– ¡Porque, no eres más que una criatura egoísta y odiosa! ¡Quieres que me convierta en una solterona vieja y reseca como tú, así no tendrás que quedarte sola cuando Vivienne se case con el hombre que amas! -Dándose vuelta, se tiró boca abajo sobre la cama y rompió en desgarradores sollozos.
Hasta ayer, las palabras de Portia podrían haber roto su corazón hasta el fondo. Pero hoy no. Caroline sabía que su hermana era tan bondadosa como impulsiva. Portia pronto lamentaría sus duras palabras, si ya no lo hacía.
Aunque no deseaba otra cosa que hundirse en la cama y masajear los hombros de Portia hasta que menguaran sus violentas sacudidas, Caroline se forzó a si misma a darse la vuelta y salir de la habitación.
– Lo siento, pequeña -susurró, cerrando gentilmente la puerta detrás de ella- Quizás algún día lo comprendas.
Se encogió ante el sonido de algo pesado que sonaba sospechosamente como una bota arrojada contra la puerta cerrada detrás de ella, advirtiéndole que tal vez “ese día” podría no llegar tan rápidamente como esperaba.
– Una criada me alcanzó tu nota. ¿Deseabas verme?
Caroline se dio la vuelta lentamente en la banqueta del tocador para encontrarse con Vivienne parada en la entrada de la torre, viéndose absolutamente radiante ataviada con los regalos del Vizconde.
El sombreado rosa del tul, de la falda, del vestido de baile realzaba el sonrojo de sus mejillas, mientras que el camafeo que descansaba entre la curva de sus senos enfatizaba su propia perfección marfilina. La infaltable rosa blanca lucía detrás de su oreja derecha. A segunda vista, Caroline decidió que su hermana se veía un poquito demasiado radiante. Sus ojos brillaban demasiado, sus mejillas también estaban excesivamente sonrojadas. Mientras Caroline la observaba, una de las pálidas y finas manos de Vivienne, salió disparada hacia su cabello, alisando la cascada de rizos dorados que ya habían comenzado a peinar alrededor de su coronilla con una cinta de satén rosa adornada con un penacho de plumas de avestruz blancas.
– ¿Por qué no estás vestida? -Vivienne miro con evidente desconcierto a Caroline que llevaba puesto un vestido de terciopelo y trenzas- Es casi la hora de bajar para el baile.
Caroline se levantó de la banqueta, sintiéndose insólitamente calmada mientras se deslizaba hacia su hermana.
– No te preocupes. Todavía tenemos mucho tiempo. ¿Portia todavía está enfurruñada?
Vivienne suspiró.
– No he oído ni un ruidito proveniente de su cuarto en más de una hora. Desearía que cedieras y la dejaras bajar para al menos participar en un baile.
– Nada me gustaría más, pero sencillamente no sería apropiado -Ni prudente. pensó Caroline seriamente, imaginando nuevamente a su hermana pequeña dando vueltas por el salón de baile en brazos de Julian- Portia es joven. Tengo confianza de que se recobrará de esta terrible tragedia. Para la semana que viene probablemente ni siquiera se acuerde porqué estaba tan enojada conmigo. Además, se supone que esta es tu noche especial, no la de ella.
Vivienne presionó una mano contra su estómago.
– Será por eso que siento como si me hubiera tragado una bandada entera de murciélagos.
– Tuve el presentimiento de que podrías estar un poco ansiosa, así que llamé para que trajeran algo que calmara tus nervios.
Dándole la espalda a Vivienne, Caroline sirvió una taza de te de la bandeja que había sobre la mesa cercana a la cama, su mano perfectamente firme. El miedo a que su hermana pudiera rehusar su ofrecimiento se esfumó cuando le arrebató la taza de la mando y la vació en tres sorbos agradecidos.
– No puedo imaginar por qué estoy tan nerviosa -Vivienne adelantó hacia ella la taza reclamando que le sirviera más- No es como si nunca hubiera concurrido a un baile de máscaras antes.
– Pero nunca antes habías recibido una proposición de un próspero Vizconde- Caroline tomó gentilmente la taza de la mano de su hermana y la dejó en la bandeja al lado de una botella abierta de láudano.
En menos de un minuto Vivienne se hundió en el borde de la cama, el brillo de entusiasmo de sus ojos lentamente sustituido por una expresión vidriosa.
Caroline se sobresaltó cuando le tomó la mano y la atrajo hacia la cama cerca de ella.
