Sin embargo, para ella seguía siendo perfecto.
Desafortunadamente.
Matthew se detuvo ante la ventana de su dormitorio y miró fijamente la oscuridad de la noche. La lluvia golpeaba los cristales acompañada por ráfagas de viento, y él maldijo el destino que había traído un tiempo tan inclemente. De no ser por esa condenada tormenta ahora mismo estaría en la rosaleda cavando bajo la luz de la luna, y aunque no era ni su afición ni su lugar favoritos, los había disfrutado enormemente la semana anterior gracias a la compañía de Sarah.
Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. Esa última semana que había pasado cavando con Sarah hasta altas horas de la noche había sido a la vez la más agradable y la más frustrante de su vida. Pero esa noche, debido a la tormenta, no habría excavación. Lo que significaba que no vería a Sarah y que por lo tanto no disfrutaría de su compañía. No pasearía con ella por la orilla del lago bajo la luz de la luna como habían hecho tras cada noche cavando infructuosamente. No compartiría historias sobre las aventuras y desventuras de la niñez. No tirarían piedras a la superficie lisa del lago. No jugarían con Danforth. No se engancharían en una rama como había ocurrido la noche anterior. No habría sonrisas. Ni risas. No sentiría más liviano el nudo opresivo de la soledad que había padecido durante tanto tiempo. No se sentiría profundamente feliz.
Por supuesto también significaba que no tendría que padecer la tortura de estar tan cerca de ella sin tocarla. Ni el tormento de inhalar el seductor aroma de lavanda que impregnaba la suave piel y el pelo alborotado -de una manera encantadora- de Sarah. Ni sufriría la agonía de tener que apretar los dientes cada vez que sus hombros o sus dedos se rozaban accidentalmente. No padecería la frustración de tener que fingir que no sentía por ella más que una simple amistad. Lo cierto era que había sido una semana de satisfacción y de tortura. La noche anterior, después de observar cómo Sarah entraba en el dormitorio, se había dirigido a su alcoba y, sin poder dormir, había recorrido la habitación con largas zancadas hasta el amanecer incapaz de apartarla de su mente. Con la sombra del fracaso pendiendo sobre su cabeza, se había dicho a sí mismo que si pasaba más tiempo con ella, descubriría aspectos de su carácter que no le gustarían. Rarezas molestas. Rasgos de su personalidad que detestaría.
Pero ahora, una semana después, únicamente podía reírse de la insensatez de esa creencia. Cuanto más tiempo pasaba con Sarah, más quería pasar a su lado. A pesar de su empeño de encontrar algo sobre ella que no le gustara, sus expediciones sólo habían servido para reforzar todo lo que le gustaba y admiraba en ella. Es más, había descubierto nuevos aspectos de ella, todos los cuales le satisfacían enormemente.
Ella era una persona tenaz y decidida, de naturaleza optimista, que se negaba a permitir que él perdiera las esperanzas de encontrar el dinero. Era paciente e incansable, jamás se quejaba ni del trabajo extenuante, ni de las ampollas que se le formaban en las manos. Tarareaba mientras trabajaba, una costumbre que hacía que Matthew sonriera porque ella obviamente no tenía oído para la música…, un defecto que debería haber encontrado irritante, pero que por el contrarío le resultaba absolutamente encantador.
Muy preocupado por su seguridad, él había llevado sus cuchillos cada noche -además de una pistola-, pero ni una sola vez había sentido que los observaran o amenazaran, ni siquiera Danforth se había mostrado alerta. Si alguien lo había vigilado con anterioridad, estaba claro que ya había perdido el interés.
Y esa misma tarde había oído un chisme de boca de los criados sobre el hermano de Elizabeth Willstone, Billy Smythe. Al parecer había abandonado precipitadamente Upper Fladersham, lo que a los ojos de la gente del pueblo lo convertía en sospechoso del asesinato de Tom. Una triste noticia para la familia Willstone, pero un enorme alivio para él porque quedaba libre de sospechas.
Había acompañado a Sarah a la puerta de su dormitorio cada noche a eso de las tres de la madrugada con el corazón encogido por un sentimiento de pérdida al alejarse de su compañía. Luego se había pasado cada minuto del día lleno de impaciencia, deseando que cayera la noche para poder dedicarse a sus expediciones nocturnas al jardín.
