él se había quitado la levita y la corbata, llevando sólo la camisa blanca y los pantalones negros. Tenía la camisa abierta en el cuello y se había enrollado las mangas hasta los codos.

Le pareció que el corazón le daba un vuelco. Parecía deliciosamente desaliñado, asombrosamente masculino y diabólicamente guapo. Cuando levantó la mirada hacia la de él, lo encontró mirándola con los labios curvados en una perezosa sonrisa.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó en un susurro siseante.

Él arqueó las cejas y adoptó una expresión inocente.

– ¿No es obvio? La observo tomar un baño. De la misma manera que usted me observó a mí. -Levantó la mano con la que sujetaba la bata-. Y tomo prestada una prenda suya de ropa. Igual que usted me cogió la mía. Es algo insignificante que suelen llamar «ojo por ojo». -Paseó la mirada por sus pechos-. O «diente por diente», si lo prefiere.

No cabía duda alguna de que era la cólera lo que le aceleraba el pulso y le hacía palpitar el corazón a toda velocidad. Apretando las rodillas contra los pechos, le dijo:

– Quiere decir venganza.

El chasqueó la lengua.

– «Venganza» es una palabra muy fea. -Deslizó la mirada lentamente sobre ella y pareció que se le oscurecían los ojos-. Y déjeme decirle que no hay nada feo en la imagen que presenta en esa bañera. Está encantadora. Igual que… una figura de Botticelli.

Le pareció que un rubor le cubría todo el cuerpo, hasta por debajo de las raíces del cabello que, estaba segura, parecía un nido de paloma encima de su cabeza.

– Se está burlando de mí, milord. -«Por Dios, ¿ese sonido jadeante era su voz?»

– En absoluto. Pero en lugar de esconderme detrás de una cortina para observar cómo se baña, cosa que hizo usted, estoy siendo franco y honesto.

Sin apartar la mirada de ella, se alejó de la repisa de la chimenea y acercó una silla a la bañera. Después de extender la bata sobre el respaldo de la silla, se sentó. Con un gesto indolente de las manos, le dijo:

– Por favor, continúe. No me preste atención.

– ¿Que continúe?

– Con el baño. -Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre el borde de la bañera. Sumergió la yema de los dedos bajo la superficie y los deslizó perezosamente por el agua. Un brillo travieso apareció en sus ojos-. ¿Necesita que la ayude a encontrar el jabón?

Pensar en esa mano rebuscando bajo la superficie dejó sin aire sus pulmones. Incapaz de hablar negó con la cabeza, una acción que hizo que se le deslizaran las gafas por la nariz. Antes de que se las pudiera ajustar, él se las quitó y las dejó sobre la mesa.

– Se le empañarán con el vapor -dijo-. Y no las necesitará, tengo intención de quedarme muy cerca.

Ella tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Esto resulta muy impropio. -Parecía que por fin su sentido común hacía acto de presencia.

– No parecía pensar así cuando entró en mi dormitorio y me observó tomar un baño. Éste es el típico caso en que «alguien», no mencionaré su nombre -se acercó un poco y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-, aunque ambos sabemos que me refiero a ti, se fija más en los defectos de los demás que en los suyos propios. Creo que se suele decir: «le dijo la sartén al cazo, no te acerques que me tiznas».

Caray. Por mucho que le fastidiara, no podía negar que tenía razón.

– Pero no es justo. Usted no sabía que yo le observaba mientras se bañaba.

– No. -Una sonrisa diabólica le curvó los labios-. Si hubiera sabido que tenía público, habría hecho que el espectáculo fuera más divertido. -Le rozó la pierna con la yema del dedo, dejándola sin aire y provocándole una oleada de escalofríos-. Tú ya has visto mi función, Sarah. Es justo que yo vea la tuya.

El sonido de su nombre pronunciado con ese tono susurrante, ronco y profundo envió un cálido estremecimiento por su cuerpo. No podía negar que lo había visto, y que era una vista que jamás olvidaría. Sin embargo, por desgracia, se temía que ella no resultaría tan inolvidable. Aunque por la forma en que la estaba mirando…, con esa luz provocativa en la mirada, con esos ojos oscuros, profundos e intensos y el reto que había en ellos, casi podía oír cómo le preguntaba: ¿te atreves?

¿Se atrevería?

Si se lo hubieran preguntado unos días antes, no habría tenido ninguna duda con la respuesta. No era el tipo de mujer que se bañaría desnuda delante de un hombre. Pero algunos días antes, también habría jurado que no era el tipo de mujer que se escondía detrás de una cortina para observar cómo un hombre tomaba un baño. O que soñaría con los besos de un hombre desnudo. Suspiró trémulamente. ¿Dónde estaba su ira ante la invasión de su intimidad? ¿Por qué no le exigía que se marchara de inmediato? ¿Por qué se sentía en ese momento inexplicablemente más viva -salvo esos mágicos momentos que había pasado entre sus brazos- de lo que recordaba haberse sentido nunca? En lugar de decir o sentir lo que debía, guardó silencio, y se dejó llevar por una silenciosa euforia y una excitación que era casi dolorosa.

Ningún hombre la había mirado así. Nunca la habían hecho sentirse así. Jadeante. Imprudente y atrevida. Tan llena de fantasías que no podía nombrar. Tan… viva.

Nadie salvo él.

– ¿Te gustaría que te lavara la espalda? -Su voz era un susurro seductor que la envolvió, instándola a ceder, a aceptar el reto.

Su sentido común intentó advertirla de que se negara, pero su corazón -tan lleno de curiosidad y deseo- ahogó por completo la censura.

Sin protestar, sin apartar la mirada de sus ojos, soltó lentamente una mano de las rodillas y tanteó el fondo de la bañera hasta encontrar la pastilla de jabón. Sacando la mano del agua, se la tendió.

Con los ojos brillantes él tomó el jabón, luego se movió a un extremo de la bañera. Sarah oyó el crujido de las botas cuando él se arrodilló detrás de ella.

– Inclínate hacia delante -le ordenó con suavidad.

Con una punzada de excitación hizo lo que le decía, cerrando los brazos alrededor de las piernas dobladas y apoyando la barbilla sobre las rodillas. Las manos de Matthew vertieron agua caliente sobre sus hombros y luego comenzó a tocarla de una manera que sólo pudo describir como mágica. Deslizó lentamente las palmas jabonosas y los dedos de arriba abajo por su espalda, por sus hombros, masajeándolos y produciendo una de las sensaciones más maravillosas y relajantes que hubiera experimentado nunca. No pudo evitar el gemido de puro placer que salió de su garganta más de lo que podía evitar un nuevo amanecer.