– Es muy bonito -susurró ella, pasando los dedos por los vivos colores.
– Sí. Era de mi madre -dijo Matthew suavemente-. Espero que lo uses. Y que al hacerlo me recuerdes con cariño.
«¿Con cariño?» Por Dios, esa palabra no le hacía justicia a lo que sentía por él. Parpadeando para contener sus ardientes lágrimas, dijo:
– Gracias, Matthew. Lo guardaré siempre como un tesoro. Yo también tengo un regalo para ti. -Se encaminó al escritorio, dejó las flores y el broche sobre la superficie pulida y luego cogió unos pergaminos enrollados y atados con una cinta. Regresó a su lado para dárselos.
En silencio, él quitó la cinta y desenrolló lentamente los bocetos. Miró el primero; tenía dibujadas dos flores con largos tallos curvos. Matthew sonrió.
– Straff wort y tortlingers -dijo él, leyendo las palabras que ella había escrito debajo de las plantas imaginarias-. No sé cómo, pero sabía que serían exactamente así.
Tomó el segundo boceto y lo miró durante largo rato; un músculo comenzó a palpitarle en la mandíbula. Cuando finalmente levantó la vista, la emoción que reflejaban sus ojos hizo que el corazón de Sarah se saltara un latido.
– Tú… como Venus. Es perfecto. Justo como sería Venus si llevara gafas. Gracias.
– De nada.
Volvió a atar la cinta con cuidado y luego cruzó la estancia para dejar los bocetos encima del escritorio al lado de las flores. Después caminó hacia ella, pero cuando llegó a su altura, no se detuvo, la tomó en brazos y la llevó a la cama, dejándola sobre el borde del colchón.
Sin decir nada, se arrodilló ante ella y extendió la mano para desabrocharle su camisa; lo único que llevaba puesto. Tras deslizarle la prenda por los hombros y los brazos, le rozó la piel con la yema de un dedo desde el hueco de su garganta al ombligo.
– Tiéndete -susurró con voz ronca.
Después de que lo hiciera, él le abrió las piernas y le subió los muslos colocándoselos sobre los hombros. El pudor de Sarah se evaporó con el primer toque de la lengua de Matthew sobre sus sensibles pliegues. Nunca había imaginado tal intimidad. Él le hizo el amor con la boca, la acarició con los labios y la lengua mientras sus dedos le rozaban la piel con delicada perfección. Cuando llegó al clímax, ella lanzó un grito que pareció provenir de las mismas profundidades de su ser.
Lánguida y relajada, lo observó quitarse las ropas. Luego Matthew cubrió su cuerpo con el suyo y la magia empezó una vez más. Sarah intentó memorizar cada roce. Cada mirada. Cada sensación. Pues sabía que serían los últimos.
Cuando despertó por la mañana, él se había ido.
Matthew llevaba dos horas en la carretera camino de Londres cuando detuvo a Apolo y se inclinó para palmear el cuello marrón del caballo castrado. Los rayos del sol naciente que teñían de malva el amanecer cuando abandonó Langston Manor habían dejado paso a un cielo azul salpicado con nubes algodonosas. Sus invitados no abandonarían su casa hasta media tarde, pero él se había sentido incapaz de quedarse.
No habría soportado decirle adiós a Sarah delante de todo el mundo. Quería recordar su imagen dormida después de haber hecho el amor, con su pelo extendido alrededor como un halo rizado de color café.
Delante de él, el camino se dividía en dos: el de la izquierda conducía al sudoeste, hacia Londres, mientras que el de la derecha conducía… en dirección contraría a Londres.
Miró los dos caminos durante un largo momento mientras miles de imágenes atravesaban su mente. Imágenes que sabía que lo obsesionarían hasta el final de sus días.
Sabía lo que tenía que hacer. No había vuelta atrás.
Pero antes de ir a Londres, tenía que visitar otro lugar primero.
Presionando con los talones los flancos de Apolo, cambió el rumbo y tomó el camino de la derecha.
Capítulo 18
Sarah estaba en su dormitorio mirando fijamente la cama, cada rincón de su corazón y de su mente estaba lleno de recuerdos. Los pálidos rayos del sol de última hora de la mañana, débiles por las nubes que cubrían el cielo, teñían la colcha de un color deslustrado que se correspondía perfectamente con su estado de ánimo. Un lacayo acababa de llevarse sus últimas pertenencias. Lo único que quedaba era esperar la llegada de los carruajes. Y luego se iría a casa. De regreso a la vida que siempre había vivido. La vida que siempre había sido suficiente.
