Alzando su enorme nariz en el aire, la Tía Marietta enlazó el brazo al de Vivienne y se alejó caminando por el sendero, sin darle otra opción a Portia más que apresurarse a seguirlas. Portia se quedó un poco atrás, sólo lo suficiente para guiñarle un ojo a Caroline, dándole a ella una silenciosa bendición para que procediera con su misión.

Caroline se enderezó lentamente, su corazón se llenó de gratitud. La maniobra de su hermana menor le había brindado tiempo y oportunidad.

Colocándose la máscara y atándose las cintas, se apresuró por el camino donde Kane había desaparecido, determinada a encontrarlo antes de que ellas lo hicieran.

Caroline nunca había imaginado que era posible sentirse tan sola mientras te rodeaba tanta gente. Recorría los caminos aglomerados del jardín, examinando el rostro y la forma de cada caballero en vano. Dos veces habría jurado que pudo captar un vislumbre de cabello dorado y el imperioso giro de una capa justo delante de ella, pero no se abriría paso a través del tumulto sólo para hallarse navegando en un mar de desconocidos.

Al tiempo que la noche avanzaba y las multitudes empezaban a disminuir, un grupo de galanes y señoritas pasaron riendo tontamente, con sus rostros también enmascarados. Las sombras moteadas les daban a sus ojos huecos y sus labios lascivos un molde siniestro. Uno de ellos sacudió un manojo de campanas frente a su cara, carcajeándose salvajemente.

Ella retrocedió, apretando los dientes. Empezó a desear haber sido la que corriera a los brazos de la Tía Marietta, sollozando y suplicando perdón, cuando descubrió a un hombre solitario entre los árboles, marchando por un camino que corría paralelo al suyo.

Con su pulso acelerándose, Caroline esquivó la rama de un cedro y transitó a través del claro. Salió por un área desierta del paseo. No había señales del hombre que había visto.

El camino eran más estrecho aquí, las linternas estaban coladas más aparte, los árboles más cerca. Las ramas entrelazadas formaban un pabellón oscuro sobre su cabeza, bloqueando los últimos rastros de la luz de la luna. Con el corazón ahogado, Caroline comprendió que debía haber tropezado con el infame Paseo del Amante, el más legendario lugar de encuentro en todo Londres.

La reputación del Paseo se había esparcido por todo Edgeleaf. Se decía que aquí, entre estos senderos ventosos y claros frondosos, las damas que se habían casado por dinero venían a encontrar amor. Aquí los caballeros que habían sido desterrados de los fríos lechos de sus esposas venían en busca de brazos más cálidos y acogedores. Aquí tanto los libertinos como los respetados miembros de la Cámara de los Lores venían para complacer sus apetitos de placeres tan oscuros y deliciosos que nadie se atrevía siquiera a susurrar.

Caroline escuchó un gemido bajo proveniente de la oscuridad frente a ella. Dio un paso involuntario hacia el sonido, temiendo que alguien se hallara en líos. Y como pudo ver, no eran el tipo de líos que había esperado.

A tan sólo unos pasos del camino, un hombre sujetaba a una mujer contra el tronco liso de un gran árbol. Su desaliño casual era de alguna manera más impresionante que si hubieran estado desnudos. El abrigo y la camisa del hombre colgaban a medias fuera de sus hombros bronceados, mientras la falda de la mujer había sido levantada por encima de las rodillas, revelando un vislumbre de medias de seda y un muslo cremoso. El hombre prodigaba caricias y besos sobre uno de los grandes pechos que sobresalían por lo alto del corpiño de la mujer. La otra mano había desaparecido por debajo de la falda.

Caroline ni siquiera podía imaginarse que le estaba haciendo por allí abajo que la hacía retorcerse y gemir de forma tan desvergonzada.

En contra de su voluntad, sintió que su propia respiración se aceleraba, su propia piel comenzaba a acalorarse. Los ojos ausentes de la mujer se abrieron y encontraron a Caroline por encima del hombro de su compañero. Los hinchados labios por los besos se curvaron en una sonrisa satisfecha, como si ella poseyera un exquisito secreto que Caroline jamás conocería.

Tomando la capucha de su capa para cubrir sus mejillas ardientes, Caroline se apuró a pasarlos. Tuvo muchas ganas de volver sobre sus pasos, pero no podía soportar el pensamiento de pasar junto a los amantes otra vez. Quizás si simplemente seguía adelante, podría encontrar alguna otra salida de este desconcertante laberinto de caminos.

