– Es quien tiene los hombros más anchos -dijo Emily con una picara sonrisa.

– Entonces que sea lord Langston -dijo Carolyn. Miró a Sarah-. Tu tarea será conseguir una camisa de nuestro anfitrión.

Sarah apretó los labios para no hacer una mueca. Ya, su anfitrión. Quien, en sólo unos segundos durante la cena, se había dado cuenta de que se le habían empañado las gafas por culpa de la sopa, se había reído de ella y acto seguido la había ignorado. Bueno, no se había reído abiertamente, pero ella había percibido el ligero temblor de sus labios. Luego había retomado su habitual pose indolente para dedicar la atención -cómo no- a una mujer más atractiva. Los caballeros siempre dejaban de prestarle atención con rapidez. Aquello había dejado de molestarla hacía mucho tiempo, pero con lord Langston, durante un instante, había llegado a pensar que él tenía intención de hablar con ella. Era ridículo, pero había creído de verdad que se reía «con ella» en vez de «de ella». Por lo que su rechazo la había afectado más de lo que hubiera querido.

Había observado a suficientes hombres como él para reconocerlo. No tenía la menor duda de que Matthew Devenport, que había heredado el título de marqués de Langston tras la muerte de su padre el año anterior, era simplemente otro hombre guapo, rico y aburrido que poseía demasiado dinero, demasiado tiempo libre, demasiadas diversiones y tenía demasiadas mujeres adulándole. Y ciertamente, un hombre con ese oscuro atractivo tenía que estar acostumbrado a adular a las mujeres. La verdad es que era una suerte que ella fuera inmune a tales atributos superficiales como una cara hermosa, así no se sentiría tentada de mirarlo.

Sabía que la invitación a esa reunión campestre era obra de Carolyn. Aunque Carolyn era oficialmente su dama de compañía -el cielo sabía que no la necesitaba-, Sarah sabía que era ella quien realmente hacía de acompañante de su hermana. Si la única manera de conseguir que Carolyn regresara al mundo era acompañándola, tenía muy claro que iría hasta el fin del mundo con ella si fuera necesario.

Sospechaba que esa reunión campestre no era simplemente una reunión de amigos. Había oído rumores de que lord Langston -poseedor de uno de los títulos más antiguos y venerables de Inglaterra- podía estar buscando esposa. Por supuesto, podían ser meras ilusiones por parte de las jóvenes a las que había oído sin intención en una velada musical la semana pasada. Pero, si fuera verdad, tanto Julianne, Emily como Carolyn serían las candidatas perfectas. Tenía fuertes sospechas de que las había invitado para echarles un vistazo. Bah. Como si no fueran otra cosa que caballos para ser inspeccionados.

Se había sentido tentada de contarles a su hermana y a sus amigas ese rumor, pero no lo había hecho para no darle a Carolyn una excusa para no asistir a la reunión. Especialmente ahora que su hermana estaba dando los primeros pasos para reintegrarse en la sociedad y dejar el luto, y aceptar la invitación de lord Langston era el paso más significativo hasta el momento. Era, después de todo, sólo un rumor. Si lord Langston buscaba novia, Carolyn estaba fuera de cualquier posible elección. Su hermana le había confesado que no tenía intención de casarse otra vez. Que sólo se casaría por amor, y nunca podría amar a otro hombre como había amado a Edward. Por supuesto, lord Langston no estaba al tanto de dicha información, pero Sarah sabía que Carolyn se aseguraría de dejárselo bien claro si fuese necesario.

Por el contrario, Emily y Julianne eran las candidatas perfectas. Por lo tanto, tenía intención de estar ojo avizor con lord «demasiado-guapo-para-su-bien» Langston para determinar si su personalidad era la más adecuada para sus amigas. Por desgracia, por lo observado hasta ahora, lord Langston entraba firmemente en la categoría de los memos.

Y ahora tenía que robarle -mejor dicho pedirle prestada- una camisa a su insufrible anfitrión. Una leve sonrisa comenzó a insinuarse en las comisuras de sus labios. Realmente podría ser entretenido sacar lo mejor de él. Tomar algo de él -por supuesto de forma temporal- sin su conocimiento. Una risita de satisfacción le cosquilleó en la garganta. «¿Se ha reído de mí, lord Langston? Bueno, pues no es usted más que otro de esos memos consentidos. Y seré yo quien ría la última.»

