Era la noche perfecta para hablar de monstruos.

Y de asesinatos.

Lentamente se acercó a la cama, deslizando la mirada sobre las tres mujeres posadas sobre el enorme colchón como palomas en una rama, sus camisones eran de un blanco impoluto y resplandecían bajo las luces danzantes. Lady Emily Stapleford y lady Julianne Bradley la miraban con ojos agrandados y expectantes, rodeándose las rodillas con los brazos. Sarah había tenido sus reservas sobre si las jóvenes conseguirían llevar a cabo el plan de escaparse de sus acompañantes para acudir a esa reunión clandestina, pero habían llegado exactamente a la una de la madrugada. La hora perfecta para proceder.

Sarah intercambió una larga mirada con su hermana mayor, Carolyn. Gracias a su matrimonio, diez años antes, Carolyn había ascendido de posición social, de hija de un simple médico a vizcondesa de Wingate. Pero debido a la muerte de su amado marido, tres años atrás, se había convertido en una afligida viuda con el alma tan destrozada que Sarah se había llegado a preguntar si su hermana se recuperaría alguna vez. El brillo en los ojos azules de Carolyn compensaba cualquier escándalo que sus actividades nocturnas pudieran causar, y Sarah se sentía profundamente agradecida de que a pesar de su pérdida, Carolyn estuviera haciendo un enorme esfuerzo por volver a la vida social.

Tras acomodarse sobre la cama de tal manera que las cuatro mujeres formaron un pequeño círculo, Sarah se ajustó las gafas sobre la nariz, levantó la barbilla y dijo en un tono serio y adecuado para la ocasión:

– Empezaré haciéndoos una pregunta que, dada la naturaleza de nuestro debate, seguramente se nos ha ocurrido a todas: ¿creéis que el doctor Frankenstein es sólo una invención de la imaginación de Mary Shelley o pensáis que es posible que realmente fuera un científico loco que se dedicara a exhumar tumbas y robar restos humanos para crear un monstruo?

Emily, la más atrevida de las compañeras de Sarah, susurró:

– ¿Fue un científico loco? Quizá todavía existe y continúa con su labor. Es posible que Mary Shelley lo conociera y trabajara para él antes de mantener ese escandaloso romance con Percy, ese hombre casado.

Sarah miró a la hermosa lady Emily con la que había entablado amistad hacía cinco años por medio de su hermana. Había congeniado inmediatamente con la inquieta Emily, cuyos ojos verdes solían brillar con travesura y cuya vivaz imaginación sólo era equiparable a la de la propia Sarah. Con veintiún años, Emily era la mayor de los seis hijos de lord y lady Fenstraw. Por culpa del reciente revés en la fortuna familiar debido a la desafortunada inclinación de su padre por las malas inversiones y las caras amantes, Emily no tenía más remedio que casarse pronto y bien.

Desafortunadamente, sus observaciones de la sociedad habían demostrado a Sarah que el padre de Emily no era el único caballero de su clase cuyas derrochadoras tendencias y falta de perspicacia económica habían tenido tales desgraciadas consecuencias financieras en su familia. Y lo peor era que incluso una chica tan bella como Emily acababa siendo menos atractiva por la falta de dote. Por no hablar de alguien como ella misma -una chica absolutamente carente de fortuna y con la avanzada edad de veintiséis años- para la que la soltería era un hecho inevitable. Lo que por otra parte le convenía, ya que gracias a sus observaciones había llegado a la conclusión de que los hombres sólo daban problemas.

Aclarándose la voz, Sarah dijo:

– El que nos preguntemos si los científicos locos como el doctor Frankenstein existen realmente, es una manera perfecta de empezar el debate sobre el libro de Shelley.

Julianne, la única hija de los condes de Gatesbourne, una de las más ricas familias de Inglaterra, se aclaró la garganta para añadir:

– Si mi madre sospechara que he leído ese libro, se desmayaría al instante.

Sarah se volvió hacia Julianne, observando su profundo sonrojo. Sarah sabía que algunas personas consideraban a la hermosa heredera rubia, fría y altiva; incluso ella misma lo había pensado cuando se conocieron años atrás. Pero rápidamente se había dado cuenta de que más que altiva, Julianne era dolorosamente tímida. Se sometía con docilidad a su arrogante madre, pero Sarah sospechaba que bajo esa apariencia tan perfectamente equilibrada, Julianne ocultaba un espíritu aventurero que anhelaba algo más que un simple paseo por Hyde Park bajo la estricta vigilancia de su dama de compañía, y Sarah estaba determinada a conseguir que su amiga extendiera las alas para volar.

