– ¿Así que no te importa si Vivienne se casa con un vampiro, mientras él también resulte ser un vizconde? ¿No te importa que él este probablemente rondando solamente Theton buscando alguna alma inocente para robar?
Caroline amablemente pellizcó la mejilla de su hermana, restituyendo su matiz rosado.
– Hasta donde yo se, él no tomará el alma de Vivienne por algo menos de mil libras al año.
Portia jadeó.
– ¿Nos hemos convertido en una carga tan terrible para ti? ¿Estás tan ansiosa por librarte de nosotras?
La sonrisa bromista de Caroline se desvaneció.
– Claro que no. Pero tú sabes así como yo que no podemos depender de la generosidad del Primo Cecil para siempre.
Después de la muerte de su padre, su primo segundo no había perdido el tiempo en reclamar su herencia legal. El primo Cecil había considerado que era caridad cristiana alejar a las chicas de la casa principal de Edgeleaf Manor y alojarlas en la desvencijada vieja casa de campo familiar metida en la esquina más húmeda, y lúgubre de la hacienda. Habían pasado los últimos ocho años allí, con solo una mensualidad escasa y un par de viejos sirvientes para cuidar de ellas.
– Cuándo nos visitó la semana pasada, -Caroline recordó a su hermana,- Cecil pasó más de su tiempo haciendo “ejem” -imitó.- y pavoneándose sobre el saloncito, mascullando acerca de sus planes para convertir la casa de campo en un pabellón de caza.
– Tú sabes que él podría ser más caritativo con nosotras si no lo hubieses tan firmemente desairado hace años.
Al recordar la noche que el soltero de cincuenta y ocho años las había invitado graciosamente a mudarse de regreso al señorío -a condición de que ella, de diecisiete años, se convirtiera en su novia-Caroline se estremeció.
– Entregaría mi alma a un vampiro antes de casarme con ese viejo sátiro gotoso.
Portia se hundió en una descolorida otomana de cretona [5] que había sido de algodón en rama rojo sangre mucho antes de que se hubieran mudado a la casa de campo, apoyó su barbilla sobre una mano y le echó a Caroline una mirada recriminatoria.
– Bien, pudiste haberte rehusado amablemente. No tenías que empujarle fuera de la puerta. Y más con el temporal de nieve que caía.
– Enfrió su ardor, ¿verdad? Entre otras cosas. -Caroline masculló por lo bajo. Después de esforzarse en convencerla de qué sería un marido atento, el primo Cecil la había sujetado contra él con sus manos gruesas, gordas, con la intención de convencerla con un beso. Huelga decir, la caliente ávida urgencia de su lengua contra sus labios estrechamente cerrados. A Caroline le había inspirado repulsión, no devoción. El recuerdo todavía le hacía querer restregar su boca con lejía.
Ella se hundió pesadamente junto a Portia en la otomana.
– No quise alarmaros a ti o Vivienne, pero cuando el Primo Cecil vino llamando la semana pasada, él también sugirió que podríamos haber tensado los límites de su caridad. Él insinuó que a menos que le conceda ciertos… -tragó y apartó la vista, incapaz de encontrarse con la mirada inocente de Portia -…favores sin el beneficio del matrimonio, podríamos vernos forzadas a buscar otro lugar.
– ¿Qué?, ¡Miserable desgraciado! – Portia estalló.- ¡Pabellón de caza en efecto! ¡Debería haber montado su gorda cabeza en la pared de nuestro salón!
– Aun si él nos da permiso de permanencia en Edgeleaf, no sé cuánto tiempo más puedo seguir exprimiendo cada libra de nuestra concesión hasta el último medio penique. Sólo la semana pasada tuve que escoger entre comprar un ganso para la cena y un par de suelas nuevas de cuero para tus botas. Nuestras capas de invierno están todas raídas y nos quedamos sin cazuelas para meter bajo las goteras de este viejo techo mohoso. -La mirada indefensa de Caroline flotó suavemente desde el perfil indignado de su hermana hasta su traje. La descolorida popelina blanca había sido dejada en herencia de ella a Vivienne, luego finalmente a Portia. Su corpiño de volantes estaba estirado tenso sobre los pechos regordetes de Portia, y el raído dobladillo arrastraba la punta de sus botas llenas de rozaduras.- ¿No extrañas alguna vez los pequeños lujos que tú y Vivienne solíais amar tanto cuando Mama y Papa estaban vivos… los potes de acuarelas, la música del pianoforte, las cintas de seda y los peines de perla para tu pelo bonito?
