– ¿Te sientes bien? -preguntó Matthew mientras Sarah sentía su cálido aliento en la nuca.

– Sí. -Dios mío, sí. Era algo más que sentirse bien.

– Tienes una piel muy bella. Increíblemente suave. ¿Sabías que éste… -deslizó los dedos hacia abajo por la columna vertebral, por debajo del agua, hasta el hueco de su espalda- es uno de los lugares más sensibles del cuerpo de una mujer?

Sarah tuvo que tragar dos veces para que le saliera la voz.

– Lo… creo.

Los dedos de él continuaron la lenta caricia, y ella ya no supo qué decir. Sólo podía sentir. Escalofríos de placer atravesaron su cuerpo, y cada respiración se transformó en un suspiro placentero. Sus manos subieron lentamente, luego le vertió agua por la espalda y los hombros para aclarar el jabón.

– ¿Más? -preguntó él suavemente.

«Dios, sí. Por favor, sí. No te detengas nunca.» Lo cierto era que parecía que toda su existencia se resumía en esa palabra.

Una parte de ella intentaba protestar, intentaba decirle que tenía que detener esa locura. Pero ya había llegado muy lejos. Aquello era completamente impropio. Y podía conducir al escándalo. A la ruina. Pero su cuerpo se negaba a perder aquellas sensaciones maravillosas que lo recorrían.

– Más -dijo por fin ella.

Tomándola ligeramente por los hombros, la instó a reclinarse. Ella obedeció, pero la modestia la obligó a cruzar las piernas y a colocar los brazos sobre los pechos.

Segundos después las manos jabonosas comenzaron su magia una vez más, esta vez le masajearon un brazo, apartándolo de los pechos y acariciándolo hasta la muñeca. Los ojos se le cerraron cuando él le acarició cada dedo hasta que se sintió completamente laxa. El otro brazo se apartó de los pechos por voluntad propia, y recibió el mismo tratamiento. Después él volcó su magia en el cuello, luego se abrió camino lentamente hacia abajo, por la clavícula hasta la parte superior de los pechos.

Sarah se forzó a abrir los párpados y observar cómo sus manos se deslizaban por la curva de sus pechos. Se quedó sin aliento e involuntariamente arqueó la espalda. Los pulgares de Matthew rozaron con ligereza los pezones que se endurecieron hasta convertirse en unas cimas tensas y arrugadas, que suplicaban más caricias sensuales. Con arrobamiento, ella observó esos largos dedos sobre sus senos mojados; cómo giraban y tiraban levemente de los pezones, consiguiendo que gimiera. La imagen de sus manos sobre ella, de su piel oscura contra la suya, la hizo suspirar y sentir como si su cuerpo estuviera quemándose. Los pliegues entre sus piernas estaban excitados e hinchados, y dolían por la necesidad de ser tocados. Ella se retorció, juntando los muslos, pero en vez de aliviarla el movimiento sólo sirvió para inflamarla más.

Él continuó rodando los pezones entre los dedos y tirando suavemente de ellos.

– Tu piel es pura seda bajo mis manos, Sarah. Tan suave y cálida.

Sus palabras le acariciaron la oreja. Ella giró la cabeza, buscando, tanteando, y en ese momento sus labios encontraron los de ella. Gentiles, persuasivos. Demasiado suaves. Ella quería más, necesitaba más.

Con un suspiro ella abrió los labios y él profundizó lentamente el beso. Sarah sintió como si él se hundiera en ella y que ella se perdía en él. La sensación de su lengua tocando la suya, de sus manos acariciándole los pechos, la llenó de una urgencia cada vez más ardiente que crecía y exigía algo… algo a lo que no podía dar nombre pero que quería desesperadamente. Algo que necesitaba. Una dolorosa necesidad imposible de negar.

De pronto, sus manos y sus labios desaparecieron, y ante el repentino abandono emitió un gemido de protesta. Antes de que ella pudiese preguntarle, él se puso de pie al lado de la bañera, mirándola. Aunque no podía verle la cara con claridad, podía oír su jadeante respiración.

– ¿Más? -preguntó él con un ronco susurro.

Sarah clavó los ojos en él, en ese hombre que en tan sólo unos días había alterado sus emociones de una manera que nunca hubiera creído posible. Su mente, su corazón y su cuerpo doliente suplicaban más. Pero ¿se atrevería a pedirlo?

Si le decía que sí. ¿Lamentaría su decisión por la mañana? Tal vez. Pero en su corazón sabía que lamentaría más perder esa oportunidad que nunca había soñado tener.

– Más -susurró ella.

