Sarah lo miró a los ojos, luego meneó la cabeza.
– Por favor, detente. No es necesario que digas esas cosas. Te ayudaré, o al menos lo intentaré.
– Maldita sea, aún no lo entiendes. -Apenas pudo resistir el deseo de sacudirla, y maldijo a cada una de las personas que a lo largo de la vida de Sarah la habían hecho sentirse inferior-. Es necesario que te diga esas cosas, porque son ciertas. Cada vez que estoy contigo, me ocurre algo. Eres tú… Me haces algo. Simplemente con que me mires. Simplemente estando en la misma habitación que yo. No lo puedo explicar, es algo que no me ha pasado nunca. Y para ser sincero, no estoy seguro de que me guste sentirme así.
Se miraron fijamente, y él sintió que algo crepitaba en el aire. Luego Sarah arqueó las cejas y, maldita sea, parecía muy divertida.
– Bueno, por lo menos has dejado de adularme. Aunque quizá deberías intentar no ser demasiado ofensivo. Después de todo, estás tratando con una mujer que lleva un atizador en la mano.
– ¿Ah? ¿Tienes intenciones de golpearme con él?
– Sí, si es necesario.
– ¿Y cuándo sería necesario? ¿Cuando yo hiciese algo… poco conveniente?
– Sí.
Cedió al deseo que lo había embargado desde el mismo momento en que la había visto bajo el árbol y acortó la distancia entre ellos con una zancada. Los senos de Sarah rozaron su tórax, y el contacto lo hizo arder. Inclinó la cabeza hasta que sólo un suspiro se interponía entre sus bocas.
– Entonces disponte a darme un buen golpe -le susurró contra los labios-, porque estoy a punto de hacer algo muy poco conveniente.
Capítulo 12
El atizador cayó de los dedos inertes de Sarah. Incluso aunque hubiera tenido tiempo para tomar medidas, nada la podría haber preparado para ese beso fiero y hambriento. Matthew amoldó su boca a la de ella exigiendo una respuesta. Y todo, incluido cada uno de sus pensamientos, desapareció de su mente salvo él.
Más cerca. Quería que la estrechara más cerca. Quería sentir la calidez que parecía irradiar de su piel y que la hacía arder de la manera más deliciosa. Quería que los brazos de Matthew se cerraran con fuerza alrededor de su cuerpo. Lo quería pegado a ella.
Como si le hubiera leído la mente, la estrechó con fuerza, alzándola hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo. Ella le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él con todas sus fuerzas. Lo sintió moverse, luego se dio cuenta de que él se había girado con ella en brazos para apoyar la espalda contra un árbol.
Él abrió las piernas y la atrajo bruscamente contra la unión de sus muslos, un lugar donde la fricción era… perfecta.
En el dormitorio, la había seducido suavemente, con lentitud, pero ahora la sorprendió con una pasión que era fruto de la frustración y la más oscura necesidad. Le invadió la boca con la lengua mientras sus manos la apretaban más contra sí. El calor y el olor de su cuerpo la rodearon como una manta en llamas, mientras la exquisita presión de su duro deseo contra la unión de los muslos de Sarah reavivó al instante el fuego que él acababa de apagar. Se frotó contra ella, provocándole estremecimientos de placer que la recorrieron de la cabeza a los pies y le aflojaron las rodillas.
Cada beso era más profundo que el anterior, después los labios de él abandonaron los suyos para delinear su barbilla. Ella arqueó el cuello para darle mejor acceso y él, de inmediato, aceptó la invitación, fue descendiendo con sus besos hasta lamer con la lengua el hueco de la garganta. Ella entrelazó los dedos en su pelo y dejó caer la cabeza hacia atrás, absolutamente embriagada por la deliciosa sensación de decaimiento.
Con un profundo gemido, él levantó la cabeza, pero en lugar de besarla de nuevo, le apartó el pelo de la cara. Con un gran esfuerzo, ella abrió los párpados. Y se lo encontró mirándola directamente a los ojos.
La confusión que Sarah sentía por haber finalizado el beso debió de reflejarse en su cara, porque él dijo con suavidad:
– Por favor, no pienses que me he detenido porque no te deseo. El problema es que te deseo demasiado. Apenas me quedan fuerzas para resistirme a ti.
En el interior de Sarah, todos los sentimientos que él había avivado con sus besos y sus caricias apartaron a un lado su decoro, que le rogaba y ordenaba que guardara silencio. Haciendo acopio de valor, ella dijo:
– ¿Qué ocurre si no quiero que te detengas?
