Portia metió su mano pequeña en la de Caroline antes de susurrar
– Yo siempre he oído que una casa debe reflejar la personalidad de su amo.
– Es por eso que estoy asustada, susurro Caroline retrocediendo, observando los tapices antiguos con vividas escenas de violencia y mutilación.
Algunos representaban batallas antiguas en todo su violento esplendor, mientras que otros glorificaban el salvajismo de la caza. En el tapiz más cercano a Caroline, un perro de caza gruñía saltando para desgarrar la garganta de una hermosa gacela.
Aunque Vivienne miraba dudosamente a su alrededor, comento
– Seguro que será absolutamente encantador con la luz del día.
Casi saltaron cuando un mayordomo levemente encorvado y con un alarmante pelo blanco emergió de las sombras, sosteniendo un candelabro en su mano retorcida. Era tan viejo que Caroline podía escuchar sus huesos crujir y rechinar mientras que arrastraba sus pies hacia ellas.
– Buenas tardes, señoras. Su voz estaba casi tan oxidada como el juego de armadura antiguo que se escondía en un rincón a la derecha de Caroline.
– Deduzco que son las hermanas Cabot. Las esperábamos. Confío en que hayan tenido un viaje agradable?.
– Simplemente divino, mintió Portia, realizando una enérgica reverencia.
– Mi nombre es Wilbury y estaré a su servicio durante su estancia en el castillo. Seguro que están impacientes por cambiarse sus ropas húmedas. Si me siguen, les enseñare sus habitaciones. El mayordomo se dio la vuelta arrastrando los pies hacia la amplia escalera de piedra que conducía hacia arriba, a la oscuridad, pero Caroline se mantenía en su lugar.
– Discúlpeme caballero, pero ¿donde se encuentra el señor Trevelyan? Esperaba que estuviese aquí para darnos la bienvenida.
Wilbury se dio la vuelta dirigiéndole una mirada desdeñosa debajo de sus nevadas cejas. Los largos vellos se erizaron hacia fuera como los bigotes de un gato.
– El amo salió.
Caroline miro hacia la enorme ventana arqueada ubicada sobre la puerta, en el momento en que la figura dentada de un relámpago fracturaba el cielo y una ráfaga fresca de viento azotaba los cristales.
– ¿Fuera? -repitió dudosa. ¿Con este tiempo?
– El amo tiene una constitución muy vigorosa, declaró, al parecer insultado porque ella se atreviera a sugerir algo así. Sin otra palabra, inicio el asenso por las escaleras.
Vivienne hizo un movimiento para seguirle, pero Caroline tocó el brazo de su hermana, deteniéndola.
– ¿El maestro Julian también está fuera? preguntó.
Wilbury se dio la vuelta otra vez, soltando un suspiro tan exagerado que Caroline casi esperaba ver un soplo de aire emerger del bramido que crujía en sus pulmones.
– El maestro Julian no llegará hasta mañana por la noche. La cara de Portia cayó. A menos que deseen permanecer aquí en el hall de entrada y esperar su llegada, les sugiero que me acompañen.
La mirada fija de Caroline siguió la trayectoria de los pies arrastrados por el mayordomo al primer descansillo de la escalera. Supuso que tenía razón. A menos que desearan estar paradas allí toda la noche, temblando dentro de sus abrigos mojados y aguardando el inicio de alguna enfermedad, no tenían ninguna opción sino seguirlo a las sombras.
Wilbury giro a la izquierda dejando a Portia y Vivienne en habitaciones contiguas en el segundo piso. Cuando Caroline siguió la luz vacilante de la vela hacia arriba tres pisos más, a través de la escalera sinuosa, las piernas ya le habían comenzado a doler y su espíritu a hundirse. Las escaleras finalmente terminaron en una puerta estrecha. Aparentemente, Kane planeó castigarla, imponiendo su hospitalidad, desterrándola a algún ático privado de aire y aún más desprovisto de encanto que la casa de tía Marietta.
Cuando el mayordomo paso rápidamente abriendo la puerta, ella se abrazó así misma preparándose para lo peor.
Su quijada cayó.
– Debe haber algún error, protestó. Quizás este sitio fue pensado para mi hermana Vivienne.
