Levantando una mano, él se pasó los dedos por el pelo oscuro que, al igual que su piel, brillaba por el esfuerzo realizado. Luego se llevó las manos a las caderas arrastrando la mirada ávida de Sarah hacia abajo. Los dedos descansaban extendidos sobre los sucios pantalones marrones como si estuvieran señalando su fascinante ingle.
La oleada de calor que sintió no tenía nada que ver con el sol y sí con el vivido recuerdo de cómo estaba él sin pantalones. Y con la deliciosa sensación de su dureza presionando en la unión de sus muslos.
Él estornudó y luego preguntó:
– ¿Te parece bien, Sarah?
«¿Bien?» Sus miradas se encontraron de repente. El rostro inexpresivo de Matthew impedía que ella supiera si la había atrapado mirándolo, pero sospechaba que sí lo había hecho. Señor, podía sentir cómo se ruborizaba de vergüenza. No tenía ni idea de qué le había preguntado para necesitar su aprobación, ya que todo lo que ella veía parecía perfecto, así que asintió.
– Sí, será… perfecto.
Con una inclinación de cabeza, él dejó caer la pala y agarró con rapidez la mochila.
– En la hacienda hay un lago, con árboles y sombras, donde podemos comer. -Estornudó otra vez-. Y no hay rosas. Se tarda unos diez minutos en llegar. ¿Te gustaría comer allí?
Comer. Por supuesto.
– Suena delicioso.
– Excelente. -Estornudó un par de veces más y luego le indicó con la mano la dirección por la que abandonar la rosaleda.
Con Danforth precediéndolos, él adaptó su paso al de ella, y un minuto después suspiraba aliviado.
– Mucho mejor. -Ella sintió el peso de su mirada, pero mantuvo la vista fija en Danforth y en el camino que se extendía delante de ellos. Si lo miraba, temía perder la concentración. Sin duda chocaría contra un árbol y se quedaría inconsciente.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.
Señor, debía de estar todavía peor de lo que creía.
– Sí, estoy bien. ¿Y tú?
– Muy bien, aunque un poco acalorado. Las sombras que encontremos a lo largo del camino serán bienvenidas.
No cabía duda de que lo serían. Cuando lo miró, había sentido como si se derritiera, aunque no había tenido nada que ver con el brillo del sol.
– Lamento que esta mañana la búsqueda no haya sido fructífera -dijo ella.
– También yo. -Matthew guardó silencio durante varios segundos para luego añadir-: Gracias por tu ayuda. He disfrutado de tu compañía.
– No he sido una buena compañía. Apenas he hablado.
– Conversar no es necesario. Pero me ha encantado no estar solo.
En la mente de Sarah surgió la imagen de cómo lo había visto la primera noche, cuando regresaba bajo la lluvia con la pala. Con la cabeza puesta en la historia de Frankenstein, había pensado que parecía culpable de algo. Pero ahora, reflexionando, se dio cuenta de que él había parecido… decaído, solitario. Sarah sabía demasiado bien lo que era sentirse sola.
Varios minutos después, el camino terminó en un claro, en el centro relucía un gran lago ovalado, con la superficie azul oscura totalmente lisa salvo por las ondas que producían un par de cisnes que nadaban cerca de la orilla. Danforth divisó a los cisnes y saltó al agua como si lo hubieran disparado desde una catapulta. Sarah no pudo evitar reírse ante el entusiasmo del perro que salpicaba y ladraba cuando entró corriendo en el lago. Con unos chillidos de protesta, los cisnes agitaron sus alas blancas, volando por encima de la superficie hasta volver a posarse en el extremo más alejado del lago. Claramente satisfecho de haberse deshecho de los extraños, Danforth salió del agua y trotó hacia ellos.
– Tengo que advertirte -dijo lord Langston- que Danforth…
Sus palabras quedaron interrumpidas cuando Danforth se sacudió salpicando agua en todas direcciones. Cuando terminó, Sarah se giró hacia lord Langston e intentó no reírse al ver las gotas de agua que salpicaban su cara.
– ¿Danforth nos mojará con el agua del lago? -terminó ella con su voz más servicial.
Él se limpió la cara mojada con un brazo igualmente mojado y fulminó con la mirada al perro empapado.
– Sí.
– Gracias por la advertencia.
Él se giró hacia ella.
– ¿Tu perro también hace eso?
Sarah no pudo evitar reírse.