Los ojos de Matthew se oscurecieron.
– Créeme, me resultaría imposible hacerlo. Si no me hubiera detenido cuando lo hice…
– Si no te hubieras detenido, entonces, ¿qué?
Su mirada escudriñó la de ella.
– ¿No lo sabes? ¿Incluso después de lo que compartimos en tu dormitorio ignoras lo que ocurre entre un hombre y una mujer?
El rubor le inundó la cara.
– Sé lo que ocurre.
– ¿Porque lo has experimentado con Franklin?
– ¡No! No lo he experimentado nunca. Nadie me ha tocado nunca, ni me ha besado de la manera que lo haces tú. -Bajó la cabeza y clavó la mirada en el pecho de Matthew-. Nadie me ha deseado nunca.
Él le levantó la barbilla con la punta de los dedos hasta, que sus miradas se encontraron.
– Yo te deseo… -dejó escapar una risita carente de humor-, te deseo tanto que apenas puedo pensar en nada más.
– Sé que eso debería asustarme y desearía que así fuera. Pero me avergüenza admitir que no lo hace.
– Deberías estar asustada. Podría hacerte daño, Sarah. Sin querer.
La mirada de Matthew escudriñó la de ella. Sarah sabía que él no se refería al daño físico, lo que sólo podía significar que él temía que ella se enamorara de él. Algo que para su consternación ya estaba ocurriendo. Y su corazón se rompería tarde o temprano como muy bien sabía, pues él tenía que casarse pronto… Se quedó paralizada cuando la realidad la golpeó como un jarro de agua fría.
«Casarse con otra…»
¿Cómo había podido olvidarse de eso siquiera por un instante? La comprensión de lo que ella había hecho, de lo que habría sucedido si él no la hubiera detenido, la llenó de vergüenza. Él debía casarse con otra. En unas semanas. Y lo peor de todo es que probablemente se casaría con una de sus más queridas amigas.
Por Dios, si se casaba con Julianne, ¿cómo podría volver a mirarla a los ojos alguna vez? ¿Cómo podría volver a hablar con ella?
Dio un paso atrás, alejándose de su abrazo, sin saber si sentirse aliviada o humillada por la facilidad con la que la dejó ir. Una aguda mortificación la invadió y deseó que la tierra se la tragase.
– ¿Qué he hecho?-susurró ella.
Él intentó alcanzarla, pero ella siguió retrocediendo a trompicones, sacudiendo la cabeza. ¿En qué había estado pensando? El problema era que no había estado pensando. Matthew la había tocado, la había besado, y ella se había olvidado de todo lo que no fuera él y la manera en que la hacía sentir. Lo cual ya había sido bastante malo de por sí, pero encima, él se casaría en poco tiempo con su amiga, lo que hacía que aquel interludio fuera del todo inaceptable. En todos los aspectos.
Se presionó con una mano el estómago revuelto.
– Debo irme.
Él se acercó un paso a ella, pero no intentó tocarla.
– Sarah, no has hecho nada malo.
– ¿Tú crees? -Su voz sonaba entrecortada, lo cual la mortificaba todavía más-. Estás buscando esposa. Y le has echado el ojo a una de mis mejores amigas, una amiga muy querida.
Él se pasó las manos por la cara, pareciendo tan torturado como ella misma se sentía.
– Yo asumo toda la responsabilidad de lo que ha pasado entre nosotros.
– Muy cortés por tu parte, pero no puedo aceptarlo. Si te has tomado libertades conmigo es porque yo te lo he permitido. Y no puedes negar que has sido tú el que tuvo el buen tino y la fuerza de voluntad para detenerse. Si no te hubieras detenido, habría accedido a cualquier cosa que quisieras. -Qué humillación, la vergonzosa verdad le puso un nudo en la garganta-. Está claro que tienes los ojos puestos en Julianne -dijo ella, odiando el profundo dolor que esas palabras le causaron, odiando todavía más que él no lo negara-. ¿Qué sientes por ella?
– Aparte de pensar que es una joven muy agradable, no siento nada por ella. -De nuevo se pasó las manos por la cara-. No puedo pensar en nadie que no seas tú.
– Yo no soy una heredera. -Y por primera vez en su vida, deseó serlo.
– Por desgracia, soy muy consciente de ello.
– Lo que quiere decir que… lo que podríamos llamar «esta locura pasajera»… que hay entre nosotros, debe terminarse. Y si cortejas a Julianne deberás decirle la verdad sobre tu situación financiera.