Hasta que había llegado allí.
Hasta que se había enamorado loca y totalmente de un hombre que no podía ser suyo. Había sabido desde el principio que existía la posibilidad de que las cosas acabaran tal y como habían acabado, pero a pesar de ello una pequeña llama de esperanza se había instalado en su pecho; creía que podían encontrar el dinero. Que Matthew no se casaría con una heredera. Que al final se casaría con quien quisiera. Y que la afortunada sería ella.
Sueños tontos y ridículos que en el fondo no eran más que vanas esperanzas. Por supuesto que sabía que su corazón estaba en juego. Pero de alguna manera no había pensado que dolería tanto. No se había dado cuenta de que dejaría un profundo vacío en su pecho. No había sabido que perdería su alma junto con su corazón.
Se dirigió a la ventana y miró a los jardines que se extendían debajo. ¿Existiría realmente el dinero que el padre de Matthew declaraba haber escondido allí? ¿O quizá sus palabras habían sido sólo delirios de un hombre agonizante que exhalaba su último aliento roto de dolor?
Metiendo la mano en el bolsillo, sacó el papel donde había escrito las últimas palabras del padre de Matthew. Sostuvo la lista ante la escasa luz solar y la estudió por milésima vez. «Fortuna. Hacienda. Oculto aquí. Jardín. En el jardín. Flor de oro. Parra. Fleur de lis.»
Seguro que había algo que se le escapaba. Revisó mentalmente el nombre latino de cada flor dorada y especie de parras que se le ocurrieron, pero no le sugirió nada nuevo. Después de mirar las palabras durante otro minuto, soltó un suspiro, dobló el papel y lo volvió a meter en el bolsillo.
Con una última mirada, abandonó la habitación y cerró la puerta, el suave chasquido resonó en su mente como una campana fúnebre.
En el pasillo, la saludó Danforth, que, después de agitar la cola, continuó con lo que parecía ser una vigilia en la ventana más cercana a la puerta principal. Tildon, que también la saludó, le explicó:
– Danforth se instala aquí cada vez que su señoría está ausente.
Y cuando regresara, lo haría con una nueva esposa. «Para. Deja de pensar en eso.» Sí, tenía que dejar de pensar en ello. Porque cuando lo hacía, le dolía tanto que apenas podía respirar.
Sarah se acercó a la ventana y rascó a Danforth detrás de las orejas. El perro levantó su mirada oscura con una expresión que parecía decir: «Oh, sí, justo ahí.»
– Adiós, amigo -susurró-. Te voy a echar de menos.
Danforth inclinó la cabeza y lanzó un gruñido como si preguntara: «¿Qué pasa? ¿Tú también te vas?»
– Siento que no hayas podido conocer a mi Desdémona. Creo que os hubierais llevado como los panecillos con la mantequilla.
Danforth se relamió ante la mención de su comida favorita, aunque en lo que a él concernía, todas las comidas eran sus favoritas. Le dio una última palmadita, y tras despedirse de Tildon, salió de la casa.
Había un montón de actividad en el camino de acceso para vehículos. Un lacayo llevaba baúles y otros bultos más pequeños de equipaje; los viajeros permanecían en grupitos, despidiéndose y esperando para irse. Sarah vio a Carolyn, que hablaba con lord Thurston y lord Hartley. Cuando se acercó, oyó que su hermana decía:
– ¿Pueden perdonarme, caballeros? Tengo que hablar con mi hermana.
Aunque ambos caballeros parecían reacios a renunciar a su compañía, se alejaron para unirse a lord Berwick y el señor Jennsen, que también aguardaba en las cercanías.
– Gracias, me has salvado de verdad -dijo Carolyn en voz baja después de que Sarah y ella se hubieran alejado unos pasos-. ¡Cielos! ¡Creo que lord Hartley estaba a punto de declararse!
– ¿Declarar exactamente qué?
Carolyn soltó una risita.
– No estoy segura, pero no deseaba oírlo fuera lo que fuese.
Se detuvieron al lado del carruaje de Carolyn que llevaba el escudo de armas de los Wingate en las portezuelas lacadas en negro. Carolyn le dirigió a su hermana una mirada inquisitiva.
– ¿Estás bien, Sarah?
Antes de que Sarah pudiera contestar, Carolyn continuó rápidamente.
– Diría que estás ansiosa por regresar a casa, si no fuera porque estás pálida y tus ojos… parecen tristes.