Durante varios minutos no vio pasar ni un alma. Su sensación de inquietud creció con cada paso, igual que el crujido rítmico de las hojas tras ella.

– Sólo es el viento -murmuró, apresurando el paso de nuevo.

Una rama se rompió en el bosque a su izquierda. Giró alrededor, llevándose una mano al palpitante corazón. Aunque sus ojos fijos no lograron detectar ni una sombra de movimiento, no podía quitarse la sensación de que alguien -o algo – la observaba desde las sombras, una presencia malévola que se contentaba con esperar hasta que ella bajara la guardia. Así de rápido, el cazador se había convertido en presa.

Se volvió para correr. Apenas logró dar tres zancadas antes de chocar precipitadamente contra un pecho masculino. Si el impacto no la hubiera aturdido, el aliento del hombre lo habría hecho. Obviamente había bebido más que el preciado ponche de Vauxhall que tanto gustaban los visitantes regulares del jardín. Las exhalaciones de su aliento eran lo bastante fuertes como para irritar sus ojos.

Parpadeando para aclarar su visión, vio que él era desmadejado, rubio y lo bastante mayor para tener patillas, con una pizca inofensiva de pecas en el puente de la nariz. A juzgar por su sombrero de copa de castor y el corte fino de su abrigo de paño, también era un caballero.

– Discúlpeme, señor -dijo ella, inundándose de alivio mientras intentaba tomar aire.- Parece que perdí el camino. ¿Sería usted tan amable de dirigirme de regreso al Gran Paseo?

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -canturreó él, inmovilizándola con una mano mientras exploraba debajo de su capucha con la otra.- ¿Caperucita Roja de camino a casa de su abuelita?

Un segundo chaval llegó balanceándose de los árboles detrás de él, aterrizando sobre sus talones con la gracia de un gatito joven. El sombrero ladeado sobre sus rizos oscuros.- ¿No te ha dicho nadie que estos bosques estaban llenos de grandes lobos malos que esperan saltar encima de niñitas como tú?

Mientras la mirada asustada de Caroline viraba de una cara a la otra, vio que estos dos no necesitaban máscaras. Sus miradas lascivas eran genuinas.

Dio un empujón al pecho de su captor, liberándose de su apretón posesivo. -¡No voy camino a la casa de mi abuelita y tampoco soy una niñita! -Esforzándose por mantener la voz más estable que las manos, añadió: -Puedo ver que los dos son caballeros. Pensé que ustedes estarían dispuestos a prestar ayuda a una dama.

Enganchando los pulgares en el bolsillo de su chaleco, el joven moreno resopló. -Ninguna dama vendría a pasear por este camino sola a menos que estuviera buscando un poco de diversión.

– Estaba buscando a un hombre -soltó Caroline, desesperada por hacerlos entender.

La sonrisa burlona del chaval rubio era demasiado glacial para ser tan amable. -Entonces, estoy seguro de que dos hombres serán el doble de diversión.

Mientras avanzaban, con cuidados pasos inestables, Caroline empezó a retroceder. En medio de una neblina de miedo, recordó a la desafortunada chica a la que habían arrancado de los brazos de su madre. Según Tía Marietta, nadie había hecho caso a sus gritos hasta que fue demasiado tarde.

Sabiendo que tenía que intentar de cualquier modo, Caroline estaba abriendo la boca para dejar salir un chillido espantoso cuando dio directamente a los brazos de un tercer hombre.

Un poderoso brazo rodeó sus hombros desde atrás, colocándose justo encima de la elevación de sus pechos. -Lamento decepcionarlos, muchachos -dijo el tono profundo y oscuro de una voz-, pero hay más que sólo lobos vagando por el bosque esta noche.

CAPÍTULO 6

Caroline tembló de alivio, acunada por el calor perfumado de sándalo y malagueta del abrazo de Adrián Kane. Le había prometido que no era del tipo que se desmaya en los brazos de un hombre, pero su fuerza innegable hizo que semejante idea la tentara extrañamente. Sobre todo unido a su devastadora confianza en sí mismo. No podía evitar la idea de que era el tipo del hombre que sabría exactamente que hacer con cualquier mujer que casualmente encontrara en sus brazos.

– ¿Quién demonios es usted? -exigió su rubio atacante, su sonrisa cordial substituida por un ceño malhumorado.