– Te aseguro, señorita, que sea lady Julianne u otra, tanto ella como su padre tendrán pleno conocimiento de los hechos -dijo él con voz altiva-. Aunque te parezca mentira, la mayoría de las herederas no aspira a casarse por amor.
La tensión se palpó en el aire. La brisa agitó un rizo de Sarah sobre su cara y ella lo apartó a un lado con impaciencia.
– Yo nunca he tenido que luchar contra este tipo de tentación antes -dijo ella-, y me alegro de que tú sí hayas podido controlarte, porque yo no sirvo para esto. Tendré que desarrollar ese talento. De inmediato. -Inspiró profundamente y luego continuó-. Te he ofrecido mi ayuda para intentar descifrar las últimas palabras de tu padre y mantengo mi palabra. Pero no puede haber más actos íntimos entre nosotros.
Se sostuvieron la mirada durante unos largos segundos, luego Matthew asintió lentamente.
– No habrá más intimidades entre nosotros -acordó con voz queda-. Te ofrezco mis más sinceras disculpas por mi comportamiento.
– Igualmente. Y ahora, si me excusas, regresaré a la casa.
– Te acompañaré -dijo él, con un tono que no admitía discusiones.
Como ella no sentía deseos de prolongar más de lo necesario ese encuentro, simplemente inclinó la cabeza, y después de recoger el atizador caído, caminó hacia la casa con tanta rapidez como pudo.
Cuando llegaron a las puertas francesas por las que ella había salido de la casa, él apoyó la mano en el pomo de latón.
– Si vienes a mi estudio mañana por la mañana después del desayuno, te enseñaré la lista de las últimas palabras de mi padre.
Ella asintió.
– Allí estaré.
Él abrió la puerta y ella se deslizó dentro.
La mano de él le rozó el brazo y sintió un escalofrío cuando él le susurró:
– Sarah.
Pero ella no se dio la vuelta, temía que si lo hacía no tendría fuerzas para marcharse. Se apresuró hacia las escaleras, desesperada por estar a solas. Cuando llegó al dormitorio, cerró la puerta y se recostó contra la hoja de roble, con el pecho agitado por la prisa y el esfuerzo por contener el sufrimiento que amenazaba con ahogarla.
Durante un momento mágico se había permitido olvidar quién era ella, olvidar el tipo de mujer que siempre había sido. Se había sentido como una planta marchita a la que finalmente se acordaban de regar, absorbiendo cada gota de esas maravillosas sensaciones que la atravesaban. Pero entonces, la realidad había regresado con un golpe particularmente duro.
Necesitaba olvidar sus besos. Sus caricias. Su sonrisa. Su risa.
Necesitaba olvidarle.
Desafortunadamente, era lo último que quería hacer.
Y al mismo tiempo era la única salida que tenía.
¿Vendría?
A la mañana siguiente, Matthew paseaba de arriba abajo delante del escritorio en su estudio privado, haciéndose la misma pregunta desde que ella se había alejado de él la noche anterior. ¿Iría Sarah a su estudio como le había prometido? ¿O cambiaría de idea?
Quizás había pasado la noche sin dormir, como él. Quizá se había pasado la noche recogiendo sus cosas para marcharse y no regresar jamás.
Pensar en su partida lo llenó de una angustia indescriptible. Se detuvo y miró coléricamente el reloj de oro de la repisa de la chimenea, sólo para descubrir, con intensa frustración, que no importaba cuan furiosamente clavara la mirada en el reloj los minutos no pasaban con más rapidez.
Con un suspiro de cansancio, se acercó al sillón junto a la chimenea y se hundió en el cojín con un débil «plaf». Apoyando los codos en las piernas abiertas, descansó la cabeza en las manos y cerró los ojos.
Al instante, su mente visualizó una imagen de ella. Sarah en su dormitorio la noche anterior, desnuda, mojada, excitada, con el pelo alborotado por sus propias manos impacientes. Con los párpados cerrados por el deseo, con los exuberantes labios húmedos, abiertos e hinchados por sus besos. Con las manos apretadas contra su propio pecho. Con sus suaves curvas derretidas contra él. Luego, la vio mirándolo en el jardín, vulnerable por el deseo que él de alguna manera había logrado controlar antes de que estallara. Había necesitado cada gramo de voluntad para detener la locura que lo invadió en el mismo momento que la tocó.
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