– Mi amo no incurre en equivocaciones. Ni tampoco yo. Sus instrucciones eran absolutamente explícitas. Wilbury profundizó su voz en una personificación encomiable de Adrian Kane. “La Srta. Caroline Cabot se hospedará en la torre del norte”. Es Ud. la Srta. Caroline Cabot, no? -La escudriñó bajando su venosa nariz hacia ella. No parece ser una deshonesta impostora.
– Por supuesto no soy una impostora, replico tomándolo por sorpresa. Era imposible saber si el centelleo en los ojos del mayordomo provenía de la travesura o la maldad.
– Solo que no contaba con… esto. Caroline agitó una mano abarcando el dormitorio ante ellos.
Mientras que los alojamientos de sus hermanas eran cómodos y encantadores, poca semejanza tenían con este opulento aposento, situado en la misma cima del castillo.
Un fuego crepitaba en la chimenea enmarcado por una repisa de mármol, su alegre resplandor reflejado en el cristal ahumado de múltiples ventanas. Esbeltas velas de cera colocadas en apliques de hierro llenaban las paredes de la habitación circular. Las paredes de piedra habían sido blanqueadas y pintadas con un borde de hiedra entrelazada. Una cama con altas columnas dominaba una pared, en su elegante marquesina colgaban graciosas cortinas de seda de color zafiro.
Con su permiso, Wilbury salió prometiendo enviar a un lacayo con su equipaje y a una criada para ayudarla con su indumentaria para la tarde, Caroline se aventuró en la habitación, aún con su descolorida maleta en la mano.
Debajo de una de las ventanas había un lavabo de cerámica y una jarra con agua caliente puesta sobre una madera satinada en forma de media luna. Una silla se encontraba frente a la chimenea, donde descansaba una bandeja con carne y queso. Preparado sobre la cama se encontraba un vestido color esmeralda de terciopelo, invitando a cubrir los escalofríos que provocaban la ropa mojada y deslizarse en su seductor calor.
No se había ahorrado ninguna comodidad para el viajero cansado. Cada aspecto de la habitación había sido diseñado para hacer que su visitante se sintiera bienvenido y era una sensación de calor que Caroline no había gozado desde que sus padres murieron.
Su mirada se fijó en el par de puertas francesas en el lado opuesto del cuarto. Después de guardar la maleta segura debajo de la cama, cogió uno de los candelabros de la pared y se movió para abrir las puertas.
Justo como había sospechado, se abrieron hacia un empapado balcón de piedra. Aunque el río no se encontraba a la vista, el viento le llevaba su sonido metálico.
Su mirada contemplo el cielo encapotado.
¿Estaría Kane allí fuera, en alguna parte, totalmente solo y empapado? ¿Y si era así, qué diligencia desesperada conduciría a un hombre a semejante audacia, en una noche tan salvaje y peligrosa?
La llama de la vela se agitó, amenazada por el viento y su suspiro. Ella ahuecada su mano alrededor y se volvió hacia las puertas cerradas, cobijándose en el acogedor nido que su anfitrión había previsto para ella.
Maltratado por la tormenta, Adrian conducía su caballo en la noche. Su capa cerrada no servia de nada para parar las ráfagas de viento que se estrellaban mojando su cara o de la humedad que hundía sus colmillos profundamente en sus huesos.
Él había montado todo el camino a Nettlesham solamente para descubrir que la criatura misteriosa que aterrorizaba a los aldeanos y que desgarraba las gargantas del ganado, no era nada más que un animal sarnoso, mitad lobo mitad perro, conducido por la crueldad y el hambre. Habían dejado a Adrian sin opción, tuvo que matar a la pobre bestia. En el momento que apretó el gatillo, miró sus ojos salvajes y solitarios, sintiendo una alarmante sensación de familiaridad.
Cuando sobrepasó una cima cubierta de aulaga divisó el castillo de Trevelyan. Deseaba desde su corazón poder contemplar el paisaje de antaño, pero desde que él y Julian habían empezado a deambular por el mundo detrás de Duvalier, el castillo se había convertido en poco más que un trozo frío de piedra, desprovisto de calor acogedor.
Casi había alcanzado la pared exterior del patio cuando sintió que el castillo no estaba tan frío como de costumbre. Parpadeando en la lluvia miró hacia arriba a la torre norte. La ventana dejaba entrever una tenue luz de vela. Esa trémula y frágil luz pareció atraerlo a casa, prometiendo que tendría un momento de paz en esa noche solitaria.