Sarah apenas fue capaz de refrenar su naturaleza franca para no decirle lo bien que podría venirle a su severa madre una buena dosis de sales. Pero simplemente añadió:

– Somos la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, un título que implica que leemos y discutimos las obras de Shakespeare, aunque en realidad leemos lo que queremos; con eso debería bastar. Ya que El moderno Prometeo -o Frankenstein, si lo preferís- es, a pesar de los escándalos que lo rodean, considerado una obra literaria, nadie puede acusarnos de mentir. -Curvó los labios hacia arriba-. Esos escándalos son precisamente la razón por la que lo escogí como primer libro a debatir.

– Tengo que admitir que esto es lo más divertido que he hecho en mucho tiempo -dijo Carolyn con un entusiasmo que contrastaba con su calmada manera de ser.

La actitud de su hermana hizo que Sarah albergara esperanzas de que Carolyn estuviera cerca de abandonar la concha de reserva tras la que se ocultaba. Esa pequeña rebeldía de leer un libro escandaloso escrito por una mujer que se había relacionado con un hombre casado y tenido un par de niños con él antes de casarse, indicaba que Julianne había dado los primeros pasos para escapar del agobiante control de su madre, y resultaba justo lo que necesitaba Emily para olvidar los problemas financieros de su familia.

– Es una aventura divertida -dijo Sarah mostrando su aprobación-. Creo que todas estaremos de acuerdo en que Mary Shelley posee una imaginación vivida y formidable.

– Puedo entender por qué al principio se creyó que el libro estaba escrito por un hombre -añadió Emily-. ¿Quién podría sospechar que una mujer pudiera concebir semejante historia?

– Ésa es sólo una de las muchas injusticias de la sociedad actual -dijo Sarah, refiriéndose a un tema que la afectaba profundamente-. Las mujeres están infravaloradas. A mi parecer ése es un grave error.

– Puede que sea un error -añadió Carolyn-, pero así es como son las cosas.

Emily asintió con la cabeza.

– Y son los hombres quienes más desprecian a las mujeres.

– Precisamente -dijo Sarah, ajustándose las gafas-. Y prueba una de mis teorías favoritas: no hay nada más molesto en la tierra que un hombre.

– ¿Hablas de algún hombre en particular? -preguntó Carolyn con la voz cargada de diversión-. ¿O hablas en general?

– En general. Sabes cuánto me gusta observar la naturaleza humana, y basándome en mis detalladas observaciones, he llegado a la conclusión de que a la inmensa mayoría de los hombres se les puede definir con una sola palabra.

– ¿Una palabra que no sea «fastidioso»? -preguntó Julianne.

– Sí. -Sarah arqueó las cejas e hizo una pausa, como si fuera una profesora esperando las respuestas de sus alumnas. Como nadie se aventuró, las apremió-: ¿Los hombres son…?

– ¿Enigmáticos? -dijo Carolyn.

– Eh… ¿viriles? -propuso Emily.

– Hummm… ¿peludos? -añadió Julianne.

– Memos -indicó Sarah con un brusco asentimiento de cabeza haciendo que las gafas se le volvieran a resbalar por la nariz-. Casi sin excepción. Sean jóvenes o viejos creen que las mujeres no son más que estúpidos adornos que se pueden ignorar o simplemente utilizar para tolerarlas después. Algo a lo que dar una palmadita en la cabeza y luego dejar tirado en cualquier esquina para continuar bebiendo su brandy o coqueteando.

– No sabía que tuvieras tanta experiencia con caballeros -dijo Carolyn con suavidad.

– Una puede sacar sus propias conclusiones de la mera observación. No me hace falta jugar con fuego para saber que acabaré quemándome. -El rubor inundó las mejillas de Sarah. Era cierto que tenía muy poca experiencia con los hombres, y que las miradas masculinas siempre parecían pasarla por alto para recaer en alguna mujer más atractiva. Al ser de naturaleza pragmática y muy consciente de las limitaciones de su apariencia, hacía tiempo que había dejado de lamentarse por ese hecho. Ser invisible para los hombres le había permitido observar su comportamiento durante largas horas mientras estaba sentada en las esquinas de las numerosas veladas a las que había asistido recientemente con Carolyn, todo para intentar alentar a su hermana a que abandonara el luto. Y basándose en esas observaciones, Sarah sentía que su opinión estaba justificada con creces.