– Adivino que nunca me importó prescindir de ellos mientras nosotras tres pudiéramos permanecer juntas. -Portia descansó su cabeza contra el hombro de Caroline.- Pero he advertido que tus porciones en la cena continúan haciéndose más pequeñas mientras la nuestra permanece del mismo tamaño.
Caroline acarició con su mano los rizos suaves de Portia.
– Tú vas a ser un premio algún día, mi pequeña, pero nosotras sabemos que Vivienne es la verdadera belleza de la familia, la que más probablemente hará un matrimonio ventajoso que nos librará de la matonería del primo Cecil y asegurará tanto su futuro como el nuestro.
Portia inclinó su cabeza para contemplar a Caroline con lágrimas no derramadas aferrándose a sus pestañas gruesas y oscuras.
– ¿Pero no lo ves, Caroline? Si Vivienne cae bajo el hechizo de este diablo, ella no puede tener un futuro. ¡Si le entrega su corazón, nos la quitará eternamente!
Caroline podría ver una sombra de sus miedos reflejadas en los ojos suplicantes de Portia. Si Vivienne tenía éxito en conseguir un marido, sólo sería cuestión de tiempo antes de que él encontrase un pretendiente para Portia entre sus amigos elegibles. Él incluso podría ser lo suficientemente caritativo para invitar a su cuñada solterona a ir a vivir con ellos. Pero de lo contrario, ella pasaría el resto de sus días con los nervios crispados alrededor de esta ventosa vieja casa de campo en la caprichosa misericordia del primo Cecil. El pensamiento envió un estremecimiento frió por de su columna vertebral. Ella era lo suficientemente mayor para saber que habían algunos hombres que podrían ser muchos más aterradores que los monstruos.
Antes de que ella pudiera tratar de serenar cualquiera de sus miedos, Anna llegó caminando arrastrando los pies dentro del cuarto con algo entre las manos, su cabeza blanca se inclinó ante ella.
– ¿Qué es eso? -Caroline preguntó a la vieja criada, levantándose de la otomana.
– Esto precisamente llegó para vos, señorita.
Caroline tomó la misiva de la mano paralítica de Anna. Los ojos legañosos de la criada estaban empañados por la edad.
Caroline recorrió en pergamino de marfil con las puntas de sus dedos, admirando su caro tejido. La misiva doblada había sido sellada con una sola embarradura de cera color rubí que refulgía como una gota de sangre fresca contra el papel fino. Ella frunció el ceño.
– Pensé que el correo matutino ya había llegado.
– Ciertamente, señorita -Anna confirmó.- Un mensajero privado lo trajo. Era un muchacho de gran musculatura que vestía librea de color escarlata.
Mientras Caroline rompía el sello con su uña y desdoblaba la carta, Portia se puso de pie.
– ¿Qué es? ¿Es de tía Marietta? ¿Vivienne ha caído enferma? ¿Ha entrado en un declive repentino e inexplicado?
Caroline negó con la cabeza.
– No es de tía Marietta. Es de él.
Portia levantó una ceja, urgiéndola a continuar.
– Adrian Kane… el vizconde Trevelyan. -Mientras los labios de Caroline moldeaban el nombre por primera vez, ella habría jurado que sintió una onda de temblor a través de su alma.
– ¿Qué quiere de nosotras? ¿Está requiriendo alguna clase de rescate por el alma de Vivienne?
– ¡Oh!,¡por el amor de Dios, Portia, deja de ser un ganso tan tonto! No es una demanda de rescate -dijo Caroline, escudriñando el mensaje.- Es una invitación para que vayamos a Londres a conocerlo. Eso debería apaciguar tus ridículas sospechas, ¿o no? Si este vizconde albergase menos que intenciones nobles hacia Vivienne, entonces él no se molestaría en obtener nuestra bendición antes de perseguirla, ¿verdad?
– ¿Por qué él no nos hace una visita aquí mismo en Edgeleaf, como cualquier joven caballero correcto haría? ¡Oh, espera, lo olvidé! Un vampiro no puede entrar en la casa de su víctima a menos ésta le invite. -Portia movió su cabeza hacia el lado, viéndose por un fugaz momento mayor y más sabia.- A que exactamente nos ha invitado el vizconde?
Caroline estudió el temerario garabato masculino por varios segundos, luego levantó su cabeza para encontrar los ojos de su hermana, ya temiendo el brillo triunfante que ella sabía pronto iba a encontrar allí.
– A una cena a medianoche.