La voz de Kane era normal, casi jovial. -Soy el que se comió al Gran Lobo Malo y no dejó nada salvo los huesos.

El muchacho intercambió un vacilante vistazo con su compañero. El chico moreno dio un paso adelante hasta que los dos estuvieron hombro con hombro.

– Salimos para practicar un poco de deporte durante esta fresca noche de primavera, -dijo con seriedad, tirando de su sombrero de copa.- No vamos a pelear con usted, señor.

– Si quiere dejarlo así, sugiero que usted y su amigo se marchen y olviden que alguna vez se adentraron por este camino.

– ¡Esto no es justo! -gruñó el otro muchacho, sacando pecho con la tonta bravuconería de la juventud.- Nosotros la atrapamos. ¡Es nuestra!

Antes de que Caroline pudiera escupir una réplica, Kane dijo suavemente, -Ya no. Ahora es mía.

Aquella elemental reclamación, proveniente de los labios de Kane y pronunciada con absoluta convicción, envió un temblor involuntario bailando por la piel de Caroline. Su apretón se tensó, advirtiéndola de que él lo había notado.

– Puede tenerla cuando hayamos terminado, si quiere, -ofreció el joven moreno, obviamente planeando una futura carrera como diplomático en el Ministerio de asuntos interiores.- Nosotros, sabemos tratar a una dama. -Se mojó el labio superior con la lengua, parpadeando con mirada sugerente hacia Caroline.- Puede empezar por implorar compasión, pero cuando hayamos acabado, implorará por más.

El cuerpo entero de Kane se puso tenso, como si se preparara para saltar. Pero simplemente dijo, -No, gracias. Yo siempre he tenido predilección por la carne fresca.

Horrorizada por su deliberada crudeza, Caroline se puso rígida. Intentó volverse para ver su expresión, pero su implacable apretón la mantuvo quieta.

– Es una estupidez, -declaró el chico rubio.-Somos dos contra uno. Digo que vamos a recuperarla.

Mientras los dos intercambiaban una mirada desafiante, Kane murmuró.

– Perdóneme, querida. Sólo será un momento, -y la alejó con manos firmes, pero gentiles.

Tuvo razón. En un minuto sus atacantes se apresuraban hacia él, al siguiente estaban tumbados sobre el suelo, gimiendo. La sangre se derramaba de la nariz pecosa del rubio. El otro muchacho agachó la cabeza y escupió un diente, su labio partido hinchado hasta dos veces su tamaño.

Kane permaneció en mitad del camino con apenas una gota de sudor sobre la frente, golpeando el extremo de su bastón en su palma.

Dio un casi imperceptible paso en su dirección, y ambos se precipitaron hacia atrás sobre codos y talones como cangrejos heridos.

– La próxima vez que los dos cachorros quieran ir de caza, sugiero que inviertan en una jauría de sabuesos y se unan a un club de caza del zorro. De otro modo, podrían encontrar sus propias pieles colgadas en mi pared.

Todavía fulminándolo con la mirada, se tambalearon y tropezaron entre los árboles, gimiendo y maldiciendo entre jadeos.

Despacio, Kane se volvió hacia Caroline. Aunque no hiciera más que un leve movimiento en su dirección, sus intenciones eran claras.

Había tratado con ellos. Ahora trataría con ella.

Enderezó su máscara, todavía con la esperanza de que no la hubiera reconocido.

– Gracias, señor. Su valentía es muy apreciada.

– ¿De veras?

Acobardada por su inescrutable mirada fija, comenzó a alejarse de él.

– No sé lo que habría hecho si usted no hubiera venido en un momento tan oportuno.

– Oportuno para los dos, parecería,-contestó, siguiendo su marcha atrás paso a paso.

¿Era su imaginación o estaba su mirada fija sobre la curva pálida de su garganta? ¿Sobre el pulso que revoloteaba bajo su suave piel blanca? Posó la mano allí, pero pareció una débil defensa, ciertamente.

Siempre he tenido predilección por la carne fresca.

Sus palabras volvieron para atormentarla. ¿Y si había estado hablando de la satisfacción de un tipo totalmente diferente de hambre?

Luchando para rechazar la ridícula fantasía, retrocedió en el claro de luz de luna. Su brumoso brillo no lo disuadió. Él siguió acercándose, cada paso tan acompasado como las campanadas de la iglesia distante anunciando la llegada de la medianoche.