– Cada vez que puede. Mojar a Sarah es el juego favorito de Desdémona. -Acarició el desgreñado cogote de Danforth para deleite del perro-. Eh, te crees muy gracioso, ¿verdad? -le reprendió ella. Como respuesta, Danforth se sacudió dos veces más y luego regresó al lago a toda velocidad.
Lord Langston negó con la cabeza.
– Te das cuenta de que él ha tomado eso como un estímulo y que va a salpicarnos otra vez.
Sarah sonrió ampliamente.
– No me importa. De hecho, el agua fría sienta bien después de un sol abrasador.
– Hoy te has puesto sombrero -le dijo él-, creía que preferías trabajar en el jardín sin él.
Ella levantó la mano para tocarse el ala del ancho sombrero que había elegido especialmente para poder esconderse de sus ojos.
– Normalmente no lo uso, pero por una vez pensé seguir las indicaciones de mi madre. Ya debo de estar sucia y sudorosa, y ahora mojada por la gracia del perrito. Si encima tuviese la cara quemada por el sol, Danforth intentaría enterrarme como a un hueso en el bosque.
– Lo dudo -le dijo él con un susurro conspirador-. Él sólo trataba de ahogarte con… ¿cómo lo llamaste? La gracia del perrito. Vete preparando. Ahí viene de nuevo.
Segundos más tarde, Danforth se detuvo con un patinazo delante de ellos y volvió a sacudirse con fuerza.
– ¿Los perros pueden reírse? -preguntó lord Langston con voz siniestra, secándose de nuevo la cara mientras veía cómo el condenado perro volvía al agua-. Porque he creído oír emitir una risa satisfecha a ese animal. Una risa de regocijo.
– La verdad es que pienso que era más una risa disimulada que una risa satisfecha.
Él soltó un resoplido, y Sarah tuvo que apretar los labios para no reírse.
– Solía nadar en este lago cuando era niño, ¿sabes?
– Y mira qué suerte tienes ahora. Ni siquiera tienes que meterte en el lago para refrescarte. Danforth te trae el lago aquí.
– Ah, sí. Soy un hombre afortunado.
Después de que Danforth los rociara una tercera vez, Sarah preguntó:
– ¿Se cansa en algún momento?
– Oh, sí. A eso de medianoche. -Le tendió un pañuelo mojado y arrugado-. ¿Puedo ofrecerte mi pañuelo?
Ella sacó un pañuelo igual de mojado y arrugado del bolsillo del vestido y se lo tendió a él mientras sonreía abiertamente.
– ¿Puedo yo ofrecerte el mío?
Él frunció el ceño en un gesto exagerado.
– ¿Por qué señorita Moorehouse, insinúa que no presento mi mejor aspecto?
Ella levantó la barbilla y resopló airadamente.
– ¿Por qué lord Langston, está insinuando que no presento…?
Sus palabras fueron interrumpidas por otra salpicadura de agua cortesía de Danforth. Después de sacudirse bien a gusto, corrió en círculo, ladró dos veces y luego se dirigió hacia un bosquecillo cercano.
– Acaba de decirnos que se va a perseguir fauna silvestre -dijo lord Langston-. No le importa que no le esperemos para comer, pero se sentirá insultado si no le guardamos algo. -Señaló el lago con la cabeza-. ¿Quieres venir conmigo a lavarte las manos?
– Sí, aunque me temo que tendré que lavarme algo más que las manos después de esta excursión.
– De eso nada. Pareces fresca como una margarita.
Ella soltó una carcajada.
– Sí, una margarita que ha sido pisada, mojada y manchada.
Acuclillándose en la orilla del lago, Sarah sumergió el pañuelo en el agua y se refrescó lo mejor que pudo, observando por el rabillo del ojo que lord Langston simplemente recogía agua entre sus manos ahuecadas y se la echaba por encima de los brazos, la cara y el cuello. Cuando él ya estaba de pie, ella se levantó, luego se quedó quieta mientras él se sacudía el pelo húmedo y se lo echaba hacia atrás con las manos, exactamente de la misma manera que había hecho cuando se levantó de la bañera.
Una imagen de él gloriosamente desnudo y mojado apareció de repente en su mente, calentándola hasta el punto de que casi sintió que el vapor traspasaba sus ropas húmedas. Se le cayó el pañuelo de los dedos y fue a aterrizar sobre la punta de su bota.
Ambos se inclinaron a la vez y sus cabezas chocaron.
– Ay -dijeron al unísono, levantándose al mismo tiempo y llevándose los dos una mano a la frente.
– Lo siento -dijo él-. ¿Estás bien?
«No. Todo es por tu culpa.»
– Sí, gracias. ¿Y tú?