Pero cada una de las excursiones que los llevaba a estar más cerca de completar la búsqueda en la rosaleda los acercaba también al fracaso. Y, aunque no quería admitir ese hecho, en su corazón sabía que sólo era cuestión de tiempo. Calculaba que terminarían en cinco noches…, antes si se apuraban, pero eso haría que pasara menos tiempo con Sarah, y él valoraba sobremanera esas horas a solas con ella como para permitir que terminasen antes.
Así que aún tenía cinco noches por delante. A partir de ahí no habría nada que registrar. Ninguna esperanza de encontrar la fortuna que su padre aseguraba haber ocultado. Ni de poder ser libre de casarse con quien quisiera.
Ese deprimente pensamiento le hizo abrir los ojos y pasarse las manos por la cara. Dándole la espalda a la ventana salpicada por la lluvia recorrió la habitación antes de sentarse en un sillón ante el fuego. Danforth, que estaba tumbado pesadamente en la alfombra delante de la chimenea, se acercó a sus pies, y se sentó sobre sus botas. Después de que Danforth le dirigiera una mirada inquisitiva que indicaba claramente que el animal sabía que las cosas no iban bien, dejó caer su enorme cabeza sobre el muslo de Matthew, lanzando un suspiro perruno de pesar.
– Tú lo has dicho -dijo Matthew rascando ligeramente detrás de las orejas de Danforth-. No tienes ni idea de lo afortunado que eres de ser un perro.
Danforth se relamió antes de dirigir una ansiosa mirada hacía la puerta. Matthew negó con la cabeza.
– Esta noche no, amigo. No veremos a Sarah esta noche.
Danforth pareció abatido ante las noticias, un sentimiento que Matthew comprendió perfectamente.
«No vería a Sarah esa noche…»
Las palabras resonaron en su mente, llenándolo de una inquietud a la que no podía dar nombre. Una inquietud que aumentó cuando comprendió que después de esos cinco días, no volvería a ver a Sarah ninguna otra noche más. La reunión campestre terminaría y ella se iría de Langston Manor. Él se casaría poco después -para honrar la promesa hecha a su padre- con una heredera que satisficiera todas las exigencias del título.
«Una heredera…» Echó hacia atrás la cabeza y clavó los ojos en el techo; una imagen de la hermosa lady Julianne se materializó en su mente. Durante la semana anterior había hecho el esfuerzo de pasar más tiempo con ella: se había sentado a su lado en varias comidas, había sido su pareja para jugar al whist, la había invitado a dar una vuelta por el jardín; todo ello bajo el ojo vigilante de su no muy sutil madre, por no mencionar las torvas miradas que le habían dirigido Hartley, Thurston y Berwick, que obviamente admiraban a lady Julianne.
Con un gruñido levantó la cabeza y clavó la vista en las danzantes llamas. Un matrimonio entre él y lady Julianne sería perfecto desde todos los puntos de vista. Ella tenía el dinero que él necesitaba, él tenía el título que su familia deseaba y ella poseía una presencia más que agradable. Era perfecta en todos los sentidos.
Pero el simple pensamiento de casarse con ella le producía rechazo. No importaba cuánto intentase decirse a sí mismo que debía compartir su vida con ella, sencillamente no era capaz de imaginárselo.
Y en ese momento la verdad lo golpeó de lleno. Fue un impacto tan brutal que se incorporó de golpe.
Por muy perfecta que fuera lady Julianne, él, sencillamente, no podía casarse con ella. No se casaría con ella. No con ese implacable deseo por Sarah ardiendo en sus venas. Casarse con una de las más queridas amigas de Sarah le haría recordar constantemente a la mujer que de verdad quería; ella los visitaría, y él sabía en su corazón y su alma que no sería capaz de soportarlo. Sería una situación inaceptable que los deshonraría tanto a ellos como a lady Julianne, que era una joven decente que se merecía a un hombre que no deseara a su mejor amiga.
Si no quería volverse loco cuando Sarah se fuera de su casa, tendría que salir en ese momento de su vida. Necesitaba una heredera, de acuerdo, pero tendría que buscar en otro sitio. Por su amistad con Sarah, lady Julianne no era una candidata viable -lo cierto era que nunca lo había sido-, y debería haberse dado cuenta antes. Y seguramente lo habría hecho si no hubiese estado tan ofuscado por la atracción que sentía por Sarah.