Él le tendió las manos, y con la decisión firmemente tomada, Sarah se las agarró. Con suavidad él tiró de ella hasta levantarla. De pie delante de él, con el agua resbalándole por la piel, permaneció inmóvil mientras la mirada del marqués se deslizaba lentamente por su figura mojada. Un rastro de calor seguía a su examen, como si unas diminutas llamas surgieran al paso de su excitada mirada eliminando toda modestia.

Cuando sus ojos se encontraron, él susurró:

– Perfecta.

No era la palabra que habría usado nunca para describirse a sí misma. No era la palabra que habría imaginado que le diría un hombre. Su corazón latió rápidamente en respuesta, luego él se estiró para alcanzar y quitarle las horquillas del pelo, dejándolas caer sobre el agua. Los rizos rebeldes cayeron libres hasta rozarle las caderas. Luego, lentamente, él introdujo los dedos entre los mechones.

– Perfecta -repitió-. Si Botticelli pudiera verte, te reclamaría como su musa. No puedo más que compadecerle de que nunca vaya a tener el placer.

– No puedo encontrar ni una sola razón para que diga eso.

– ¿De veras? Dijiste algo parecido en mi dormitorio cuando te dije cuánto deseaba besarte. Así que te contestaré lo mismo: no te preocupes. Yo encontraré suficientes razones para los dos.

Le rozó con la yema del dedo la base de la garganta y deslizó la mano hacia abajo. A Sarah se le cerraron los ojos. Apretando las rodillas, se concentró en la mano de Matthew, sintiendo los cálidos escalofríos que le recorrían la piel. Las caricias lentas y suaves despertaron cada célula de su cuerpo, provocándole un estremecimiento tras otro. Cuando él ahuecó la palma de la mano sobre sus pechos, jugueteando con sus pezones, ella emitió un largo suspiro.

– Abre los ojos, Sarah.

Ella abrió los párpados y miró los hermosos ojos color avellana, oscurecidos por una inconfundible pasión que nunca había imaginado ver. Una pasión que nunca había creído poder inspirar.

Él se acercó un paso e inclinó la cabeza. Con la lengua rodeó uno de los pezones, y luego cerró los labios sobre la sensible punta, succionándola suavemente. Sarah se quedó sin aliento ante el íntimo acto que le puso un tirante nudo de placer en el vientre. Levantando las manos, entrelazó los dedos entre sus gruesos cabellos, disfrutando de cada maravillosa succión de sus labios.

Cuando él le prodigó la misma atención al otro pecho, las manos que vagaban por su espalda bajaron hasta ahuecarle las nalgas. Un gutural gemido emergió de su garganta, un sonido que ella no recordaba haber emitido nunca. Él le besó el pecho, subiendo a su cuello, y siguiendo por su barbilla.

– Sarah… Sarah -susurró él, tentándola con sus labios y su cálido aliento.

Y luego su boca se amoldó a la de ella y Sarah le rodeó el cuello con los brazos. Su mente se vació de todo menos de una palabra…: más…, más.

Como si hubiera oído su silenciosa súplica, él ahondó más el beso, su lengua bailó con la de ella. Una de sus grandes manos bajó hasta la parte trasera del muslo y le levantó la pierna hasta que le apoyó el pie contra el borde de la bañera. Cualquier vergüenza que ella hubiera podido sentir por estar tan expuesta se evaporó ante el primer contacto de sus dedos contra los doloridos pliegues entre sus muslos.

Sarah se quedó sin aliento y se hubiera caído en la bañera si no hubiera sido por el brazo que la sujetaba con fuerza alrededor de la cintura. Él la atormentó con un lento movimiento circular que la enloqueció e inflamó hasta que se movió con una necesidad descontrolada contra su mano. Él gimió y levantó la cabeza, besándola a lo largo de la mandíbula.

– Eres tan suave -susurró contra su garganta-. Tan cálida y húmeda. Eres… perfecta.

Sí, perfecta. La manera en que la tocaba era perfecta, cómo jugueteaba con su carne femenina era perfecto. Y la empujaba hacia un precipicio que parecía quedar fuera de su alcance.

Y de repente, ella estuvo allí, volando, hasta que el siguiente toque mágico la impulsó por el borde de un abismo cálido y oscuro de agonizante placer que le arrancó un grito desgarrador de la garganta. Enterró la cara contra su hombro y durante un momento de interminable locura todo su ser se redujo al pálpito que notaba entre los muslos donde él continuaba acariciándola con tal perfección. Luego los espasmos se apaciguaron, arrancándola lánguidamente de la más pura delicia.

Sarah inspiró profundamente y se sintió inundada por el perfume de su piel. El olor a sándalo y a limpio; el olor a él. Lentamente levantó la cabeza y se lo encontró mirándola con esos ojos color avellana.