Ajustándose las gafas, Sarah les dijo a sus compañeras:

– Ya tenemos todas asignada nuestra tarea. Doy por finalizada esta reunión de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses para volver a convocarla mañana aquí a esta misma hora y comenzar a trabajar en el señor Franklin N. Stein.

– Chinchín -dijo Emily, brindando con una copa imaginaria.

Se dieron con rapidez las buenas noches, luego salieron de la habitación de Sarah para recorrer sigilosamente el pasillo hacia sus propios dormitorios.

Tras cerrar la puerta, Sarah se apoyó contra la hoja de roble. Su mirada cayó sobre la lista que había quedado olvidada sobre la antigua arquimesa y, apartándose de la puerta, se dirigió al pequeño escritorio. Después de coger la pluma, sumergió lentamente la punta en el tintero y añadió los últimos requisitos a la lista del Hombre Perfecto. Los requisitos más importantes. Los únicos que no se había atrevido a decir delante de sus compañeras. Pues aunque eran sus más íntimas confidentes, había cosas difíciles de admitir ante cualquiera.

Cuando terminó de escribir, dejó la pluma y leyó sus palabras. «No juzgar a las personas por su aspecto. Saber apreciar la belleza interior. No mirar a la gente como si no existiera.»

No tenía razones para creer que existiera tal hombre, pero ya que soñaba con él, ¿por qué no soñar a lo grande?

Estalló otro relámpago y se acercó a la ventana. Siempre le había gustado el sonido de las tormentas de verano; el repiqueteo de la lluvia contra el tejado y las ventanas era extrañamente tranquilizador. Los rayos brillaron repentinamente y miró por la ventana. Se quedó paralizada. Un hombre emergió del cercano bosquecillo de olmos para acercarse a la casa. Iluminado por los destellos intermitentes, lo vio apresurarse a través del césped, con la cabeza inclinada, una pala en la mano y la ropa y el cabello empapados. De repente, como si él sintiese su mirada, se detuvo y levantó la vista. Ella se echó hacia atrás, agarrando con firmeza las cortinas de terciopelo que flanqueaban la ventana, pero no antes de echarle un buen vistazo. Lo reconoció al instante.

El corazón comenzó a palpitarle sin razón aparente, esperó unos segundos, luego volvió a mirar a hurtadillas por la ventana. Ya se había ido.

¿La había visto?, se preguntó ceñudamente. ¿Qué pasaría si lo había hecho? No era ella la que estaba andando a escondidas a una hora intempestiva durante una tormenta con una pala firmemente agarrada en la mano.

Y en primer lugar, ¿qué había estado haciendo lord Langston bajo la lluvia en mitad de la noche, vagando de una manera furtiva con una pala? Porque era precisamente el tipo de cosas que…

Su mirada recayó en los tres libros con cubierta de piel que reposaban sobre la mesilla de noche con el título de El moderno Prometeo.

– Es precisamente el tipo de cosa que hubiera hecho Victor Frankenstein.

Su imaginación, que siempre había sido muy activa, amenazó con desbocarse. Se tambaleó ante sus alocados pensamientos y con el ceño fruncido se alejó de la ventana. Seguramente había una explicación lógica para el extraño comportamiento de su anfitrión.

Y ella estaba decidida a descubrirla.

Capítulo 3

Los rayos del sol naciente se filtraban por la ventana del dormitorio de Sarah cuando abandonó sigilosamente su habitación. Se había despertado al amanecer como cada mañana, ansiosa por salir, especialmente al darse cuenta de que la lluvia había cesado en algún momento de la noche. Sentía deseos de oler la fresca humedad que impregnaba el aire y la hierba después de la tormenta.

El día anterior por la tarde, a medida que su carruaje se acercaba a Langston Manor, había percibido imágenes de lo que parecían ser unos impresionantes jardines y estaba deseosa de explorarlos para sacar algunos bocetos. Especialmente a esa hora, durante esos tranquilos instantes previos al amanecer, en los que tenía todo el tiempo del mundo para sí misma.

Con su gastada cartera de cuero -donde llevaba su material de dibujo- bajo el brazo, dobló la esquina del pasillo. A punto estuvo de chocar con una joven criada que cargaba con una brazada de ropa de cama blanca.

– ¡Oh, mil perdones, señorita! -dijo la criada apretando contra su pecho la carga que llevaba-. No esperaba encontrarme con nadie tan temprano.