CAPÍTULO 2
– ¿Qué ocurre si no es una invitación, sino una trampa? -Portia murmuró en el oído de Caroline mientras el desvencijado carruaje de su tía Marietta se desplazaba a través de las desiertas calles de Londres.
– Entonces supongo que pronto nos encontraremos maniatadas a la pared de una mazmorra, a merced de los deseos oscuros de algún demonio -Caroline murmuró de vuelta. Atrapadas fuera de guardia por el curioso calor que sus propias palabras avivaron en ella, abrió de golpe su abanico y lo usó para enfriar sus mejillas excitadas.
Portia se volvió hacia atrás para contemplar malhumoradamente el paisaje que veía por la ventana del carruaje. Su hermana menor era la única persona conocida por Caroline que podría irritarse tanto por el simple batear de una pestaña. Caroline sabía que Portia todavía albergaba un enfado, la había hecho jurar que callaría los rumores relacionados con el misterioso Vizconde Trevelyan. Si Vivienne no lo advertía, Caroline no veía el punto de dejar que esa tontería enturbiara la felicidad de su hermana o poner en peligro todos sus futuros.
Tía Marietta le disparó a Caroline y Portia una mirada reprobatoria.
– ¿No fue de una gran bondad por parte de Lord Trevelyan extender a tus hermanas su invitación, Vivienne? -Sacó un pañuelo de su corpiño y golpeteó con los dedos en sus cachetes. Que ya comenzaban a refulgir bajo su gruesa capa de polvo de arroz. Con su peluca rubia de rizos y su piel empolvada, la Tía Marietta siempre había recordado a Caroline, bastante poco amablemente, a una repostería cruda.- Es simplemente otro ejemplo brillante de generosidad del caballero. Si continúas engarzando su encaprichamiento, querida, espero que incluso podamos atrapar una invitación para el baile de disfraces que debe patrocinar en su hacienda ancestral.
La tía Marietta no tenía que señalar que el nosotros no incluía a Caroline o Portia. La caprichosa hermana de su madre siempre había considerado a Portia fastidiosa y a Caroline demasiado tonta y pedante para ser buena compañía. Nunca había respirado una palabra acerca de acogerlas después de la muerte de sus padres, y de no ser por la invitación del vizconde, nunca las habría invitado a compartir las residencias Shrewsbury que su difunto marido le había dejado en herencia, ni siquiera por una miserable semana.
Su tía siguió alabando al vizconde con una lista de virtudes al parecer infinita. Caroline ya estaba más que harta del hombre, y eso, que aún no le había conocido.
Echó una mirada al otro lado del carruaje a Vivienne. Una serena sonrisa rondaba los labios de su hermana mientras ella respetuosamente escuchaba la charla chillona de la Tía Marietta. Tomaría más que una escasa nube atenuar el brillo de Vivienne, Caroline pensó tristemente, su expresión mitigándose mientras estudiaba a su hermana.
Con su pelo dorado recogido en un moño alto y la bella y cremosa piel tan apreciada por Theton, Vivienne positivamente resplandecía. Incluso como una niña, había sido casi imposible desgreñar su compostura. Cuando tenía apenas cinco años, Vivienne había llegado tirando fuertemente de las faldas de su madre mientras cortaba rosas en el huerto en Edgeleaf.
– No ahora mismo, Vivi -Mamá la había regañado duramente sin apartarse de su tarea.-¿No puedes ver que estoy ocupada?
– Muy Bien, Mamá. Simplemente regresaré más tarde entonces.
Alertada por la nota desafinada en esa pequeña voz, obediente, su madre se había vuelto para encontrar a Vivienne cojeando, la flecha del arco de un cazador furtivo todavía alojada en su muslo. Acunada en los fuertes brazos de su papá, Vivienne había soportado en silencio con la cara blanca mientras el médico del pueblo extraía la flecha. Habían sido los chillidos histéricos de Portia los que habían amenazado con ensordecerlos a todos ellos.
Con su propio temperamento tan rápido para brillar, Caroline siempre le había envidiado a Vivienne su serenidad. Y sus relucientes rizos dorados. Caroline tocó con una mano su propio pelo pálido, de trigo. Comparado al de Vivienne, parecía casi descolorido. Ya que las finas hebras no mantenían algo parecido al fantasma de un rizo, no había tenido más remedio que disimularlo hacia atrás en un apretado nudo en la corona de su cabeza. Para ella, no habría ninguna franja bonita de bucles para enmarcar los huesos angulares de su cara más bien simple.
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