– Sarah -susurró él.

– Lord Langston -susurró ella en respuesta.

Él esbozó una sonrisa.

– Matthew.

– Matthew. -El mero acto de decir su nombre le produjo un escalofrío. Muy despacio bajó la mano de su cuello, hundiéndola dentro del cuello abierto de la camisa hasta dejarla reposar sobre su pecho. Extendió los dedos sobre la piel cálida, sintiendo el latido de su corazón, sintiendo el leve cosquilleo del oscuro vello contra la palma de su mano-. Matthew, ¿qué me has hecho?

– Casi la misma maravilla que tú me acabas de hacer a mí. Nunca… había sentido esto. -Algo que ella no supo interpretar brilló en sus ojos-. Me alegro mucho de haber sido el primero.

Le dio un beso en la frente, y con un movimiento fluido la sacó de la bañera. La bajó con lentitud, deslizándola por su cuerpo. Cuando los pies de Sarah rozaron la mullida alfombra, sintió su deseo duro contra el vientre y deseó que estuviera tan desnudo como ella. Deseó que no hubiera nada que le impidiera satisfacer la curiosidad de descubrir y explorar la cálida textura de su piel.

Tras depositarla en el suelo, se alejó y recogió la bata del respaldo de la silla. Colocándose detrás de Sarah, sujetó la prenda para que ella pudiera deslizar los brazos por las mangas. Luego se inclinó hacia delante y le ató el cinturón con habilidad.

– Creo que ahora ya estamos en paz -dijo él.

Ella arqueó las cejas.

– No exactamente.

– ¿No? Tú me viste tomar un baño y yo observé cómo lo tomabas tú.

– Yo te vi darte un baño. Tú me «ayudaste» a tomar un baño. Y, hummm, luego… eso.

En vez de parecer divertido como ella esperaba, su expresión permaneció seria. Extendiendo los brazos, le capturó las manos y entrelazó sus dedos con los de ella.

– ¿Qué es lo que quieres, Sarah? -preguntó con suavidad, mirándola a los ojos-. ¿Ayudarme a tomar un baño?

Un «sí» pugnó por salir de su garganta, pero se obligó a contenerlo. Porque si se basaba en su tono y en su expresión, él no lo estaba preguntando de manera alegre y provocativa. Con el tono más ligero que pudo lograr, ella le contestó.

– Me lo pensaré. -Y lo haría. Lo cierto era que no creía que pudiera pensar en otra cosa.

– Porque si me ayudaras a bañarme -dijo él-, me temo que entonces no podría detenerme. -Su mirada la recorrió de pies a cabeza y un músculo palpitó en su mejilla. Mirándola a los ojos otra vez, añadió-: Y ahora debo irme. Antes de que me encuentre en esa situación… incapaz de detenerme.

Alzándole las manos, le dio un suave beso en el dorso de los dedos. Luego la soltó y se encaminó a paso vivo hacia la puerta. Abandonó la estancia sin volver la vista atrás, cerrando la puerta con un leve chasquido.

Sarah se inclinó hacia la bañera, y permaneció absolutamente quieta durante un momento, mirando el agua, volviendo a revivir ese interludio increíble y mágico. Sin duda, debería sentir remordimientos. Culpa. Una absoluta vergüenza por las libertades que le había permitido. Por el contrario, se sentía exultante y pletórica. Ahora comprendía sobre qué susurraban las damas tras los abanicos.

Se giró y miró a la cama. Se suponía que debía meterse bajo las mantas, pero ¿cómo podía pensar en dormir cuando su mente estaba tan sobrecogida por las cosas que había experimentado? El sueño la evadía, caminó hacia la ventana, donde apartó a un lado la pesada cortina verde de terciopelo. La luna iluminaba un cielo plagado de estrellas como si fuera una perla iridiscente contra un raso negro salpicado por diamantes. La luz plateada de la luna iluminaba el jardín. Los setos inmaculados. El bosquecillo de olmos.

Una figura con una pala se movía hacia el bosquecillo.

Se quedó sin respiración y apretó más la nariz contra el cristal. Incluso aunque no hubiera reconocido a Matthew, no había lugar a errores, Danforth trotaba tras sus talones. Fuera lo que fuese lo que su señoría hubiera estado tramando la noche anterior, estaba claro que lo estaba haciendo de nuevo…, y ni siquiera un cuarto de hora después de abandonar su dormitorio. Todas las dudas y preocupaciones que él había eliminado con esos embriagadores besos y esas caricias excitantes retornaron con fuerza, sacándola del estupor como una bofetada.