– Y he cavado debajo y alrededor de todas. Después de buscar en las flores doradas, y luego infructuosamente en las áreas de las parras, dibujé un mapa del jardín y registré sistemáticamente todas las zonas. La rosaleda, donde me encontraste anoche, es la última sección que me queda por registrar. Basándome en que él dijo «oculto aquí» estoy seguro de que mi padre quería decir los jardines de Langston Manor. Pero a pesar de eso, he registrado el pequeño jardín de la casa de Londres, así como los invernaderos, tanto aquí, como en Londres, aunque no encontré nada.

– ¿Eso quiere decir que ya has registrado todas las zonas donde están plantados los lirios?

– Todas menos la rosaleda. ¿Por qué lo preguntas?

Ella se giró y lo miró otra vez. Como él se había inclinado, sus caras quedaron a menos de treinta centímetros. Con agrado, él observó que Sarah contenía el aliento y se le oscurecían los ojos. Parecía que ella no se sentía tan indiferente como aparentaba. Estupendo. Porque le desagradaba sobremanera sufrir a solas.

– Lo pregunto porque aunque la traducción literal de Fleur de lis es lirio, también se lo conoce como flor de iris.

Matthew se quedó paralizado.

– No lo sabía. ¿Estás segura?

– Sí -respondió escrutando sus ojos-. ¿Significa algo? Por lo que me has dicho ya has registrado todas las zonas de los lirios.

– Lo hice. Y no encontré nada. -Un atisbo de esperanza lo atravesó-. Pero «iris» podría ser una pista importante ya que no sólo es el nombre de una flor.

– ¿De qué más es el nombre? -preguntó con expresión perpleja.

– Iris era el nombre de mi madre. -Sus esperanzas crecieron-. Y lo que más le gustaba a mi madre del jardín era la zona que mi padre construyó especialmente para ella, en honor de su flor favorita. Y es el único lugar que no he terminado de registrar.

La comprensión asomó a los ojos de Sarah.

– La rosaleda.

Capítulo 13

Sarah miró directamente los hermosos ojos de Matthew y vio cómo la esperanza brillaba en esas profundidades color avellana. Casi podía sentirla emanando en oleadas de él.

Él extendió la mano y la posó sobre la suya.

– Gracias.

Un roce. Dios la ayudara, eso era todo lo que necesitaba su firme resolución de permanecer impasible para disolverse como el azúcar en el té caliente. Y no debería ser tan fácil.

Retirando su mano de debajo de la suya, se reclinó de nuevo en la silla.

– No tienes que agradecerme nada -dijo ella, cerrando involuntariamente los puños para retener el calor del contacto-. No sabemos todavía si esas palabras quieren decir que la rosaleda es el lugar correcto, e incluso aunque lo fuera es ahí donde estás cavando en estos momentos.

– No lo entiendes. Llevo buscando casi un año. Sin ningún resultado. Empecé a buscar con muchas esperanzas, pero a medida que pasaba el tiempo, las fui perdiendo poco a poco. Cada día que pasaba era un día más cerca del fracaso. Ésta es la primera vez en meses que experimento un atisbo de esperanza. Tengo mucho que agradecerte. -Curvó levemente los labios con un gesto de ironía-. Si no fuera por las rosas, sería una noticia perfecta.

– ¿Por qué?

– A las rosas no les gusto. O sería más justo decir que no me gustan a mí. Cada vez que estoy cerca de ellas me pongo a estornudar.

– Ah. Eso explica los estornudos que oí ayer por la noche.

– Sí.

– Debo decirte que me ayudaron a encontrarte.

– Igual que tu olor ayudó a Danforth a encontrarte a ti.

– Es difícil pasar desapercibido con el agudo olfato de Danforth por los alrededores.

– Es más difícil todavía si estás rodeado de flores que te hacen estornudar.

La camaradería que había sentido con él desde su primer encuentro relajó parte de la tensión, y ella no pudo evitar sonreír.

– Serías un ladrón terrible.

– Sí, si robara rosas. Por suerte es la única flor que me afecta de esa manera.

– ¿No estornudas cerca de las tortlingers?

– No. Ni tampoco cerca de las straff wort. Ni tampoco cerca de… ¿A qué hueles?

– A lavanda. -Le dirigió una mirada de fingida reprimenda-. Lo cual sabrías si supieras algo de flores.

– Creo que ya dejé claro que tenía unos conocimientos muy limitados sobre ese tema. -Antes de que ella pudiera contestarle, Matthew añadió con suavidad-: El olor a lavanda no me hace estornudar.