– Estoy bien. -Le tendió el pañuelo-. Tu pañuelo, sin embargo, ha conocido días mejores.
Intentando no tocarle, ella recogió el trozo de tela mojada.
– Gracias -dijo.
– De nada. -Curvó la comisura de la boca-. Te has tomado toda esta situación con bastante deportividad. No te has quejado ni una sola vez.
– Eso es porque has prometido darme de comer, y no quiero arriesgarme a perder la comida. Después de almorzar, ya me quejaré todo lo que quieras.
– Y yo asentiré con compasión mientras finjo que te estoy escuchando como debe hacer todo buen anfitrión. ¿No? -Extendió el brazo con una floritura y con una mirada pícara en los ojos. Ella no tenía planeado tocarle, pero dado el carácter juguetón de su gesto, supo que sería una maleducada si lo rechazaba.
Apoyando la mano ligeramente sobre su antebrazo, ella imaginó que estaba tocando un trozo de madera. ¿Ves qué fácil?
Podía hacerlo. Podía pasar el tiempo con él de una manera estrictamente platónica. Le gustaba su compañía, su charla, la amistad que había entre ellos, incluso tocarle el brazo. Todo era perfecto.
Recogieron la cartera y la mochila y se situaron bajo un enorme sauce para disfrutar del picnic, él depositó la mochila encima de una manta.
– Vamos a ver -comentó él, sacando los alimentos uno por uno-. Tenemos huevos duros, jamón, queso, muslitos de pollo, pasteles de carne, espárragos, pan, sidra y tarta de fresa.
– Para mí es suficiente -dijo Sarah con un asentimiento de cabeza que le descolocó las gafas-. ¿Qué preparó la cocinera para ti?
– Eres una mujer con buen apetito, por lo que veo.
– Algo más que eso. Por lo menos después de cavar durante dos horas y ser recompensada con la gracia del perrito.
Él le dirigió una mirada de fingido reproche.
– Pensaba que no ibas a quejarte hasta después de la comida.
– Lo siento. Me olvidé. Por lo que respecta a la comida, un poco de cada cosa suena perfecto. ¿Te gustaría que sirviera?
– ¿Y dejarás algo para mí?
– Es probable. Quizá.
Él arqueó las cejas.
– Hummm. Me parece que lo único que quieres es quedarte con mis muslitos de pollo.
Ella sofocó una risita y resopló airadamente.
– Te aseguro que no. Voy detrás de la tarta de fresa.
Mientras él servía la sidra, Sarah preparó dos platos generosos. Después de pasarle el suyo, ella se sentó a su lado, de cara al lago, procurando mantener una respetable distancia entre ambos. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Sentarse a su lado y observar el lago mientras comían.
Comieron en silencio durante varios minutos, mirando el lago, y Sarah se limitó a disfrutar del hermoso día y el precioso paisaje. El gorjeo de los pájaros llenaba el aire y los rayos del sol penetraban intermitentemente a través de las hojas susurrantes y brillaban sobre el agua del lago.
– ¿Vienes al lago a menudo? -preguntó ella manteniendo la mirada en la superficie lisa y brillante del agua.
– Casi todos los días. O camino hasta aquí o vengo a caballo. Es mi lugar favorito. El agua produce en mí un efecto tranquilizador.
– Entiendo por qué. Es… perfecto. ¿Y qué haces cuando vienes?
– Algunas veces nado, otras me lanzo desde las rocas o simplemente me siento debajo de este árbol. El tronco de este sauce tiene una parte lisa que es muy cómoda. Algunos días traigo un libro, otros vengo sólo con mis pensamientos. -Por el rabillo del ojo, Sarah vio que él se giraba hacia ella-. ¿Hay algún lago cerca de tu casa?
– No. Si lo hubiera, no sabría dónde pasar mi tiempo, si en el lago o en el jardín.
Se permitió girarse hacia él. Los rayos de sol dorados y las sombras que se filtraban entre las largas hojas del sauce lo iluminaban dándole un aire intrigante que su ojo artístico deseó capturar de inmediato. Sus ojos color avellana parecían más verdes que marrones debido sin duda al denso follaje que lo rodeaba. Por Dios, no estaba segura sí la palabra «bello» sería la más adecuada para describir a un hombre, pero no cabía duda de que era la más indicada para ese hombre.
Aunque se había quedado sin aliento ante el impacto de su imagen, estaba muy orgullosa por no haber dejado caer el trozo de queso que estaba comiendo. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Mirarlo directamente a los ojos y seguir hablando de manera coherente sin dejar caer el queso.
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