– Ha sido culpa mía -dijo Sarah, agachándose para recoger la cartera y una funda de almohada que se había caído de la pila que cargaba la criada-. Estaba tan ensimismada en mis pensamientos que no miré por dónde iba. -Se incorporó, dobló con habilidad la funda de almohada y luego la depositó sobre el montón de ropa de la criada.

– Gra-gracias -tartamudeó la joven claramente sorprendida.

Sarah contuvo el deseo de mirar al techo. Era ridículo que la criada se hubiera sorprendido por un mero gesto de cortesía, especialmente cuando era ella la que se había conducido con atolondramiento. Por Dios, era hija de un médico, no parte de la realeza. Ni aunque viviera cien años podría acostumbrarse a la formalidad de la sociedad con la que Carolyn se había emparentado. A menudo se preguntaba cómo lo toleraba su hermana.

– De nada… -inclinó la cabeza, esperando que la joven le facilitara su nombre.

– Mary, señorita.

Sarah se ajustó las gafas y sonrió.

– De nada, Mary.

La mirada de la criada se deslizó por el vestido de diario de Sarah.

– ¿Necesita algo, señorita? ¿El cordón de llamada de su habitación no funciona?

– No pasa nada, gracias. Quizá podría indicarme qué dirección debo tomar para ir a los jardines -levantó la cartera-. Esperaba poder hacer algunos bocetos.

La cara de Mary se iluminó.

– Oh, los jardines son muy hermosos, señorita, especialmente después de la lluvia. Y están muy bien cuidados. Su señoría es un apasionado de la jardinería.

Sarah arqueó las cejas.

– ¿De verdad?

– Oh, sí, señorita. Se remanga la camisa y trabaja él mismo en el jardín. No le asusta la suciedad como a algunos caballeros. Ni siquiera le importa trabajar en los jardines por la noche. -Se acercó un poco más y susurró-: Entre la servidumbre corre el rumor de que su señoría está cultivando algún tipo de flores nocturnas y eso requiere muchos cuidados.

– ¿Flores nocturnas? -El entusiasmo la invadió al pensar en tan inusuales flores, y luego se regañó interiormente por su hiperactiva imaginación. La noche anterior, lord Langston sólo había estado trabajando en su jardín y ella lo había comparado con un científico loco como Frankenstein-. Esas flores son muy raras.

– No le diga nada a nadie sobre esto, señorita, pero su señoría es un experto en el estudio de las plantas y las flores y otras cosas por el estilo.

– Intentaré tratar con él sobre el tema en cuanto tenga oportunidad -murmuró Sarah. Quizás había juzgado mal a lord Langston. Cualquier hombre que amara la jardinería, o que estuviera dispuesto a pasar la noche en vela para trabajar con flores nocturnas, no podía ser del todo malo.

Después de que Mary le diera las indicaciones para salir de la casa por las puertas francesas del salón, Sarah se lo agradeció y se encaminó hacia allí. En el mismo momento en que salió a la terraza de piedra, la embargó una sensación de paz. El cielo se teñía con los colores dorados y rosados del sol naciente. Las hojas de los olmos, que parecían lanzas flanqueando la casa, susurraban a gran altura como si fuera la música de fondo del canto de los pájaros.

Tras aspirar profundamente el embriagador aroma de la lluvia reciente, Sarah se desplazó sobre las losas de piedra. Contuvo el aliento al contemplar la belleza del vasto jardín que se extendía ante ella. Caminos curvos perfectamente delineados serpenteaban entre una amplia extensión de césped y setos cuidados con esmero. Un bosquecillo de olmos, debajo de los cuales se encontraban situados unos acogedores bancos, proporcionaría la sombra en cuanto el sol calentara. Estaba claro que su anfitrión veneraba el jardín, era el más hermoso que había visto nunca. Podía imaginarse lo impresionante que sería en cuanto la luz del sol lo inundase.

Ansiosa por explorarlo, bajó la escalinata de piedra. La hierba mojada le humedeció los robustos zapatos y el bajo del vestido, pero en vez de sentirse incómoda, celebró la familiar sensación. Caminó lentamente por los senderos curvos, maravillándose ante la primorosa profusión de plantas. Su mente las reconocía según las veía: pensamientos, margaritas, pimpinelas azules, entre otras muchas.