– Eso espero, si no estornudarías todo el rato. Es el olor que predomina en tu jardín. -Negándose a considerar el porqué del tono ronco de su voz, dijo con energía-: Tengo una idea que podría serte de utilidad, una que te gustará, en especial si consideramos la sensibilidad que sientes por las rosas.

– Te escucho.

– Si quieres, estaría dispuesta a ayudarte a excavar en la rosaleda. Ni mi hermana ni mis amigas se extrañarían que me uniera a ti con ese propósito, ya que todas saben que me gusta trabajar en el jardín. Lo cierto es que les extrañaría bastante más si me siento con ellas para bordar. Tienes varios acres que cubrir, y si te ayudo, acabarías mucho antes, y por otra parte disminuiría considerablemente el tiempo que estarías en contacto con las rosas.

– ¿Estarías dispuesta a hacerlo?

– Sí.

No pudo ocultar su sorpresa.

– ¿Por qué?

– Por muchas razones. Me encanta trabajar en el jardín sean cuales sean las circunstancias, y es donde habría elegido pasar la tarde de todas maneras mientras los demás dan ese paseo a caballo sobre el que discutían en el desayuno.

Sarah entrelazó los dedos, tomó aliento y luego continuó con el discurso como si lo hubiera memorizado en su mente durante horas.

– Y me gustaría ayudarte. Podría argumentar que la razón es que buscar un tesoro me parece algo excitante y que me gustaría participar, cosa absolutamente cierta por otro lado. Pero para ser completamente sincera, sé lo importante que es para ti honrar los deseos de tu padre y volver a restablecer la hacienda de tu familia. Creo… creo que estábamos empezando a ser amigos antes de nuestro… imprudente… beso y me gustaría que esta amistad continuara…, platónicamente, por supuesto. Especialmente si, como parece, acabas casándote con una de mis más queridas amigas.

Esperó su respuesta, pero ante todo confió en que él no se hubiera dado cuenta de que no había sido completamente honesta con él. Su ofrecimiento también era egoísta y provenía de un hecho que ella no podía ignorar: si él encontraba el dinero, se liberaría de la necesidad de casarse con una heredera. Y aunque su sentido común y buen juicio le recordaban con firmeza que ese hombre podría tener a cualquier bella joven de la sociedad que quisiera, su corazón no podía evitar dejarse llevar por la esperanza de que si él tenía libertad para elegir, la escogería a ella. Una esperanza ridícula y alocada que había intentado reprimir por todos los medios, pero que permanecía viva muy a su pesar. Y eso la impulsaba a ayudarle. Para acelerar su búsqueda. Para que tuviera más posibilidades de éxito.

Él la estudió con una expresión que ella no pudo descifrar antes de preguntar con suavidad:

– ¿No te da miedo pasar la tarde conmigo a solas en el jardín?

«Por supuesto que sí.»

– Por supuesto que no. -La verdad es que no era él quien le daba miedo, sino ella misma. Pero si llevaba más de dos décadas practicando cómo ocultar sus deseos, sin duda alguna podría hacerlo durante una sola tarde-. Estuviste de acuerdo en que no habría más intimidades entre nosotros y eres un hombre de palabra.

Él no dijo nada durante varios segundos, sino que continuó mirándola con la misma expresión indescifrable. Finalmente, dijo en voz baja:

– En ese caso acepto tu oferta. ¿A qué hora se van tus amigas a pasear a caballo?

– Alguien sugirió salir cerca del mediodía, y pensaban hablar contigo para hacer un picnic en el campo.

– Excelente. Haré los preparativos y me disculparé por no asistir. ¿Quedamos a las doce y cuarto en la rosaleda? Te llevaré una pala y unos guantes.

Ella sonrió.

– Allí estaré.


Cuando Sarah llegó a la rosaleda pasaba un poco de las doce y cuarto. Fue recibida por el ladrido entusiasta de Danforth, que al momento se sentó encima de su zapato, y por el fuerte estornudo de lord Langston, que bajó el pañuelo blanco que le cubría la mitad inferior de la cara para saludarla.

– ¿Estás bien? -le preguntó, observando cómo volvía a colocar la tela en su lugar.

– Sí. Siempre que mantenga el pañuelo en su sitio.

Ella asintió y frunció los labios.

– Puede que no tengas el sigilo de un ladrón, pero sí que pareces uno.