– Caro, ¿Crees que alguna vez podrás perdonarme? -Su labio empezó a temblar mientras escudriñaba el rostro de Caroline.
– ¿Por qué razón? -Preguntó Caroline, desconcertada por el ruego de su hermana. Especialmente cuando era ella la que debería estar suplicando su perdón
– ¡Por esto! -La mano de Vivienne aleteó sobre el brillante tul de su falda- Mientras estaba en Londres, viviendo la vida que debería haber sido tuya, tu estabas atrapada en Edgeleaf, hurtando patatas extra para el plato de Portia y tratando de ahorrar un chelín de cada dos medios peniques. Te quite el cariño de la tía Marietta. Te quite tu presentación en sociedad. Te quite todos los hermosos vestidos y zapatillas que mamá había hecho para ti. Porque, si tú hubieras ido a Londres en mi lugar, esta noche el Vizconde podría estar haciéndote una proposición a ti.
Por un penoso instante Caroline no pudo respirar, mucho menos responder.
– Ya está, querida -finalmente se las arregló para murmurar- No necesitas ocupar tu linda cabecita con nada de esto ahora.
Vivienne descansó esa cabecita contra el hombro de Caroline, su voz desvaneciéndose a un borroso susurro.
– Querida, dulce Caroline. Espero que sepas que siempre habrá un lugar para ti en mi corazón y en mi hogar -cayendo hacia atrás sobre las almohadas, ocultó un bostezo detrás de su mano- Una vez que estemos casados, quizás Lord Trevelyan hasta pueda encontrar un esposo para ti -sus ojos aletearon hasta cerrarse- Algún viudo solitario con dos o… tres… hijos… que… necesiten… una… -se fue hacia atrás, un delicado ronquido escapando de sus labios separados.
Con el dorado abanico de sus pestañas descansando sobre sus mejillas y una soñolienta media sonrisa curvando sus labios, era nuevamente una princesa encantada, perfectamente contenta de sumirse en el sueño hasta que la despertara el beso de su príncipe.
– Duerme, querida -susurró Caroline, depositando un beso en la frente de su hermana al tiempo que gentilmente sacaba la rosa blanca de detrás de su oreja y pasaba la cadena del camafeo por encima de su cabeza- Sueña.
No había nada que adorara más Theton que un baile de máscaras. Por una noche mágica eran libres de dejar de lado los rígidos roles que se veían forzados a adoptar por la sociedad y se convertían en cualquier persona -o cosa- que desearan ser. Una vez que se colocaban las elaboradas mascaras, podían convertirse en Virgen o Vikingo, oveja o león, campesino o príncipe. Mientras paseaban entre la muchedumbre del gran salón del castillo, su picaresco festejo recordaba los festivales paganos de las noches de mediados de verano de antaño cuando cada hombre era un pirata y la virtud de ninguna mujer estaba a salvo.
Su anfitrión observaba desde el balcón, sus amplios dedos curvados alrededor de una delicada copa de champagne, como una pastora enmascarada corría entre la multitud, perseguida por un centauro de mirada impúdica. Ella se encogió entre risas cuando él capturó su cayado y la arrastró a sus brazos. Doblándola por sobre su brazo, asaltó su boca con un largo y profundo beso. Le llegó el sonido de la ovación aprobatoria de la multitud, obligando al centauro a enderezarse y hacer una reverencia en tanto la sonrojada pastora colapsaba en un fingido desmayo. Adrian tomo un sorbo de champagne, envidiándoles el despreocupado juego amoroso.
A parte de una fila de sillas alineadas en la pared sur, cada pieza de mobiliario había sido retirada del gran salón, restituyendo a la cavernosa cámara su austero esplendor medieval. De acuerdo a sus órdenes, los lacayos habían enrollado y se habían llevado las pesadas alfombras turcas, dejando expuesto el piso de losa para el baile. Una orquesta completa vestida como monjes benedictinos, con hábitos sencillos y tonsuras en la cabeza, se hallaba sentada en una plataforma ubicada en una esquina, las exuberantes notas de un concierto de Mozart fluyendo de sus instrumentos.
El suave brillo de las lámparas Argand había sido sustituido por antorchas recubiertas de alquitrán dispuestas en candelabros de hierro. Las sombras se agrupaban debajo de las vigas de la bóveda del techo de la torre, esa turbia concentración sumándose para incrementar el aura de misterio y amenaza que revestía al salón.