Exhaló un largo suspiro de alivio. Ahora que había tomado la decisión de eliminar a lady Julianne de la lista de candidatas, sentía que se aligeraba parte de la carga que pesaba sobre sus hombros. Ese mismo día había recibido unas cartas de las familias de lady Prudence Whipple y de lady Jane Carlson donde le informaban de que las jóvenes no podrían unirse a la reunión campestre, pues ambas estaban de viaje por el continente. Pero Londres estaba lleno de jóvenes ricas y ansiosas por casarse con un título. A pesar de que el tiempo apremiaba, siendo joven y atractivo tenía el éxito asegurado.
Sin embargo, aquello también significaba que tendría que viajar a Londres le gustase o no, y no le quedaba demasiado tiempo. El año se cumpliría en tan sólo tres semanas, así que tenía que acelerar la búsqueda. Tras hacer unos rápidos cálculos mentales, decidió que podría acabar en tres noches en vez de en cinco, lo que le dejaba sólo tres noches con Sarah, algo que le dolía como un puñal clavado en el vientre. Y, a no ser que tuviera éxito, partiría hacia Londres inmediatamente después.
A buscar una esposa.
Que no fuera Sarah.
Maldición, si ella fuera una heredera se solucionarían todos sus problemas. Ojalá no hubiera hecho esa promesa en el lecho de muerte de su padre; un juramento que su honor le exigía cumplir. Ojalá no hubiera heredado ese condenado título y todas esas responsabilidades -y deudas- que lo obligaban a tomar esas medidas.
Se pasó las manos por el pelo. No había otra opción. Sabía lo que tenía que hacer e iba a hacerlo.
Con suavidad apartó la cabeza de Danforth de su muslo, se levantó y se dirigió a la licorera donde se sirvió una generosa copa de brandy. Tomó un largo trago, agradeciendo la sensación ardiente en su garganta constreñida y reseca. Su mirada cayó sobre el escritorio e instantáneamente pensó en el contenido del cajón superior. Parecía atraerle como el canto de una sirena.
Como en un sueño, dejó la copa sobre la mesa y atravesó la estancia. Abrió el cajón y sacó los dos dibujos. Sosteniéndolos entre las manos, estudió el primero; era un bosquejo de Danforth sentado sobre la hierba con el flanco apoyado en lo que parecía una bota masculina. Su mascota estaba dibujada de una manera tan realista que Matthew casi lo veía respirar. Casi podía sentir el peso del animal sobre su pie.
Dejó el dibujo sobre el escritorio y estudió el segundo boceto. Era el retrato de un niño con gafas vestido de pirata saludando con una expresión estoica en un bote de remos medio hundido en mitad del lago. Una sirena sin cabeza ni cola adornaba la proa del bote justo al lado del nombre del desafortunado bergantín: Botín del Tunante. Había captado el momento con tanta lucidez, con tanta exactitud, que le parecía que ella había estado allí.
La noche anterior, después de su salida nocturna, ella le había dado los bocetos enrollados y atados con un cinta. Cuando él le dijo que no era su cumpleaños, ella se sonrojó y contestó que no era suficiente para ser un regalo de cumpleaños.
Oh, pero había estado equivocada. Matthew había clavado la vista en los dibujos de la misma manera que ahora, con un nudo de emoción constriñendo su garganta. Eran… perfectos. Y únicos. Igual que la mujer que los había dibujado para él.
Miró fijamente el boceto durante varios segundos más, luego le dio la vuelta para volver a leer la breve dedicatoria: «Para lord Langston, en recuerdo de un día perfecto.»
Luego estaba la firma, rozó suavemente con el dedo la clara y meticulosa escritura y su mente recordó al instante cómo se había sentido al tocar su piel suave. Algo le rozó la pierna, parpadeó y esas imágenes que lo obsesionaban día y noche se disolvieron. Danforth se había unido a él y lo miraba con una expresión expectante que luego giró hacia la puerta. Matthew negó con la cabeza.
– Lo siento, amigo. Como ya te he dicho, estaremos solos esta noche.
Danforth le dirigió lo que parecía una mirada de reproche. Luego, de improviso, el perro agarró entre los dientes los extremos del boceto que Matthew había dejado sobre el escritorio. Antes de que Matthew pudiera recuperarse de la sorpresa, el animal corrió hacia la puerta con el boceto colgando de la boca.
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