– Gracias. Tus palabras son un gran consuelo. -Le tendió una pala-. Como puedes ver, me he dedicado primero a las rosas amarillas. Estoy cavando una zanja en la base de los rosales de cerca de cincuenta centímetros de profundidad. Después de cavar unos dos metros, regreso y relleno el hueco. De esa manera, si tengo que marcharme con rapidez, no me lleva demasiado tiempo dejarlo todo tal como estaba. -Desplazó la mirada a la familiar cartera que ella llevaba-. ¿Has traído el bloc de dibujo?

– Sí. He pensado que en caso de que nos tomemos un descanso, podría dedicarme a hacer ese boceto que te prometí de Danforth. -Los ojos de Sarah cayeron sobre la mochila que él tenía a los pies-. ¿También has traído cosas para dibujar?

– Es la comida, nos la ha preparado la cocinera al mismo tiempo que disponía la canasta para el picnic. Así no tendremos que regresar a la casa si tenemos hambre… A menos que prefieras volver.

– De ninguna manera. Me gusta comer al aire libre, y a menudo me llevo comida cuando trabajo en el jardín.

– Excelente. ¿Empezamos?

– Cuando quieras.

Sarah depositó la cartera en el suelo para coger la pala y los guantes de cuero que él le tendía. Al coger el mango de la pala, sus dedos se rozaron. Un cálido estremecimiento subió por el brazo de Sarah, que se reprendió mentalmente por la reacción de su cuerpo. Pero al levantar la vista hacia lord Langston vio que tenía la mirada perdida.

Estaba claro que ni siquiera había notado el contacto. Lo que por supuesto debería haberla complacido. Y lo hacía… hasta cierto punto. Lo único que le quedaba por hacer era reprimir esa parte de sí misma que se sentía confusa e irritada porque a él no le hubiera afectado aquel leve roce de sus dedos, mientras que a ella, por el contrario, la había dejado sin respiración. Estaba claro que ella era fácil de olvidar. Lo cual, por supuesto, era algo que siempre había sabido. Pero nunca antes había sentido cómo era ser olvidada tan fácilmente por un hombre.

«Es bueno que sepas ahora lo que se siente, porque en cuanto encuentre el dinero, él te olvidará en un periquete», la advirtió su vocecilla interior sin piedad. «Se casará con cualquier bella dama de su clase.»

Tomando la pala, se obligó a ignorar a la insidiosa voz y se concentró en la tarea manual. Trabajaron codo con codo sin hablar demasiado, los sonidos de las palas al cavar se mezclaban con el gorjeo de los pájaros y el susurro de las hojas. Sarah mantuvo enseguida un ritmo constante mientras tarareaba suavemente para sí misma, una costumbre que tenía cuando trabajaba en el jardín. Danforth encontró cerca una sombra donde tumbarse igual que hacía su adorada Desdémona. Pensar en su mascota le hizo sentir nostalgia por su hogar, aunque entre esos bellos jardines y Danforth, se sentía en ese lugar casi tan a gusto como en su propia casa.

Acababa de rellenar otra zanja de dos metros de la que no había obtenido resultado alguno cuando lord Langston le preguntó:

– ¿Te apetece comer o beber algo?

Sarah apoyó la punta de la pala en la tierra y, limpiándose el sudor de la frente con el revés del guante, se giró hacia él. Y se quedó paralizada. A pesar de que no le cabía duda alguna de que ella tendría el aspecto de alguien que hubiera sido arrastrado por un carruaje durante varios kilómetros, él, por el contrario, estaba perfecto. Total e injustamente perfecto. Tras dos horas de trabajar bajo los ardientes rayos del sol, debería sentirse tal como se sentía ella, acalorado, sucio, sudoroso y despeinado. Pero a pesar de que obviamente estaba sucio, sudoroso y despeinado, de alguna manera lograba resultar masculino y delicioso. Y absolutamente perfecto.

Como desde el principio ella había mantenido la vista en el trabajo en vez de en él y al final su tarea la había absorbido totalmente, no se había dado cuenta de que él se había quitado el chaleco y la corbata. Pero ahora sí que era muy consciente de ello.

Matthew se había quitado el pañuelo de la cara y lo tenía enrollado en una mano. Se había arremangado la camisa hasta los codos dejando al descubierto unos musculosos antebrazos bronceados por el sol. La camisa blanca -que ya no era blanca- estaba abierta en la garganta, y ella le echó un buen vistazo a la sombra de vello oscuro que asomaba por la V abierta. La prenda estaba suelta y arrugada por el ejercicio, y se amoldaba a su cuerpo de tal manera que Sarah no pudo evitar soltar un suspiro de aprobación.