Eran memos.

– Si tu teoría es cierta -dijo Carolyn- entonces está claro que los caballeros creen que las mujeres son también buenas para coquetear con ellas. -Aparecieron una arruguitas alrededor de sus ojos, pero Sarah percibió la profunda tristeza que invadía la mirada de su hermana-. ¿O acaso se limitan a coquetear con las plantas?

La culpa dejó a Sarah sin palabras, y jugueteó con el lazo que aseguraba su larga trenza, de la cual se escapaba un buen puñado de rizos indomables. El marido de Carolyn, Edward, había sido un hombre modelo: devoto, amoroso y fiel. No había sido en absoluto un memo. Pero Carolyn estaba acostumbrada -más que cualquier otra persona- a su franqueza.

– Sólo coquetean con las plantas después de beber demasiado brandy. Lo cual ocurre con demasiada frecuencia. Pero ahora estoy hablando de los memos del libro que hemos seleccionado y, por lo que a mí respecta, Victor Frankenstein era rematadamente memo.

– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Julianne asintiendo enfáticamente y olvidando su usual reserva como a menudo sucedía cuando las cuatro se reunían-. Todo lo malo que ocurre en la historia, los asesinatos y las trágicas muertes, fueron por su culpa.

– Pero Victor no mató a nadie -argumentó Emily, inclinándose hacia delante-. El responsable fue el monstruo.

– Sí, pero fue Victor quien lo creó -señaló Carolyn.

– Y después lo rechazó. -Sarah cerró los puños, acordándose de la aversión que sentía por el científico y la profunda simpatía que sentía por la grotesca criatura que había creado-. Victor descartó a ese pobre diablo como si fuera basura, huyendo de él, dejándolo solo. Sin conocimientos de la vida, sin mostrarle cómo sobrevivir. Lo había creado él, pero no le mostró ni un ápice de decencia. Y sólo porque era un monstruo. Ciertamente no era culpa del monstruo ser así. No todo el mundo es hermoso. -Encogió los hombros con filosofía mientras sospechaba que la empatía que sentía por el monstruo era quizás el reflejo de su propia lucha personal.

– El monstruo era algo más que feo -puntualizó Julianne-. Era enorme y horrendo. Totalmente aterrador.

– Incluso así, aunque nadie hubiera encontrado la manera de tratarle con decencia, sin duda alguna Victor, su creador, debería haberle mostrado un poco de bondad -insistió Sarah-. El monstruo no se volvió ruín y cruel hasta después de darse cuenta de que nunca sería aceptado. Por nadie. Qué diferente hubiera sido su vida si sólo una persona hubiera sido amable con él.

– Estoy de acuerdo -dijo Carolyn-. Fue una figura trágica. Si Victor lo hubiera tratado con decencia, creo que otros hubieran seguido su ejemplo.

– Pero de todas maneras, Victor sufrió por sus pecados -dijo Julianne-. El monstruo mató a su hermano, a su mejor amigo y a su esposa. Llegué a sentir simpatía por ambos, por Frankenstein y por el monstruo.

Sarah frunció los labios.

– Debo admitir que mi curiosidad ha sido avivada por las ambiguas referencias a visitar osarios y cavar en los cementerios en busca de restos humanos. Shelley no nos ha dado muchos detalles de cómo se creó realmente a la criatura y de cómo ésta cobró vida. Eso me hace preguntarme si tal cosa es posible en realidad. -Desvió la mirada hacia la ventana donde repicaba la lluvia y relampagueaban los rayos-. ¿Os dais cuenta de que el monstruo fue creado durante una noche de tormenta como ésta?

– Ni siquiera lo menciones -dijo Julianne con un perceptible estremecimiento-. No olvides que la verdadera obsesión de Victor fue la búsqueda de conocimientos que a la larga fue su perdición.

– No hay nada erróneo en la búsqueda de conocimientos -protestó Sarah.

– Sospecho que Victor Frankenstein y su monstruo estarían en desacuerdo contigo -dijo Carolyn.

– Personalmente, opino que el error de Victor fue crear a una criatura tan repulsiva -dijo Emily-. Sin duda alguna podía darse cuenta de lo horrenda que era la criatura antes de darle vida. Puede que no sea científica, pero si tuviera que crear a un hombre, sería el hombre perfecto. No uno al que no se le pudiera ni mirar. Y definitivamente, no crearía a uno que fuera capaz de asesinar.