Para mortificación de Sarah, se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Estoy cansada -dijo. Su conciencia la regañó, porque si bien era cierto que se sentía cansada, no era la verdadera razón.
Carolyn extendió la mano para coger la de Sarah y le ofreció una sonrisa alentadora.
– Esta noche dormirás en tu cama. Descansarás mejor en un entorno familiar.
Sarah se tragó el nudo de pena que se le puso en la garganta al pensar en su cama, en su solitaria cama. Ciertamente, no podría dormir.
Carolyn le apretó suavemente la mano.
– Te agradezco todos estos meses de compañía, Sarah. No podría haber vuelto a salir sin tu ayuda y apoyo.
Sarah le devolvió el apretón.
– Sí, hubieras podido. Eres mucho más fuerte de lo que crees.
Carolyn negó con la cabeza.
– Encontrar las fuerzas para seguir sin Edward ha sido… difícil. Pero después de tres años, he comprendido que él habría querido que yo siguiera viviendo plenamente.
– Por supuesto que habría querido. Amaba tu sonrisa, igual que yo. Es un verdadero placer verte sonreír de nuevo.
– Haber asistido a todas esas veladas conmigo cuando sé que hubieras preferido quedarte en casa, dedicándote a tus actividades… No sé cómo agradecértelo.
– No hay necesidad cuando tú eres lo más preciado para mí. Asistiría a cien veladas más para verte sonreír.
– ¿Cien? -dijo Carolyn en tono divertido.
– Sí. Pero, por favor, no me lo pidas. -Sarah fingió un exagerado escalofrío-. Creo que perdería la razón.
– Prometo no aprovecharme de tu buena disposición. Especialmente después de haber fundado la Sociedad Literaria de Damas Londinenses para mi propio beneficio.
– No lo hice sólo por ti -protestó Sarah. Pero Carolyn sacudió la cabeza.
– Lo hiciste por mí. Y te quiero por ello. -Esbozó una sonrisa traviesa.
– Tengo que decir que nuestra primera incursión en la literatura escandalosa ha sido un enorme éxito. Estoy impaciente por elegir nuestro siguiente libro.
– Y yo. Basándome en mis investigaciones sobre el tema, nuestro próximo libro será una novela de aventuras, lo suficientemente escandalosa como para que cualquier matrona eche mano de sus sales.
– Que es precisamente la razón por la que lo escogeremos -dijeron al unísono; luego se rieron.
– Supongo que te encantará volver a tu jardín -dijo Carolyn-, aunque éstos son espectaculares.
Sarah casi se ahogó con la oleada de tristeza que la inundó.
– Sí, lo son.
– ¿Has encontrado algún lugar favorito?
– Resulta difícil decidirse, pero quizá la zona donde está la estatua. -«Allí mantuve la primera conversación con Matthew»-. Es como un jardín oculto dentro de un jardín.
– Sí, es una zona preciosa. ¿Qué diosa representa la estatua?
– Flora. -Sarah frunció el ceño-. Flora… -repitió lentamente. Las palabras de Carolyn hicieron que acudiera un recuerdo a su mente. «Oculto. Un jardín dentro de un jardín.» Las últimas palabras del padre de Matthew fueron… «Jardín. En el jardín.»
Le pareció que se le detenía el corazón. ¿Y si el padre de Matthew hubiera querido decir literalmente jardín en el jardín? ¿Podría haberse referido a la zona donde se ubicaba la estatua de Flora?
Cerró los ojos y recordó la zona. ¿Había flores doradas rodeando a Flora? «Flores doradas, flor de oro…»
Flor de oro.
Una idea la golpeó con tanta fuerza que se quedó boquiabierta. Por Dios, ¿sería posible? Abrió los ojos de golpe con una exclamación y se encontró a Carolyn mirándola fijamente.
– ¿Estás bien, Sarah?
Se sentía tan excitada que era incapaz de permanecer quieta.
– Sí, estoy bien. Pero debo irme… Yo, hummm, me dejé algo en el jardín. -Una excusa que rezaba para que fuera verdad.
– Puede recuperarlo alguno de los lacayos.
– ¡No! Quiero decir…, no es necesario. Estaremos mucho tiempo en el carruaje, me gustaría dar una vuelta rápida. Volveré tan pronto como pueda. No te vayas sin mí.
– Por supuesto que no…
Pero Sarah no esperó a que su hermana terminara la frase. Ya se había dado la vuelta y se dirigía a grandes zancadas hacia la casa, pensando a toda velocidad. A sus espaldas, escuchó el zumbido de las conversaciones y una voz masculina que preguntaba:
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