Tirando del caballo hizo un alto resbalando debajo de las ramas mojadas de un viejo roble retorcido. La yegua sacudió su cabeza, casi soltando de un tirón las riendas de su mano. A pesar de su agotamiento, la montura todavía resoplaba y se encabritaba con inquietud, Adrian lo reconoció demasiado bien.
Mientras él caminara como un caballero, dentro del límite de las restricciones rígidas de la sociedad de Londres, podría contenerse. Pero aquí en este territorio antiguo, con el viento azotando a través de su pelo y del olor del río en las ventanas de su nariz, amenazaba consumirse.
Se tensó cuando Caroline Cabot apareció en la ventana de la torre, su cara chispeante iluminada por la llama de una sola vela, su pelo suelto fluyendo sobre sus hombros. Se había puesto el vestido que él había dejado para ella, el terciopelo abrazaba sus curvas delgadas, traicionando la suavidad que ella luchaba tan duramente por ocultar debajo de su exterior espinoso.
Adrian suspiró. Parecía que allí no había escapatoria. No entre la multitud en Vauxhall y no aquí, en su único sitio de retiro. Ni en sus sueños que ella había frecuentado desde que él la probara con un beso.
Hazme el amor, había susurrado ella solo la noche anterior, agitándolo entre las sábanas enredadas. Su voz no estaba frenética por la desesperación, pero era lánguida cargada de deseo. Le había mirado con sus ojos grises brumosos llenos de anhelo. Sus manos habían acariciado tiernamente su cara, mientras los sedosos pétalos de sus labios se entreabrían para invitarlo dentro.
Adrian juró, maldiciendo su imaginación traidora. Su vida sería mucho más simple si fuese Vivienne quien frecuentara sus sueños. Era Vivienne quien debía estar parada en esa ventana, mirando melancólicamente en la noche como si buscara algo.
O alguien.
O a él.
Ahuecando una mano alrededor de la llama de la vela, Caroline se dio la vuelta y se alejó de la ventana, llevándose la luz con ella.
Adrian se había enorgullecido siempre de su control, pero había algunos apetitos que eran simplemente demasiado grandes para ser negados. Envolviendo las riendas del caballo alrededor de su puño, cabalgó a galope hacia el castillo, rechazando los brazos que lo abrigaban en la oscuridad.
Caroline abrió los ojos, deslizándose del sueño al desvelo con apenas un cambio en la respiración. Por algunos desorientados segundos ella estaba en el ático de tía Marietta con Portia que roncaba en la otra cama. Pero no era un ruido lo que la despertó sino la ausencia de él. La lluvia había parado, su cese magnificaba el silencio en proporciones ensordecedoras.
Ella se incorporó, se sentía pequeña en esa cama de columnas extravagantes, la habitación había estado tan tibia y cómoda cuando ella se arrastró a la cama, tanto que no se había molestado en correr las cortinas de la cama. Pero ahora el fuego disminuía en el hogar y el frío se adhería al aire.
Ella alcanzó las cortinas de la cama, pero su mano se congelo en el aire. Una de las puertas francesas en el lado opuesto de la torre se abría, invitando sigilosamente la entrada de la luz de la luna y la niebla.
Ella apartó su mano, sus dedos comenzaban a temblar. Su mirada fija nerviosa buscó en el dormitorio. Todas las velas estaban apagadas, dejando la torre cubierta de sombras.
El fantasma emitió un sonido llamando su atención de nuevo al balcón. ¿Era el viento?, se preguntaba. ¿O pasos furtivos? ¿Pero cómo podrían ser pisadas, cuando ella estaba al menos cinco pisos arriba?
Humedeció sus labios, sorprendiéndose de oír algo sobre los frenéticos latidos de su corazón. No deseaba más que mover de un tirón las mantas sobre su cabeza y quedarse bajo ellas hasta mañana.
Pero perdió el lujo de acobardarse la noche que sus padres habían muerto. Portia y Vivienne podían quedarse bajo las mantas ante cualquier circunstancia, pero fue ella quien siempre tuvo que arrastrarse fuera de la tibieza de su cama, en las noches tempestuosas para apretar un postigo flojo o agregar otro tronco al fuego.
Reuniendo valor salió de las mantas, bajando los pies hacia el suelo, avanzó lentamente sobre las baldosas hacia el estanque que formaba la luz de la luna. Se encontraba a medio camino de la puerta cuando una sombra osciló a través del balcón. Ella retrocedió, un grito de asombro quedo alojado en su garganta.
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