Adrian escudriñaba cada máscara, cada rostro, buscando una pista de su presa. La errática transición de sombras y luz de antorcha parecía transformar a cada mirada brillante en un resplandor predatorio, a cada sonrisa en una mueca siniestra, a cada hombre en un potencial monstruo.
– Oh, cielos. Olvidé que esto supuestamente era una Mascarada -bromeo Julian mientras se aproximaba. Extendió su fluida capa negra y dio un inestable giro para que Adrian lo viera, mostrando un par de colmillos marfilinos que era obvio que habían sido fabricados con cera.
– No eres gracioso -escupió Adrian, que como única concesión a la ocasión lucía un simple domino negro. Había desafiado a las convenciones, evitando usar el acostumbrado saco del color de alguna piedra preciosa y pantalones marrones para lucir una chaqueta formal negra, camisa negra y pantalones negros, todos diseñados deliberadamente para ayudarlo a deslizarse entre las sombras sin ser detectado.
Julian arrebató una burbujeante copa de champagne de la bandeja de un lacayo que pasaba por allí.
– ¿Y que disfraz me hubieras aconsejado usar? ¿Un alado querubín, quizás? ¿El Arcángel Gabriel?
Adrian terminó la copa de champagne que tenía en la mano y la devolvió a la bandeja, su ceño tan fruncido que fue suficiente para que el lacayo saliera volando por las escaleras.
– Es posible que quieras conservarte sobrio esta noche por si acaso Duvalier decidiera aparecer por aquí, atraerlo es sólo la mitad de la batalla. Todavía tenemos que capturarlo.
– No hay por que preocuparse. La damas me han dicho que aún después de beberme una botella… o dos de champagne me conservo excepcionalmente sobrio -Julian se le unió en la baranda del balcón, observando a la muchedumbre de abajo a través de sus párpados caídos- Dudo que tengamos que inquietarnos acerca de que Duvalier aparezca. Sin Vivienne para persuadirlo de que se deje ver, probablemente se haya arrastrado justo de vuelta al infierno que lo engendró -miró a Adrian de costado, a pesar de sus mejores intentos por disfrazarlo un brillo de esperanza asomaba detrás de su cinismo- No puedo evitar notar que las hermanas Cabot todavía no han huido de nuestras nefastas garras. ¿Crees que exista alguna posibilidad de que tu Miss Cabot le permita a Vivienne ayudarnos?
– No he oído nada de ella en todo el día -respondió Adrian, el champagne sabiendo repentinamente amargo en su lengua- Y ella no es mi Miss Cabot. Después de anoche probablemente nunca lo sea.
– Lo siento por eso -dijo Julian, su despreocupado tono suavizándose con una nota más seria.
– ¿Por qué deberías sentirlo? El único culpable soy yo -Adrian levantó su copa hacia Julian en un irónico brindis- Incluso como vampiro, eres mejor hombre que yo. Te las arreglaste para controlar tus apetitos, mientras que yo permití que mi hambre de una muchacha de lengua aguda y ojos grises pusiera en peligro todo lo que he intentado proteger los últimos cinco años, incluyendo el alma de mi propio hermano.
– Ah, ¿pero que valor tiene el alma de un hombre en comparación con las fabulosas riquezas del corazón de una mujer? -robando la copa de la mano de Adrian, Julian se la llevó a los labios y se bebió todo su contenido.
Adrian resopló.
– Has hablado como un verdadero romántico. Realmente deberías dejar de leer tanto al maldito Byron. Te está pudriendo el cerebro.
– Ah, no se -murmuró Julian, su mirada súbitamente transfigurada dirigida hacia las puertas dobles en el extremo más lejano del gran salón, donde Wilbury se dedicaba a la tarea de anunciar a los que iban llegando- No fue Byron el que escribió:
“Ella camina en belleza, como la noche
De climas sin nubes y cielos estrellados;
Y todo lo mejor de la oscuridad y la luz
Se reúne en su aspecto y en sus ojos”
Adrian siguió la mirada de su hermano hacia las puertas donde una remota visión con una máscara de color dorado y tul rosa, con una rosa blanca detrás de su oreja, estaba esperando pacientemente que Wilbury girara hacia su lado.
Adrian sólo podía sentirse agradecido de ya no estar sosteniendo su copa de champagne porque indudablemente hubiera pulverizado su frágil pie. Sus manos se curvaron alrededor de la balaustrada, aferrándose como si fuera el pasamanos de un barco que se hunde.
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